FICCI 2018
'Queer' es el nuevo punk
Seis películas del Festival Internacional de Cine de Cartagena muestran la identidad sexual como algo móvil y periférico. La insurgencia hoy es saberse híbrido y eso lo saben bien quienes quieren hacer pasar un mensaje: los seres humanos no somos uno, somos varios a la vez.
Raulito, esa naturaleza mutante de Cachafaz, una de las últimas obras del dramaturgo y autor argentino Copi, declara casi al final de la pieza que él y su compañero Cachafaz serán “monstruos monstruosos / mucho más humanos que osos / y aquí se muestra el disfraz: / Raulito y el Cachafaz, / el colmo ‘e lo repelente’”. No se conforma Raulito con ser un monstruo, sino que potencia esa cualidad: su monstruosidad será doble y alcanzará lo repelente; será, además, más humana que lo natural, será sobrehumana.
Raulito es un monstruo porque se desprende de las formas comunes que definen qué es un sujeto, y en lugar de rechazar esa denominación externa, la asume y con ello se desliga del sistema de clasificación. Él se queda en lo monstruoso y con ello produce repulsión como una acción afirmativa de su identidad.
Eso mismo ocurre con las películas del FICCI que apelan el tema de la diversidad sexual, que serán exhibidas en distintas categorías. Se trata de seis películas brasileñas que construyen, desde esa territorialidad, un discurso que se proyecta como un punto de fuga en el contexto y el momento que atraviesa su país.
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Tales películas pueden considerarse monstruosas desde dos perspectivas distintas: por un lado, su construcción formal no es convencional, pues todas se desvían de una narración lineal clásica; por el otro, los personajes que aparecen son todos sujetos que no casan con lo que consideramos “normal”, categoría que usualmente establece una identificación inmediata. Estas son, por lo tanto, películas doblemente monstruosas; o películas que asumen una doble monstruosidad, una doble rareza para, con ella, afirmarse y ofrecer nuevas perspectivas de realidades que producen repulsión o sentimientos de extrañeza.
Por otra parte, estas cintas convocan la posibilidad de nuevas formas de comunidad que constantemente son rechazadas y neutralizadas, como lo muestra el largometraje Bixa Travesty, dirigido por Claudia Priscilla y Kiko Goifman, en el que el personaje de Linn da Quebrada aparece en constante mutación. Esa condición le permite crear alianzas constantes con otros marginados y con sus naturalezas, y desde ahí generar nuevas formas de relación y de experiencias. Parecería como si desde el discurso tradicional no conviniera que todas las marginalidades se reconozcan como comunes y construyan, a partir de esa comunidad, sus formas de resistencia. Lo tradicional es un modo de división que crea sujetos individuales en casi una absoluta soledad, imposibilitados para comunicarse y tener contacto con el otro.
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Pero las posibilidades de contacto entre naturalezas que se descubren en Bixa Travesty también aparecen en el corto Estamos todos aquí, de Rafael Mellim y Chico Santos, pues una chica trans que ha sido expulsada de su casa empieza a construir un nuevo espacio, al descubrir que sus vecinos y compañeros también son objeto de un rechazo que no es producto de su elección sexual (de identidad o de orientación), sino de su clase social. Rosa Luz, la protagonista del corto, reconoce en la discriminación un punto de contacto entre todos aquellos que están en ese lugar. El estar ahí, la espacialidad misma, el lugar en el que los cuerpos se encuentran, se convierte entonces en el generador de un movimiento que da lugar a una comunidad. Y, en esa comunidad, la monstruosidad se potencia.
En estas películas encontramos entonces un llamado a un reconocimiento diverso, surgido de la misma materialidad, instantaneidad y espacialidad del acontecimiento del rechazo. Si efectivamente un centro ha desplazado a un grupo de sujetos a una periferia precaria, conduciéndolo al borde de la desaparición, en esa precariedad hay que encontrar formas de comunicación para que explote la acción colectiva. Estos filmes convocan a la experiencia activa de los sujetos marginados. No se trata de una convocatoria panfletaria, sino de una declaración que afirma una posición combativa.
Eso es lo que parecen decir Linn da Quebrada y Rosa Luz en su discurso inicial. Ambas, en cada uno de los filmes, aparecen frente a la cámara exponiendo su situación y afirmando su intención de luchar. Linn da Quebrada dice: “Nosotras podemos aprender. Nosotras vamos a invadir esos espacios [los del poder masculino]. Vamos a aprender sus técnicas y vamos a mejorarlas. Vamos a actualizarlas y a utilizarlas entre nosotras. Vamos a crear una red de apoyo entre nosotras. Vamos a aprender cómo pelear. Vamos a levantarnos en armas. Vamos a tomar nuestros cuerpos como armas. Y entonces, en ese momento, este juego se va a ir contra ustedes [los hombres]. Y no voy a querer estar en sus zapatos”.
Rosa Luz le dice algo similar al espectador: “Mi nombre es Rosa Luz y ayer mi personaje fue expulsado de casa. […]. Mi nombre es Rosa, no es Lucas. Es Rosa”. Con ello afirma su posibilidad de nombrarse. Esa misma capacidad, sin embargo, fue lo que generó la expulsión, y por ello también la obliga a construirse un espacio propio en los manglares, en los que no se sabe si podrá vivir.
Son multitudes las que aparecen en estas películas. La multitud no tiene un propósito a priori, es más bien la reunión de potencias que en cualquier momento pueden pasar a la acción, como puede verse en el corto Vando Vulgo Vedita, de Leonardo Mouramateus y Andréia Pires.
La extrañeza de este grupo de películas también está en lo formal. Las experiencias que presentan estos filmes no son las de la normalidad, y por lo tanto de alguna manera exigen una forma propia, un desorden expresivo y potente que invite a la diferenciación y, al mismo tiempo, al reconocimiento. Podrían compararse con lo que pasó con el movimiento punk en los años setenta del siglo pasado: un descontento juvenil generalizado resultó en una forma musical estruendosa y expresiva que se oponía, agresivamente, a una conciliación y a una búsqueda de armonía. Los punk propusieron el ruido y el desorden como formas válidas de estar en el mundo, es decir, como una política.
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Esta conexión entre el punk, en el momento en que surgió, y las películas queer que hacen parte de la programación del FICCI no es casual: ese paralelismo permite, más bien, recuperar el elemento combativo y provocador del punk para pensar lo queer, incluso desde el punto de vista de su probable inclusión y normalización en un futuro no muy lejano. Y es que, aunque con estas formas expresivas se están proponiendo formas distintas y contundentes de estar en el mundo, las experiencias narradas no son necesariamente nuevas, y podrían pronto ser absorbidas por un centro que tiende a normalizar lo nuevo, lo raro, lo “anormal”.
Sin embargo, estas películas queer intentan, en principio, recuperar el lugar que el punk supo ocupar en su momento: un lugar en el que lo que se busca producir no son categorías estables de identificación o de descripción, sino formas de vida siempre en mutación, híbridas y de transformación por y en el otro.
Una de las primeras imágenes de la película El susurro del jaguar, de Simon (è) Paetau y Thais Guisasola, es una invitación a la mezcla entre reinos naturales y especies. Un hombre que se combina con un maíz enfrenta al espectador a esa naturaleza monstruosa que va a desarrollarse a lo largo de todo el filme y del viaje que hace la protagonista (un viaje que, como todos, no solo es un recorrido espacial sino un aprendizaje). La búsqueda de la protagonista de un lugar para dejar las cenizas de su hermano se convierte en la búsqueda de un espacio habitable, y donde pueda reconocerse una carga compartida con otros. La película experimenta con la forma y con el reencuentro con un “yo”, que busca insistentemente sostenerse, pero que constantemente se pega a otros, se mezcla y diluye en ellos.
De maneras como esa, lo queer se reconoce en la selección que nos ocupa como una forma de hacerse monstruoso y de potenciar esa monstruosidad. Esa selección permite, además, poner en cuestión las clasificaciones genéricas del discurso cinematográfico. A pesar de apelar con insistencia al discurso documental, las películas se saben fuente de ficción. Y por encima de ello, está una ficción más poderosa: la ficción del género, del sujeto, de su identidad, que no se deshace solo porque decida no participar del género narrativo clásico y convencional de la ficción.
De eso parecen ser conscientes los realizadores de estas películas. Saben también que cuentan una historia que está mediada por un ojo que fragmenta o que muestra fragmentos. Por eso, se busca construir a partir de esas piezas con la intención de demostrar que no existe una imagen completa y total, sino que somos restos, pedazos, partes integradas sin una imagen única o definitiva, siempre en construcción. Y en esa fragmentariedad aparece como protagonista el cuerpo, atravesado por toda una historia de definiciones con la que se intenta dar cuenta de este. El cuerpo es mutilado, exhibido, se enferma, se golpea, se goza con él; el cuerpo es el protagonista de estas historias y, al mismo tiempo, es lo más misterioso, porque nunca es el mismo.
Cuando a inicios de los años noventa se configuró la teoría queer, apareció un libro de Judith Butler, El género en disputa, en el que la teórica norteamericana lanzó la idea de que el género es el producto de un performance, de la realización de una serie de rituales que aseguran la pertenencia a una categoría. Esa teoría, que hoy parece convencional, reaparece con fuerza en estas películas. Su misma forma, que transita entre lo documental y la ficción, apela a esa performatividad, pero ya no es una denuncia: es la oportunidad de construir nuevas naturalezas cinematográficas.
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Aparece entonces una constante en todas las películas y es la manera de comprender estas formas de vida, las subjetividades, las comunidades, las agrupaciones: es posible pensar en un sujeto mutante que se conforma de distintas naturalezas y que no deja de transformarse. Dejemos de lado la idea de la sustancia completa, total, permanente, única. Lo uno, esa pretensión clásica y cerrada, que no configura las nuevas naturalezas. El sujeto ya no es uno, ni tiende hacia lo uno, sino que es la experiencia de varias acciones y acontecimientos y, por lo tanto, nunca se detiene ni permanece. De la misma manera, una trans no se transforma en el género al que desea pertenecer: una trans combina naturalezas, y entonces no es “una” sino “varios”. Tal vez de esta forma podríamos dejar de pensar que una nueva experiencia es la eliminación de la anterior. Tal vez de esta forma entenderíamos que no somos individualidades fijas o fijadas en nuestras decisiones e identidades, sino que estamos dispuestos a formar mundos, y también a destruirlos.
* Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional. Maestro en Cine de la UBA.