ENTRE LA MUSEIFICACIÓN Y LA CARNE

Blanqueando la historia de Débora Arango

La pintora paisa, denostada por el establecimiento colombiano durante muchos años, parece conseguir un lugar en la memoria oficial, a pesar de que eso significa, incluso, que sus más revolucionarias obras sean hoy cubiertas por textos costumbristas y hasta religiosos. ¿Qué está pasando con su memoria?

Sol Astrid Giraldo E.* Medellín
24 de marzo de 2017
Arango en 2001. Crédito: Santiago Ochoa / Semana.

El nuevo billete de 2.000 pesos muestra a una mujer sonriente, que posa recatadamente. Retrato plácido que, sin embargo, esconde un terremoto. La señorita que hoy aparece allí tan inofensiva ha removido, una y otra vez, el orden de la oficialidad colombiana, con herejías como, precisamente, inmiscuirse en un billete donde todavía en 2016, fecha de su expedición, solo militares y hombres adustos siguen siendo usualmente admitidos.

Un homenaje merecido, sin duda, a la pintora antioqueña Débora Arango (1907-2005). Como lo ha sido la sala del Museo de Arte Moderno de Medellín, donde por fin puede verse gran parte de su obra en una exposición permanente. También habla de su inserción en la historia la donación de su archivo personal a la Sala Patrimonial de la Universidad EAFIT y el proyecto de convertir Casablanca, su lugar de domicilio, en un nuevo museo. Elementos que llevan a pensar que el relato oficial paisa ha acogido por fin a la díscola oveja. En la Esquina de las Mujeres, del Jardín Botánico de Medellín, por ejemplo, se instaló, al lado de cacicas, monjas, mineras y escritoras, un busto en el que la artista aparece más arrugada que la imagen del billete, para algunos, como la periodista Ana Cristina Restrepo, demasiado lozana y negadora de su vejez. A esto se suma también la emisión de una estampilla.

Pero quizás el memorial más diciente de los gélidos vientos que ahora soplan es el monumento que se le ha hecho en la biblioteca que lleva su nombre en Envigado. Allí, su venenoso cuadro Las monjas y el cardenal, que encierra uno de sus habituales comentarios mordaces al estamento eclesiástico, las jerarquías de género y la soterrada tensión sexual de la época, ha devenido una costumbrista danza de sílfides encapuchadas. Dice la placa que acompaña la monumental escultura: “Castas jóvenes entregadas a la vida monástica y en contemplación del cautivo cardenal surgen del pincel de Débora Arango…”. Interpretación en total contravía de la feroz lectura del cuerpo femenino de la artista, y que señala el intento de blanquear su todavía incómoda memoria.

Hay ciertas maneras de mirar hacia atrás que solo producen estatuas de sal. Pegamos un cuadro en la pared para no verlo más, dice Georges Perec. Le erigimos una estatua al héroe hasta volverlo invisible, apunta Richard Sennett. Así esta onda de monumentalización deja algunas preguntas: ¿quizás con Débora se ha pasado de la incomprensión y el ataque de las décadas de los cuarenta y cincuenta, al olvido y al ostracismo de los sesenta y setenta, hasta llegar al boom de los ochenta, como antesala al cansancio y a la petrificación de su obra en la actualidad? Es que después del frenesí de su redescubrimiento mediático, del exceso de premios, medallas y entrevistas sentimentales en la televisión, de la reiteración de sus imágenes en cualquier informe sobre la violencia, parecen ahora demasiado vistas, como si ya nos lo hubieran dicho todo. En el pasado fueron incómodas, en el presente ya nos parecen del pasado. ¿Dónde quedó entretanto Débora?

Capítulo aparte lo merece el tema de sus desnudos, que fue lo que realmente les resultó intolerable a sus contemporáneos, incluso mucho más que los descarnados comentarios políticos sobre sus tiempos. Nuestra generación, sin embargo, los ve como un escándalo divertido: la pintora de la Violencia también hizo unos desnudos feos en unos tiempos mojigatos. Con estas apreciaciones se exorciza y se da por concluido el asunto. Sin embargo, habría que preguntarse si realmente se ha superado el tabú de la mirada de la mujer sobre su propio cuerpo, de la fabricación de su autoimagen. Algunas trompetas mediáticas parecen decirnos lo contrario.

Madona del silencio de Débora Arango (circa 1944). Óleo sobre lienzo.

En mayo de 2014, en el Museo de Orsay de París, una artista luxemburguesa de nombre aristocrático (Deborah de Robertis) se vistió de dorado y embistió siglos de la mirada patriarcal del arte. Con su cabello recogido y los pies descalzos se sentó con las piernas abiertas y sin ropa interior debajo del famoso cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet. Esta pintura de 1886, en la que en primer plano se ven los órganos sexuales de una mujer, ha estado allí desde 1995. Los turistas le toman fotos, los críticos la analizan sesudamente, el personal del aseo barre debajo, y ya no parecía producir ningún escozor en esta época pornógrafa. Sin embargo, bastó que la Deborah luxemburguesa se abriera allí con su pubis sin afeitar para que el mundo literalmente saltara: los turistas, las centinelas, los directores del museo, los barrenderos. Es que no se trataba ya de la representación pictórica y controlada de este órgano dudoso realizada por un ojo voyerista masculino, sino de una mujer de carne hueso, quien estaba presentando su labios vaginales ya no para seducir, sino para liberar a su cuerpo de la fragmentación y la fetichización.

Cuando se ve el registro de esta performance y las sobrerreacciones que provoca, no puede dejar de pensarse inmediatamente en ese otro pubis de los años cuarenta, pintado por la otra Débora, la envigadeña, extremadamente realista, y sin la textura de porcelana que tenía en los poéticos desnudos de Francisco A. Cano o Epifanio Garay. El que ella representó, al contrario, era prosaico, carnal, frondoso, sin miedo. El primero con vello púbico en nuestra tradición, como lo señala el investigador Santiago Londoño. No era para ser deseado, sino al contrario, deseaba. En este punto, tampoco se puede dejar de pensar en la osadía de esta pintura y todo a lo que ella se oponía en esas montañas ubérrimas, en esa Antioquia oscurantista, en ese país salvaje y convulso que soportaba mejor la sangre y los desmembramientos de los cuerpos que los fluidos cálidos y olorosos de la vida. Un argumento que sirvió para decretarle el ostracismo a la mujer que se atrevía a mirar su propio cuerpo sin pedirles prestados los lentes a los pintores masculinos que denigraban o idealizaban, pero siempre controlaban la corporalidad femenina.

Pero si esta solo hubiera sido una historia superada de los cuarenta, no habría sucedido también hace solo tres años otra expulsión del templo. Después de 70 años del sismo de nuestra Débora (ya habían pasado también las revoluciones feministas de Estados Unidos y Europa), otra artista colombiana, María Eugenia Trujillo, quien quiso usar sus ojos para mirar su propio cuerpo sin la mediación de la mirada masculina, casi es excomulgada. Su pecado: haber puesto aquella parte maldita, tan deseada como temida, en el centro de un copón donde debía ir el cuerpo de Cristo. Es decir, en el lugar simbólico de lo Universal se atrevió a colocar el cuerpo periférico y devaluado de la mujer. Más que un debate entre lo sagrado y lo profano, volvía a salir a flote en este episodio el hecho de que el cuerpo del hombre está en directa relación con el espíritu y la razón. El de la mujer no. Es demasiado carnal, jala para abajo, como lo ha señalado Simone de Beauvoir. La Virgen María se tapa, Cristo se desnuda. Trujillo casi debe salir con sus vaginas coronadas del templo de las clarisas donde solo se coronaban las cabezas de las monjas, y eso cuando estaban muertas. Después de un ir y venir de acusaciones y tribunales, por fin pudimos asistir al diálogo de estas partes femeninas desnudas con las otras partes cubiertas por siglos de dominaciones sobre vírgenes y santas. Esas a quienes se les ha acusado de ser demasiado cuerpo y han debido pagar por ello como las Úrsulas sin senos o las Lucías sin ojos o las laceradas Magdalenas.

Estos hechos dan la dimensión de la ruptura de Débora. En unos tiempos de sobreexposición del cuerpo de las mujeres en los medios de comunicación y de secularización de la imagen, es difícil entender lo que significó en su momento el apasionado foco de la artista sobre la corporalidad femenina, las negaciones históricas a las que se enfrentó y los poderes patriarcales y estéticos que desmontó. Con Débora, las mujeres se miraron por primera vez a sí mismas fuera de los esquemas y la estructura de poder del ojo patriarcal al que también se habían plegado otras pintoras que la precedieron, como Margarita Holguín (1875-1959) o contemporáneas como Jesusita Vallejo (1904-2003). Allí, ellas solo eran musas o ecos del cuerpo de la Virgen María.

Considerar este un escándalo anecdótico perteneciente a una sociedad naíf que habríamos superado minimiza el giro copernicano que realmente le dieron sus desnudos a la historia del cuerpo y de la mirada en la escena colombiana. Y la postura política que ellos también implicaron. Con este giro, las mujeres dejaron de ser miradas para mirar y mirarse, por primera vez. Es decir, se convirtieron en sujetos autónomos y testigos de sus propios cuerpos y de su mundo. Un forcejeo iconográfico que continúa, porque este cambio de perspectiva todavía debe lidiar con la imagen sexualizada de la publicidad y el control masculino de la mirada.

Darle a Débora su puesto en la actualidad tiene que implicar algo que va más allá de museos, billetes, estampillas y estatuas en la calle. Este lugar podría encontrarse, en cambio, en una lectura de su trabajo que la engarce con el sistema de imágenes que la precedió (siempre nos la muestran cayendo del cielo en paracaídas) y el que la ha sucedido. Observar cómo sus retos siguen vivos en los planteamientos de algunas artistas de nuestra época (no muchas, a decir verdad), quienes insisten en este cambio de eje de la mirada, todavía con muchas dificultades. Por ejemplo, buscar los puntos que la entroncan con la batalla que tuvo que dar en Cali la performer María Evelia Marmolejo en los setenta, afirmando su cuerpo como un arma política. O el foco inédito sobre el deseo femenino que logró encender con colores salvajes la pintora Flor María Bouhot en los ochenta. O la transgresora y provocadora libertad de una Nadia Granados en el 2000, dueña y señora de las simbolizaciones de su carne. Trabajos que nos recuerdan ese interdicto de “No te mirarás, no te nombrarás, no te darás forma” del sistema de imagen patriarcal al que Débora fue pionera en contravenir. Una batalla de imágenes que todavía no se ha terminado.

*Periodista cultural y curadora.

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