EDITORIAL
Para qué las bibliotecas
Una nota reciente en Forbes afirmaba que "Amazon debería reemplazar a las bibliotecas locales para ahorrarle dinero al contribuyente". ¿Qué peligros encarna esa visión de la presunta "pérdida de valor y utilidad" de los espacios culturales?
Hace algunos días se desató una de aquellas efervescentes y cortas polémicas del mundo digital: un revuelo indignado, pero fútil, por cuenta de un artículo publicado el pasado 21 de julio en la página web de la revista Forbes. En la nota, titulada “Amazon debería reemplazar a las bibliotecas locales para ahorrarle dinero al contribuyente”, un profesor de LIU Post y de la Universidad de Columbia en Nueva York, Panos Mourdoukoutas, intentaba explicar por qué estos lugares, según él, han perdido “valor y utilidad”. Si de conseguir un sitio con internet se trata, decía, para eso está Starbucks, y si se trata de alquilar un video, para eso existe Netflix. Al cerrar las bibliotecas, concluía, el gobierno ahorraría en gasto y Amazon podría suplir la demanda de libros en formato físico.
La tesis grotesca de Mourdoukoutas no resistió a las críticas de los tuiteros. Forbes retiró el artículo de la red y los medios defendieron al unísono la necesidad de la biblioteca. Era apenas natural que lo hicieran, pues, a diferencia de lo que hoy piensen ciertos escuderos del progreso, el mundo no pierde la creencia en el poder de estos espacios, ni el de los libros. Precisamente en los días de la controversia, Helsinki anunció la fase final de su nueva biblioteca central, mejor conocida como Oodi (“oda” en finlandés, bautizada así por los mismos ciudadanos), un edificio de tres pisos que tiene incluso salas de sauna y una cinemateca, y que abrirá sus puertas a finales de año y costó 98 millones de euros. La enorme biblioteca Dokk1 de Aarhus, en Dinamarca, la más grande de Escandinavia, acaba de inaugurar su más reciente ampliación, y lo mismo sucedió hace pocos días en la Biblioteca Pública de Stuttgart, ganadora en años recientes de premios y reconocimientos en Alemania.
No hay que ir tan lejos. El gobierno Santos inauguró en ocho años más de 200 bibliotecas públicas, desplegó bibliotecas móviles, rehabilitó otras en zonas de desminado, dotó a buena parte de ellas de tecnología y personal capacitado, y las conectó a internet. Está por verse qué impacto tendrán en los próximos años, pero se trató de una política pública justa y destacable.
Por fortuna, podría decirse, para terminar de apalear a Mourdoukoutas, en el mundo abundan las bibliotecas. Sin embargo, la pregunta que él, quizá sin quererlo, planteó conlleva reflexiones de fondo precisamente sobre el rol que estas deberían tener en la actualidad.
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En una entrevista reciente, el director de la biblioteca de Aarhus, Knud Schulz, respondió a la pregunta por la utilidad y el valor de las bibliotecas así: “Queremos llevar a los usuarios a no ver más al libro como un rasgo identitario de estas”. Lo que dice Schulz va directo al corazón del problema que hoy podrían estar sufiendo estos espacios. Estudios recientes en diferentes países han mostrado que cada vez menos personas van a una biblioteca a buscar o alquilar un libro. En tiempos en que cada vez más gente puede acceder a la información, o a los libros que necesita, resulta lógico que busque algo distinto en una biblioteca; o al menos algo más que solo lectura. Un dato interesante que arrojó una encuesta reciente en Europa, donde a pesar de internet y el celular las bibliotecas permanecen llenas, es que una buena parte de sus visitantes diarios son trabajadores freelance que encuentran allí un lugar de trabajo, o inmigrantes que navegan ahí tranquilos en internet.
Esto ha hecho que la pregunta de por qué construir una biblioteca se esté convirtiendo más bien en la de en qué enfocarla y cómo construirla (o reformarla). No se trata de restarle importancia a la lectura o a la presencia de libros y documentos en las estanterías. El contenido impreso está lejos de desaparecer, y quizá por ese poder que posee ha sido y seguirá siendo esencial para el desarrollo de la humanidad. Pero la biblioteca del presente, y el futuro, necesita ampliar sus espacios, tanto físicos como conceptuales. No solo las nuevas edificaciones monumentales de Escandinavia, sino también otras más viejas, como la Biblioteca Pública de Nueva York, se conciben hoy como lugares de orientación, encuentro e intercambio. El proyecto de la biblioteca como “tercer lugar”, concebido hace ya un tiempo desde Estados Unidos e inicialmente vapuleado quizá por venir precisamente de allá, parece retomar fuerza. Ese concepto no solo es útil, sino también inspirador: ver a la biblioteca como un “hogar fuera del hogar” aporta a la vida en comunidad.
La idea de una biblioteca como una institución cultural viva no es del todo nueva en Colombia, pero hace falta abrirse más para hacerla realidad. No debería tratarse tercamente de desligar su identidad del libro, como propone Schulze, sino de cambiar su espíritu por uno más acorde a nuestra época. Vivimos tiempos de interacción y participación, de ciudadanías formadas en un mundo muy distinto del que construyó las primeras bibliotecas. Como espacios de intercambio, las bibliotecas también podrían acoger los gustos y las ideas de sus usuarios; empoderar así al ciudadano y dejarlo decir sobre lo que, al fin y al cabo, también es suyo. Hace varios años, Mathilde Servet escribió en el Boletín de las bibliotecas de Francia sobre las bibliotecas de hoy como “una nueva generación de establecimientos culturales”. Para una sociedad como la colombiana, tan necesitada de expresarse y de espacios para hacerlo mediante las artes y la cultura, la existencia de más espacios culturales para la interacción de la comunidad podría ser fundamental.
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