CRÍTICA DE CINE

Cuatro películas colombianas a las que deberíamos volver, por Pedro Adrián Zuluaga

“Las cuatro obras cinematográficas sobre las que quiero llamar la atención son de escaso acceso por distintas razones”.

Pedro Adrián Zuluaga
29 de mayo de 2019
“Las cuatro obras cinematográficas sobre las que quiero llamar la atención son de escaso acceso por distintas razones”.

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En la reciente FILBO, algunas reediciones de libros colombianos (entre ellas la de Un beso de Dick, de Fernando Molano) tuvieron un lugar protagónico en la atención de los lectores. Esto sirvió para constatar algo muy característico de la producción cultural: la asincronía muy frecuente entre circulación y valor estético. Múltiples razones inciden para que una obra, incluso si es significativa dentro de la producción artística de una época, no circule adecuadamente. Si bien los casos de esta insuficiente visibilidad son más conocidos dentro de la escena literaria, ocurren también en otros campos artísticos. El cine colombiano, por ejemplo, tiene casos dignos de considerar.

Las cuatro obras cinematográficas sobre las que quiero llamar la atención son de escaso acceso por razones distintas. La dificultad de llegar a ellas impide que se ubiquen de manera justa en la tradición, ya de por sí escasa, de nuestro cine, y que desplieguen su influencia –que también puede ser un consciente rechazo– en los creadores que trabajaron después de su momento de producción. El primer caso es el de La langosta azul (1954), una obra experimental del ahora denominado Grupo de Barranquilla, rodada de espaldas a la tradición de solemnidad imperante en el cine colombiano de las primeras décadas del siglo XX. Si bien La langosta es un mito, en parte por la presencia en el equipo del nobel García Márquez, ha llegado a serlo por razones muy confusas. Un supuesto legado surrealista inscrito en este cortometraje se ha magnificado, lo que no deja ver su aspecto más claro de reportaje y crónica. Más neorrealista que surrealista, La langosta azul estuvo desligada de los espectadores hasta que una maleta de Mincultura la recuperó y algunos festivales del país la reprogramaron.

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Este caso, como el de la obra documental de Gabriela Samper (realizada en las décadas de los sesenta y setenta), ilustra un problema repetitivo, que tiene que ver con el manejo familiar de los legados artísticos. Durante años, las herederas de La langosta azul y de la pionera cineasta bogotana (me refiero concretamente a Tita Cepeda de Samudio y a Mady Samper, respectivamente) han dificultado la circulación de estas películas, y antepuesto intereses personales al beneficio que hubiese significado unos criterios de acceso público a las obras de mayor generosidad, aun protegiendo su valor económico o patrimonial.

Un tercer ejemplo es Pepos (1983), de Jorge Aldana, que también ha adquirido un aura de leyenda entre los especialistas del cine colombiano. Este filme, con todo su pathos de manifiesto contracultural, es imposible de ver porque el propio director ha permitido exhibirlo en muy contadas ocasiones, y también por un sistema de distribución local que raras veces propicia las condiciones que Aldana considera dignas.

Un último caso, que en los próximos meses puede tener un final feliz, cuando se lance una colección de cine colombiano producida por Proimágenes Colombia y la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, es el de los primeros cortometrajes del cineasta antioqueño Víctor Gaviria; trabajos producidos desde finales de la década de los setenta que permiten ver el desarrollo y evolución de la sensibilidad artística de Gaviria. Son pequeños poemas en movimiento (foto) que vuelven perceptibles las preguntas éticas y estéticas centrales del director, que siempre tienen que ver con una restitución justa de las vidas de personajes negados. Una vida humillada que el cine no cambia, pero hace posible que se vea de otra manera.

El reclamo por estos títulos no obedece a una cinefilia o a la caza de rarezas; es por la posibilidad de que las películas se conozcan y fructifiquen en nuevas películas. Una obra no es valiosa porque se parezca a otra (como dicta el credo del contenido en la industria cultural y la economía naranja), sino por esa energía individual en su concepción que la aparta del resto y funda una nueva sensibilidad.

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