Especial Antioquia

Ni contigo ni sin ti

En el corazón mismo de la mentalidad antioqueña, y del arte y el pensamiento como expresión de las ideas, ha prosperado una tradición de oposición a los valores regionales oficiales. Lejos de la oposición simplista entre los bogotanos atildados y prepotentes, y los gamonales paisas, hay un torrente de imaginación que nos une en una poderosa patria simbólica.

Pedro Adrián Zuluaga* Bogotá
25 de agosto de 2017
Las monjas y el cardenal (1987). Débora Arango. Cortesía Museo de Arte Moderno de Medellín.

El resultado del plebiscito de octubre fue la punta del iceberg de una compleja trama de prejuicios que han flotado en la vida intelectual colombiana y que han conducido a posturas ambivalentes frente a lo antioqueño. El carácter duro, melancólico, lleno de pliegues –entre lo que se dice y un no sé qué que quedan balbuciendo– del antioqueño ha sido la expresión de una otredad irreductible, de algo difícilmente asimilable por el resto de lo que ampulosamente se llama “nación colombiana”. Digo ambivalencia porque es una admiración con subterráneas corrientes de desprecio, o un desprecio con subterráneas corrientes de admiración. De manera que el “antiantioqueñismo” que hoy está a la orden del día no solo tiene poco de original, sino que opera como un superficial barniz de progresismo que oblitera cuestiones de fondo.

Dos intelectuales extranjeros, Ángel Rama y Raymond L. Williams, en sus análisis de la literatura colombiana, comprendieron a vuelo de pájaro la tensa relación cultural –por no decir económica, social y política– entre las distintas regiones colombianas y repararon en el ethos dominante de unas sobre otras. Si bien vieron que esas relaciones eran conflictivas, nunca llegaron a formular con suficiente claridad que ese ethos de dominación fuera una causa intrínseca de violencia, o que lo que se daba a escala nacional, la divergencia entre centro y periferia, se reprodujera en una escala regional: para el caso, entre una Antioquia central que se presumía blanca y católica, y unos márgenes regionales y subregionales (más o menos hasta donde llegó la colonización antioqueña) incómodamente mestizos e inasimilables por ese poder central, tal como lo menciona la investigadora Mary Roldán en su esclarecedor ensayo A sangre y fuego.

Para Williams, menos vehemente, la cultura antioqueña (al menos la que él examina en Novela y poder en Colombia: 1844-1987, es decir, antes de que se sedimentara el remezón del narcotráfico) está determinada por tres factores: el primero es la tradición de igualdad que habría precipitado una literatura soldada a lo popular, lo regional y la oralidad. Esta fuerte incidencia de lo oral distanció la literatura y el temperamento antioqueños de los modos elitistas utilizados en el altiplano, más propios de lo que Rama identificó como la “ciudad letrada” y sus estructuras de exclusión.

El segundo factor, según Williams, es la fuerte presencia de una oralidad primaria en ciertas áreas rurales durante el siglo xix y su impacto en la cultura escrita. El tercero es la reacción contra la modernidad en el siglo XX, explicada como un rechazo al progreso y sus valores, con su consecuente sentimiento de nostalgia del ambiente rural del siglo anterior. Esta nostalgia se cristalizó en un deseo de parte de la élite de mantener una sociedad paternalista, amenazada por la industrialización.

El análisis de Williams, discutible en varios aspectos, da indicios de una profunda ambivalencia dentro de la propia cultura antioqueña que ha encontrado, y en ello hay una prueba de su solidez, la manera de ser tramitada en el espacio de la producción intelectual y cultural.

El punto más arduo del análisis de Williams es la supuesta reacción contra la modernidad como característica central de la mentalidad antioqueña. Dejemos de lado la historia social y económica, que da suficientes pruebas sobre el talante modernizador del ethos antioqueño. Quedémonos más bien con lo que uno podría llamar “las cimas” de la cultura antioqueña del siglo XX: Tomás Carrasquilla, Fernando González, Pedro Nel Gómez, Débora Arango, Fernando Botero, Fernando Vallejo, Víctor Gaviria. En todos ellos hay sarpullidos antimodernos, pero sería imposible encapsular sus obras o su pensamiento en una mera actitud regresiva. Considerar, como Rama, que Carrasquilla es un escritor “epigonal”, atado a unas formas y visiones del pasado, es desconocer de plano la agudeza del escritor para nombrar con belleza un mundo que se transformaba, para reconocer sus miserias y dejar sentada su señal de desagrado o asco. ¿No han hecho siempre eso –no participar de las jolgorios de su tiempo– los grandes artistas?

Cada uno de esos pensadores y artistas aportó a una tradición más sutil que el apego al pasado. Y tal vez quien mejor lo definió fue Fernando González. El filósofo escribió en el número dos de su revista Antioquia para referir que el primer número se había agotado: “No esperábamos tanto, pues esta revista es hija nuestra y nosotros vivimos a la enemiga”. Alberto Aguirre, prologuista de una reedición de la revista del sabio de Envigado, agrega: “Para eso hizo esta revista, para vivir a la enemiga. Pues no de otra manera se puede vivir en una sociedad podrida”.

Ese vivir a la enemiga no es otra cosa que la aversión manifiesta a los valores establecidos que se despliega en la obra de los artistas y pensadores mencionados. Tal aversión al mundo dado se toca a veces con la nostalgia de un mundo anterior idealizado o de un paraíso perdido ubicado en el pasado, pero no siempre se agota en esa invocación. Ellos también reivindicaron los sueños, la fantasía, el deseo, la autonomía individual por encima de las fuerzas homologadoras de la tradición. Es decir, dispararon con su cañón hacia el futuro.

Mientras más avasalladora ha resultado en Antioquia la reificación de la vida, la reducción de toda experiencia a transacción mercantil o interesada, más potentemente ha ido en contravía su arte y pensamiento, pugnando por los valores no intercambiables del afecto, la desmesura erótica, la gratuidad, el desperdicio. Ese vivir a la enemiga se ha traducido en locura y en exilio, en ostracismo y soledad, pero certifica de tanto en tanto uno que otro triunfo (parcial) del espíritu humano sobre la máquina capitalista.

No en vano González bautizó como Otraparte el lugar desde el que alternativamente abrazó y sacudió a sus coterráneos. Y Otraparte se erige desde entonces como emblema de ese dar la espalda que una y otra vez se ha repetido como gesto característico de los espíritus antioqueños más sensibles. En dos poetas antioqueños “fundacionales” se da esa alternancia entre exilio interior –el que solo puede ocurrir de puertas para adentro, entre la extrañeza de lo más familiar– y el físico, el vagabundeo. Epifanio Mejía nació en Yarumal en 1839, y fue el poeta que aportó la letra del himno antioqueño. Conocido como el “poeta triste”, Mejía fue comerciante hasta entrados los 40, cuando la locura le ganó la partida y fue recluido en un hospital mental. Miguel Ángel Osorio, o Porfirio Barba-Jacob, nació en Santa Rosa de Osos en 1883. Su vida, a partir de 1906, fue una obstinada deriva por los países de América (Guatemala, Honduras, Costa Rica, El Salvador, Cuba, Perú y México), malviviendo del trabajo en publicaciones literarias y políticas, y carcomido por la sensualidad y la nostalgia. Mejía y Barba-Jacob son dos caras de un mismo desasosiego, de una imposibilidad de estar proporcional a una imposibilidad de no estar. “Ni contigo ni sin ti”.

Otrapartes, lugares que reivindicar como centros afectivos del mundo y resguardos frente a la vulgaridad y la impermanencia, fue lo que sucesivamente tomó forma en la mística nadaísta, en la Santa Anita de Fernando Vallejo o en las atemporales evocaciones plásticas de Botero. Esa fuerza centrípeta no se puede explicar sin la vocación de fuga que es su contraparte lunar, su envés oscuro. Quizá nadie mejor que Fernando Vallejo ha descrito esa ambigüedad afectiva, ese deseo de la casa grande que empuja una y otra vez al exterior del mundo: “Ven, Bruja, niña, que el viaje de circunvalación ha concluido. Ven conmigo. Dejemos esta trampa de la existencia. Salgamos de la casa de amplio corredor, donde se enloquece el tiempo, a la noche tibia, a tomar la carretera”, escribió en Los días azules.

Una de las formas más altisonantes de esta ambigüedad antioqueña es el odio a lo propio, el rechazo consciente que enmascara su propia parábola del retorno. Quizá haya que leer a un poeta como Cesare Pavese para entender a plenitud ese doble movimiento psicológico –arraigo y desarraigo, amor y desprecio–. Tal vez haya que repetir, de memoria, el comienzo de ese canto de la tierra y del exilio que es La luna y las fogatas: “Uno se cansa y trata de echar raíces, unirse a la tierra y a la región, para que la propia carne valga algo y perdure un poco más que un simple cambio de estación”. Y seguir entregándose al sonido de la misma letanía: “Nos hace falta un país, aunque sólo fuera por el placer de abandonarlo. Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando”.

Como es bien sabido, la ambivalencia produce infelicidad. Pero en el seno de esa tensión ha habido también una energía aprovechable, estética y políticamente; una energía que se ha irradiado, cómo no, a la enemiga, o en contravía. La recia cultura patriarcal/matriarcal antioqueña generó, por ejemplo, sus propios desvíos. No es posible imaginar una historia de las reivindicaciones lgbti sin el aporte antioqueño, sin los escritos libertarios freudomarxistas de León Zuleta o sin el romancero popular de José Manuel Freidel. Ni es posible hablar de contracultura o malditismo, de vidas gastadas sin reparo en el corazón mismo del culto al trabajo y el ahorro, sin remitirse a Barba-Jacob, Darío Lemos y a tantas otras vidas gangrenadas.

Pero la salud de un organismo se mide por la capacidad de paliar sus propias excrecencias. Y la institucionalidad antioqueña sí que ha sabido neutralizar el malestar de sus hijos rebeldes halagándolos con la misma prodigalidad con que el padre recibe al hijo de la parábola bíblica. Hoy todos los artistas y pensadores mencionados en este recorrido hacen parte de un canon que ya poco distingue entre rebeldía y conformismo, o que todo lo disuelve en una equivalencia universal. La ola nacional de “antiantioqueñismo” debería tomar nota de cómo operan los organismos sólidamente constituidos: mientras más los atacan, más se inmunizan. ¿Quiere esto decir que no hay escapatoria? ¿Que cualquier antioqueño está condenado a vivir en los límites de una mentalidad que simultáneamente agobia y amortigua las penas? ¿Cómo escapar a la trampa de aportar alimento –y salud– a un organismo que se quiere destruir o extenuar?

¿O si más que pensar a la enemiga (y de esta forma reivindicar por oposición lo que se rechaza) se tratara ahora de fundar las bases de un arte y un pensamiento otro, que establezca nuevos lugares de solidaridad o empatía, y también, por qué no, posibilidades más abiertas de odio y de desprecio? Tal vez las nuevas generaciones de artistas ya inventan esos nuevos caminos negándose a entrar en el binarismo de aceptación/oposición. Pero incluso un discreto e inmenso escritor mayor como Ricardo Cano Gaviria, quien nació en Medellín en 1946 y vive en Europa desde 1970, es modelo de una forma de gestionar su relación con las raíces. Cano Gaviria ha escrito una obra desvinculada –aparentemente– de su origen y resuelta a fundar, por elección propia, otra constelación literaria, una patria sustituta que pasa en su caso por la literatura francesa, y también por el universal tema del exilio. Pero el exilio al que muchas veces ha dado expresión la literatura de Cano Gaviria no está atravesado por la evocación sentimental de las vegas de la infancia, ancladas a un paisaje particular: es el exilio in extenso que prefigura un personaje tan trágico como Benjamin, a cuyos últimos días el escritor le dedica su novela El pasajero Walter Benjamin. Es la pérdida de la patria o de cualquier posibilidad de arraigo como una condición ontológica y metafísica que rebasa el anecdotario, sin embargo entrañable, de la novelita familiar o de la parábola del retorno a la granja de la infancia; una nostalgia respetable como pathos psicológico, pero potencialmente nefasta como móvil de prácticas políticas e ideológicas.

*Periodista y crítico de cine de Arcadia

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