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Editorial 142

El programa del odio

“El odio no se manifiesta pronto, sino que se cultiva. Todos los que le otorgan un carácter espontáneo o individual contribuyen a seguir alimentándolo”. El editorial de la edición de agosto de 'Arcadia' explora una emoción que parece profundizarse en el país.

Revista Arcadia
27 de julio de 2017

En los últimos años, gracias a las redes virtuales y a la comunicación en internet, se ha hecho (más) obvia la continuidad histórica de un programa de odio que viene de décadas atrás en Colombia. El odio no es una categoría general y abstracta, sino que casi siempre surge en un contexto y tiene una historia que lo explica. Carolin Emcke, una filósofa alemana, publicó hace un año Contra el odio, un breve ensayo en el que analiza, paso por paso, la manera en que hoy, 70 años después del fin de una guerra que destruyó moralmente a su país, manifestaciones xenófobas, racistas y clasistas son toleradas socialmente ante la complacencia de millones de personas.

Eso mismo, por supuesto, ocurre en Colombia, en donde en las semanas precedentes la tensión por unos trinos de un expresidente de la república, acusando a un periodista de ser violador de niños, hizo plausible de nuevo el libreto de la rabia. Una vez más asistimos impávidos al embrutecimiento del discurso público, al enorgullecimiento del prejuicio, a la muestra de un odio que es colectivo e ideológico y que, no cabe duda, tiene un programa preestablecido, preparado, pensado y determinado a emplear términos para humillar; a hacer gestos y usar imágenes para clasificar; a emitir juicios categóricos que terminan por fijarse en la audiencia enardecida. Como dice Emcke: “El odio no se manifiesta pronto, sino que se cultiva. Todos los que le otorgan un carácter espontáneo o individual contribuyen a seguir alimentándolo”.

Tras este nuevo enfrentamiento, en medio de un clima nacional complejo –pronto entraremos en época electoral y no habrá miramientos entre las huestes que seguirán replicando dicho programa–, vale la pena acogerse, quizás, a ciertos predicamentos humanos. Uno de ellos es insistir en que el odio se combate rechazando su invitación al contagio. Vale la pena preguntarse si entre quienes nos consideramos tolerantes, abiertos a la diversidad, capaces de ser autocríticos y de asumirnos como parte de ese gran problema llamado Colombia, existe la capacidad de anteponer la razón a los sentimientos sin filtro. Los sentimientos sin reflexión, dice Emcke, no tienen legitimidad propia. Para ello habría que entender que en el odio la causa y el objeto de la emoción no necesariamente coinciden. En el programa general que lleva aplicándose sistemáticamente desde hace siete décadas, el odio acérrimo y encendido es producto de unas prácticas y convicciones calculadas con frialdad, cultivadas con paciencia y transmitidas de generación en generación. “La disposición colectiva al odio, así como al desprecio, no es posible sin las correspondientes ideologías, según las cuales los objetos del odio o del desprecio social representan una fuente de daño, un peligro o una amenaza para la sociedad”.

El entendimiento de que esa conducta no es espontánea permite actuar de una manera menos reactiva y más inteligente, que es lo que se espera de nosotros. El programa incluye siempre culpar al otro; dividir entre “ellos” y “nosotros”, entre “lo propio” y “lo ajeno”; no acepta críticas de ningún tipo y cualquier intento de reflexión solo viene a demostrar “la existencia de una prensa falaz y malintencionada, incapaz de valorar como es debido la rebelión heroica en defensa de la patria”. Porque quien odia se siente inmune, único, capaz de usar una retórica basada en el miedo, la preocupación y la amenaza de que algo muy malo nos espera a la vuelta de la esquina para plantearse como la única solución. Y para salvarnos no importan los métodos, ni los medios, sino el fin último que es la defensa de la patria, de la familia, de la seguridad, de lo homogéneo contra la comunidad de derecho formada por seres libres e iguales.

¿Nos condenamos a vivir en permanente estado de excepción, como dice Emcke, sin espacio para la felicidad personal ni para las situaciones curiosas, absurdas y emotivas, pero tampoco para aquellas molestas y difíciles que implica la convivencia? ¿Aceptamos con resignación la opinión de la mayoría? ¿O intentamos, por una vez, no fallarnos moralmente?

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Durante tres años, el periodista Christopher Tibble fue el editor general de esta revista, contribuyendo con su creatividad y entrega a que cada vez intentáramos hacer mejor periodismo. Para él toda nuestra gratitud.