'Bolívar con bigotes azules' (2018). Jesús Briceño. Fotografía digital.

LA CRISIS EN VENEZUELA Y LAS ARTES VISUALES

Así han sobrevivido los artistas y curadores al derrumbe cultural de Venezuela

Octubre es el mes del arte en Bogotá, y ARCADIA quiso aprovechar esa coyuntura y la crisis y diáspora venezolanas para entrar a mirar cómo en ciertos contextos el arte resiste a presiones que van más allá del mercado y los espacios de exposición: a veces los artistas, los curadores, los museos y los espacios independientes luchan por la mera supervivencia. Una aproximación a cómo el sector se ha venido abajo en el país vecino, y a cómo eso nos corresponde y empieza a tocarnos.

William Martínez*
22 de octubre de 2018

El pasado 15 de agosto, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (MACC) inauguró Camarada Picasso, su exposición más visitada en el año. Ernesto Villegas, el ministro de Cultura, anunció con orgullo que por primera vez el “pueblo venezolano” podía disponer de una colección de 149 obras que durante años había permanecido en bóvedas. “Muy pocas veces había salido a la luz, a pesar de ser uno de los compendios más amplios de Picasso en América Latina”, reforzó un comunicado de prensa que replicaron medios chavistas, portales internacionales de arte y agencias de viajes. Pero esta exposición, ante todo, representaba para el ministro la oportunidad de “reivindicar el carácter militante del gran Pablo Picasso, porque la industria cultural ha tratado de convertirlo en un personaje pintoresco, desprovisto de pensamiento transformador, y él lo tenía”.

El ministro también anunció que la colección bibliográfica dedicada al pintor español, los 42 tomos que clasifican y repasan toda su obra, estaba a disposición de los venezolanos por primera vez, pues antes de ese miércoles de agosto solo los directores del museo tenían acceso a ella. El cierre de la velada sintetizó el espíritu bolivariano: “¡La creación humana no admite parcelas! Esa concepción extremadamente especialista hizo de nuestros museos espacios para élites ilustradas, encopetadas, llenas de muchos apellidos, pero vacías de gente en sus salas. ¡Nos hemos propuesto que el pueblo venezolano las haga suyas!”.

El ministro Villegas mintió. Por un lado, el museo exhibió su colección completa de obras originales del artista por lo menos en dos ocasiones antes de Camarada Picasso: en 1998, en una muestra dedicada a revisar el arte español producido en el siglo XX, y en 1999, en una retrospectiva del artista. De hecho, las obras han permanecido en bóvedas solo durante el gobierno de Nicolás Maduro, debido a que una filtración de agua en el techo de una de las salas amenazaba con arruinar la Suite Vollard, una serie de cien grabados de corte neoclásico producida entre 1930 y 1937 que no tiene par en la región. La colección bibliográfica, entretanto, estuvo al servicio de investigadores y curadores, no solo de directores. Lo dicen Carolina Arnal, una de las referentes contemporáneas del diseño gráfico venezolano; y María Luz Cárdenas, directora del departamento de investigación y curaduría del museo durante 24 años, de 1977 a 2001.

Pero lo que verdaderamente ha causado ampolla en el sector artístico venezolano es la connotación ideológica de la exposición. “Titular Camarada Picasso a este remontaje desangelado es condicionar una lectura que resisten pocas obras de Picasso, la correspondiente a su militancia en el Partido Comunista Francés, donde no se le recuerda especialmente por nada”, opina el historiador del arte Roldán Esteva-Grillet. “Las 149 obras recorren los problemas plásticos fundamentales del pintor. La destrucción del rostro humano para multiplicarlo en miles de facciones. La deconstrucción del cuerpo para hacerlo carnal, mestizo, sucio, descompuesto. Aunque la colección incluye algunas planchas antifranquistas y los bocetos del Guernica, Picasso no fue un autor de corte político”, dice María Luz Cárdenas, exdirectora del museo. “El régimen actual efectuó dos grandes operaciones: puso un título con sesgo ideológico y convirtió en vocero al ministro de Cultura, no al curador. El poder quiere que las obras de Picasso digan lo que para ellos significa Picasso”, considera el crítico de arte Félix Suazo.

Pero para Franklin Perozo, curador de Camarada Picasso, la historia del arte se ha preocupado especialmente por entender al Picasso cubista, surrealista, grabador, y poco ha considerado su interpretación política de la realidad. Como tampoco su compromiso militante al donar, por ejemplo, miles de francos a la causa de La República para sostener comedores infantiles en Madrid y Barcelona. Sin embargo, Perozo reconoce que hubo errores en la difusión de la muestra: “Decir que Picasso es comunista es quizá reducirlo. Siento que un aspecto negativo de la exposición fue su título. Ante los ojos de cualquier visitante, podría verse como una interpretación de su obra meramente partidista, y la intención no es que la gente salga con el puño levantado (…). Quizás el ministro quería exacerbar el compromiso de Picasso con el Partido Comunista, como conocedor de los medios de comunicación para generar impacto. Creo que ese fue un objetivo más político que del investigador de arte”.

El problema es que nadie escuchó al investigador de arte. El problema, también, es que esa colección está exhibida a punta de ventiladores portátiles y con las puertas abiertas, porque el sistema de aire acondicionado del museo está averiado en una ciudad que oscila entre los 25 y los 32 grados de temperatura y en una zona densamente húmeda, pues está atravesada por el río Anauco. Esa es la situación del MACC, símbolo de la modernidad institucional venezolana en los años ochenta y noventa, y es la situación general de los museos en el país.

Hoy en día, los museos venezolanos son incapaces de elegir por cuenta propia qué exposiciones realizar. Son instituciones con bajo presupuesto, que hacen proselitismo recurriendo una y otra vez a colecciones atesoradas en tiempos pasados. Son lugares que han ido perdiendo su personal capacitado por jubilación, por la fuga a las galerías privadas y por el éxodo masivo. Ya no editan catálogos, ya no investigan su arte y se despidieron del circuito internacional hace años. Ya no tienen la capacidad de ofrecer una exposición panorámica del arte venezolano de las últimas dos décadas.

Y si eso pasó en las ciudades capitales, en donde también desaparecieron la mayoría de salones anuales para jóvenes artistas, en las regiones se extinguieron las bienales, únicos puentes para los artistas de Mérida, Barquisimeto y Los Llanos que aspiraban entrar en la escena artística nacional. Eso dice Félix Suazo, autor de uno de los pocos libros que se han escrito sobre el impacto del chavismo en el sector, Panorámica: arte emergente en Venezuela 2000/2012 (2014). Pero, ¿cómo sucedió ese hundimiento?

Bandera roja deshilachada (2013-2015). Juan José Olavarria.

El vigor de Caracas

En los años setenta, mientras las dictaduras militares acorralaban a buena parte de América Latina, Venezuela vivía una democracia más o menos estable. Con la bonanza petrolera, el Estado creó nuevos museos de arte, tanto en Caracas como en el interior del país, cuyas colecciones y exposiciones, al menos algunas de ellas, se convirtieron en referentes para la región. El MACC, por ejemplo, creció sobre un modelo que no existía en el país. Con habilidades de mercader, Sofía Ímber, su fundadora y directora, jugó a dos bandas con la clase política venezolana y la empresa privada para lograr adquirir cerca de 4500 obras en cuestión de un cuarto de siglo (1974-2001), y así articuló una colección relevante para entender las conexiones entre el arte europeo de vanguardia (Picasso, Matisse, Moore, Tàpies, Duchamp) y el latinoamericano (Soto, Cruz-Diez, Botero, Agustín Cárdenas).

En los años ochenta, casi todas las grandes ciudades contaban con bienales o salones anuales donde los artistas jóvenes podían disputarse la atención de la crítica y del público. También fue inaugurado el Teresa Carreño, un complejo teatral que exhibía obras representativas del arte moderno venezolano y que pasó de ser una importante tarima para conciertos (la segunda más grande de Sudamérica) a una plaza de actos políticos.

Pero quizás el hecho más revelador de esa década, que puede haber sido la cumbre del atractivo artístico venezolano, fue la irrupción vigorosa de Caracas en el circuito de las grandes exposiciones internacionales. En noviembre de 1980, el MACC expuso, por primera vez en América Latina, obras de los principales pintores surrealistas que provenían del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Centro Pompidou de París y la Tate Modern de Londres; en marzo de 1983 presentó 250 obras del escultor británico Henry Moore; y en noviembre de 1986 inauguró la primera Sala Picasso de la región.

En los años noventa, todos los museos adquirieron el carácter de fundaciones del Estado, lo que les permitía recibir fondos adicionales para su programación, que planeaban autónomamente. A pesar de la recesión económica que vivió el país a mediados de los ochenta, el mercado artístico seguía apoyando de manera moderada pero sostenida a los artistas y museos, los cuales retomaron al poco tiempo sus políticas de adquisición. Pero a partir de 1999, con el chavismo al mando, los museos se han venido convirtiendo en mausoleos, tumbas del arte, como los define Roldán Esteva-Grillet, quien fustigó las políticas culturales del chavismo en el diario Tal Cual durante una década, de 2004 a 2014.

El 29 de enero de 2001, el chavismo tomó su primera medida drástica. A través de su programa de televisión “Aló Presidente”, Hugo Chávez destituyó a Sofía Ímber, directora del MACC, y a los directores de los principales museos, teatros, editoriales e instituciones de cine y de danza estatales alegando que “no estaban sintonizados con el proceso”. Según Carlos Palacios, quien coordinaba a mediados de los años noventa la programación del extinto Museo Jacobo Borges, una de las instituciones más comprometidas con los sectores populares del occidente de Caracas, el despido masivo de personal se debió a una búsqueda por tumbar el pasado y refundar el país. “Sofía encarnaba una gestión exitosa basada en los lazos que tejió con el estamento político de la época. Chávez no podía entender que una figura liderara la cultura. La cultura, para él, era un problema del pueblo, y el pueblo no podía ser encarnado por íconos”.

Con la idea de demoler el muro que separaba a las bellas artes de la ciudadanía, el 22 de noviembre de 2003, Francisco Sesto, entonces viceministro de Cultura, comandó el desarrollo de la Primera Megaexposición de Arte Venezolano del siglo XX, un evento que tuvo lugar en 66 instituciones culturales del país e incluyó las colecciones íntegras de los museos (cerca de tres mil obras). El proyecto tuvo tres efectos: un amplio equipo curatorial estudió y documentó obras relegadas al olvido; el diseño gráfico, el diseño inmobiliario y el arte popular compartieron un lugar con las bellas artes; y se articuló un discurso terrenal para quienes se acercaban por primera vez a un espacio artístico.

Por el contrario, la Segunda Megaexposición, realizada a mediados de 2005 en homenaje al ícono del cinetismo Jesús Soto, representó el divorcio irreparable entre una bandada de curadores y el gobierno. La idea era que cualquier persona –un dibujante de domingo, un veterano que nunca expuso en los museos o un estudiante de colegio– creara una pieza para presentarla en los museos, y de esa manera compartiera los muros con los artistas canónicos. No había guion ni discurso curatorial: el fin era hacerlos partícipes de la historia del arte nacional. Todas las piezas que llegaron, cerca de seis mil, tapizaron las paredes. Los curadores fueron los asistentes técnicos de Sesto, entonces posicionado como ministro de Cultura.

Para Palacios, coordinador del extinto Museo Jacobo Borges, esa es la alegoría de las políticas chavistas: proclamar el trabajo colectivo para que al final una figura, un ministro, tome decisiones por todos. Cuando ARCADIA buscó a Sesto para conocer su versión de los hechos, respondió lo siguiente por correo electrónico: “¿La entrevista es tipo cuestionario, por escrito? Lo prefiero así por la posibilidad de precisar la opinión sin interpretaciones. ¿Va acompañada de entrevistas a otros venezolanos y venezolanas? No me gustaría tanto, para no entrar en controversias o contrastes”.

Rolando Carmona, un curador exiliado en París, que en ese momento estuvo encargado de coordinar la recolección de piezas en Miranda, un estado con una activa producción artística ubicado al borde de Caracas, aporta algo más a la discusión: “Participaron muchos pintores que nunca expusieron fuera de sus pueblos; maestros que incluso ameritan entrar a la historia artística. También dibujantes aficionados. Para ellos, llegar a los museos fue reivindicatorio, pues se sentían por primera vez valorados. Con un mínimo de curaduría, una visión antropológica para tratar esas piezas como objetos culturales y no como obras de arte, hubiese sido un proyecto interesante para entender la memoria estética de las regiones. Pero lamentablemente ellos no querían eso. Fue una jugada política y populista. Sin embargo, ahora que lo pienso, en ese momento era necesario crear modelos museológicos más experimentales; era necesario que saliéramos de los cinco o seis burgueses que manejaban el arte en Venezuela y, aunque el chavismo lo hizo de manera burda, quizás fue necesario como proceso de purga. No estábamos lo suficientemente maduros para entenderlo”.

El 29 de junio de 2005, el gobierno liquidó el Concejo Nacional de la Cultura (CONAC) y decretó la creación de la Fundación de Museos Nacionales. Con esta acción, los museos y los espacios públicos culturales perdieron su autonomía administrativa. Esto quiere decir que desde entonces ningún museo venezolano puede disponer por decisión propia de sus colecciones (lo que define su identidad) y tampoco puede decidir qué exposiciones realiza. También empujó a una situación cotidiana que quebró la paciencia de las fuentes que consultó esta revista: pedir un cambio de equipos, o incluso papel higiénico, significa pasar por un proceso burocrático que demora meses. Cuando llega lo que se necesita, si es que llega, las necesidades son otras.

El 10 de marzo de 2006, todas las instituciones culturales del país perdieron sus emblemas originales y aparecieron con uno nuevo: el sello rojo de una comunidad indígena llamada panare, que está asentada en la Amazonía. Esa jugada simbólica borró de tajo un pedazo del diseño gráfico venezolano. Las imágenes creadas por Gerd Leufert, un diseñador alemán pionero del oficio en Venezuela, no identificaron más al Museo de Bellas Artes ni al Museo Alejandro Otero, como tampoco lo harían los trabajos de sus sucesores (Álvaro Sotillo, Waleska Belisario, entre otros).

¿Qué significa eliminar la personalidad de una institución? Según Carolina Arnal, una diseñadora que lleva más de dos décadas trabajando en la imagen corporativa y en la producción editorial de la escena cultural venezolana, “utilizar un sello indígena como emblema único, antes que un acto de justicia con los pueblos originarios, es una especie de etnoracismo. El pueblo venezolano es mestizo, no solo descendiente de indígenas. Yo entiendo que el patrimonio indígena debe ser valorado y expuesto, pero tú no puedes pretender que un sello étnico acabe con la universalidad que debe representar la imagen gráfica de una institución”.

En 2006, el gobierno venezolano obligó a las instituciones culturales a que prescindieran de sus emblemas y a que adoptaran todas la misma imagen: el sello rojo de la comunidad indígena panare. Arriba, los logos originales y la imagen uniforme impuesta por el gobierno. Abajo, unas piezas de Gabriela Fontanillas que critican esa medida. 

¿Una defensa del arte popular?

Y si el gobierno bolivariano les declaró la guerra a las bellas artes, y si su bandera de lucha ha sido el arte popular, podría inferirse que los artistas populares hoy tienen más oportunidades que hace dos décadas. Pero todo parece indicar que no.

En 2006, el gobierno fundó el Museo Nacional de Arte Popular a partir de una colección adquirida, antes de iniciar el chavismo, al fotógrafo e investigador chileno-venezolano Mariano Díaz sobre diferentes expresiones artesanales de las regiones. Hoy ese museo no cuenta con sede propia y está ubicado en el sótano de la Galería de Arte Nacional, sin espacio para exposiciones y “con una concurrencia pobrísima”, asegura el historiador Esteva-Grillet.

Para los artistas tampoco parece haber un apoyo decidido. Una de las pocas reconocidas por el chavismo, Elsa Morales, quien fue premio nacional de Cultura Popular y recibió un sinnúmero de distinciones municipales, nunca expuso en un museo nacional con su respectivo catálogo. Antes de morir, cuenta Esteva-Grillet, la única sala que consiguió para presentar sus obras fue una marginal, la Casa del Artista, que fue montada por personajes de la radio y la televisión venezolanas.

Un caso más reciente, que encarna la situación de muchos, es el del fotoperiodista Esso Álvarez, de provincia y abiertamente socialista, quien realizó en 2017 una exposición retrospectiva de sus 33 años de carrera en la Galería de Arte Nacional, museo que cumplió con prestarle el espacio. Él mismo reconoció que la reproducción de sus obras en papel, la museografía, la edición y el diseño del catálogo, e incluso el conjunto musical y el brindis que ofreció para la inauguración, salieron de su bolsillo.

Félix Suazo me dice, además, que hace décadas Venezuela dejó de problematizar el concepto de arte popular. A partir de los años cincuenta, con el ingreso de Bárbaro Rivas a los museos, el arte del siglo XX nacido fuera de la academia comenzó a ser estudiado y difundido con cierto despliegue. Se escribieron libros sobre autores autodidactas como Francisco Da Antonio y Antonio José Fernández, y se crearon el Salón de Arte Popular Salvador Valero y el Salón de Arte Popular Carlos Rivas, espacios hoy desaparecidos. Lo que ocurrió a partir de 1999, con la subida de Chávez, dice Suazo, es que el arte popular se convirtió en consigna política y no en objeto de estudio. “Esa laxa idea de pueblo que maneja el régimen ha producido un problema. El arte popular no es solo, como ellos dicen, arte periférico hecho con recursos precarios o colectivos de muralistas y grafiteros. El arte popular es el esténcil, las intervenciones no reguladas en espacios arquitectónicos, los letreros. Los últimos gobiernos no han pensado que lo popular se teje en distintos ámbitos”.

Rolando Carmona, el curador que ha desarrollado buena parte de su trabajo en las provincias venezolanas, coincide con Suazo: “En los últimos veinte años, el oficialismo no ha logrado entender la pluralidad creativa de las clases populares. Ningún proyecto le ha apostado realmente a descolonizar nuestros imaginarios ni a reescribir la historia a favor de estéticas marginales. Ningún museo nacional ha desarrollado una muestra sobre arte popular o sobre la relación de la cultura popular con la creación contemporánea. Y ese es justamente su principal error: los gestores culturales más rojitos no han superado la idea del panfleto”.

De hecho, desde que llegó al poder en 2013, una de las estrategias más populares de Nicolás Maduro –quien no ha hecho otra cosa que perpetuar las políticas chavistas– tiene que ver precisamente con invertir en murales callejeros, pagados por metro cuadrado, que exaltan su lucha contra las élites, y hacer que ciertos grupos de muralistas y grafiteros sean la imagen del arte venezolano contemporáneo en el exterior.

Las galerías como refugio

En la mañana del 25 de diciembre de 2017, Érika Ordosgoitti llegó al centro de Caracas. En una calle, ubicada al respaldo de la estación Teatros del metro, había unos contenedores de basura que en el último año se convirtieron en comedores comunitarios del sector. La gente esperaba que los restaurantes sacaran las bolsas para lanzarse encima de ellas. La gente pedía una porción de desperdicios en los camiones de basura. Ordosgoitti soltó un grito al espacio durante dos minutos. Un fotógrafo, mientras tanto, disparaba a mil. Dos patrulleros armados les apuntaron a ella y a su equipo de trabajo. Luego de explicarles que eran artistas, los dejaron ir. Tomaron sus datos y los dejaron ir.

Foto: Cortesía Érika Ordosgoitti

El cuerpo es el centro de la obra de Ordosgoitti, una de las referentes contemporáneas del performance venezolano, porque las armas le apuntan a este; porque el chavismo y el gobierno de Maduro “han sometido a los cuerpos a situaciones de esclavitud y necesitan liberarse”. Ella y otros artistas corporales que no superan los cuarenta años han asumido el riesgo como un mandato categórico. El honor de entregarse a la muerte, de jugar a la ruleta rusa irrumpiendo con desnudos en los monumentos apropiados por el chavismo, es su manera de encarar la mediocridad de la vida.

La artista me dice que las fotos de los contenedores de basura habían permanecido ocultas hasta hoy, y así permanece un caudal de obras disidentes por miedo a represalias. “Por un tuit te conviertes en prisionero político”. A pesar de eso, sus fotografías –encaramada en un león, símbolo de Caracas; posando junto al monumento de Simón Bolívar, símbolo del chavismo– circulan en espacios autogestionados y galerías privadas, la esperanza del sector artístico venezolano desde principios del milenio.

Ante el retroceso del patrocinio público a museos y la pérdida del apoyo privado (Christian Dior, Pirelli, Michelin, Exxon Mobil) a los salones de artistas jóvenes, el circuito se trasladó a las galerías, que experimentaron cierto auge en Caracas entre 2005 y 2010. Esto llevó a que las exposiciones más ambiciosas se desplazaran a los espacios privados.

Por citar un caso, el crítico Félix Suazo habla de Periférico Caracas, un centro de arte contemporáneo creado en diciembre de 2005: “Yo podría decir que todas las muestras que hizo Periférico Caracas, de 2005 a 2013, fueron memorables. En gran formato y con gran riesgo, expusieron desde Antoni Muntadas hasta Carlos Cruz-Diez. Los espacios tradicionales han caído y los privados han aumentado su público drásticamente. El Museo de Arte Contemporáneo de Caracas no recibe más de 10.000 visitantes al año, mientras que el Periférico, por ejemplo, moviliza cerca de 25.000 personas”.

En la orilla de los espacios autogestionados vale destacar a la Organización Nelson Garrido (ONG), cuyo eje fundamental es la fotografía. Desde 2002, forma a fotógrafos mediante talleres y una biblioteca pública con títulos especializados que es referente en el país. Al mismo tiempo, funge como caja de resonancia al ofrecer sus tres salas para la exhibición de trabajos de artistas que hacen o hicieron parte del espacio. Según varias fuentes, la ONG ha marcado la estética de toda una generación de artistas que no tienen lugar en los escenarios tradicionales. Por otro lado, como respuesta a la falta de publicaciones y exposiciones en museos, nació en 2006 Performancelogía, el primer archivo público sobre arte corporal venezolano y mundial.

Sin embargo, el historiador Esteva-Grillet dice que el impulso de las galerías como un movimiento colectivo de resistencia claudicó pronto porque la crisis económica terminó afectando al mercado artístico en su conjunto. Los coleccionistas dejaron de adquirir obras o emigraron, y los artistas mermaron su producción por el encarecimiento inverosímil de los materiales. Hoy no hay más de diez galerías activas que organizan exposiciones en el país, y solo tres de ellas tienen presupuesto para ofrecer catálogos al público: la Beatriz Gil, la Ascaso y la Freites, todas en Caracas. Las salas patrocinadas por los bancos, como la del Banco de Desarrollo de América Latina y la del Banco Occidental de Descuento, son las únicas que pueden mantener un programa de exposiciones sostenido y ambicioso.

Lo relevante de este panorama es que los espacios independientes y las galerías que sobreviven son los lugares donde circulan los grandes temas de la diáspora venezolana –la represión policial y de milicias, las mudanzas obligadas, la manipulación sentimental de los imaginarios patrióticos: todo lo que no entrará a los museos mientras el gobierno bolivariano esté al mando– y el arte contemporáneo, que persigue derroteros más allá de boicotear al gobierno actual. Es necesario hacer hincapié en esto: el arte emergente venezolano no es solamente un movimiento reactivo al chavismo. Como me dice Iván Candeo, un artista exiliado en Madrid que reinterpreta imágenes históricas en video, “quien produce arte resiste también a otras cosas que superan la actualidad y el testimonio. Resiste al tiempo, que es ingobernable”.

La diáspora

Según Esteva-Grillet y Carmona, todavía no ha habido una generación de relevo a la camada de curadores de museos que se fugó a principios del año 2000 a galerías privadas e instituciones prestigiosas en el exterior, especialmente de México y Estados Unidos. (Sus lugares fueron ocupados por fichas del chavismo que rara vez acreditan experiencia en el campo cultural. Ese es el caso de Villegas, el actual ministro de Cultura, un periodista de temas políticos catapultado al poder por su filiación al comunismo.) Por su parte, los artistas no solo han llegado a las capitales evidentes, Nueva York o Ciudad de México, sino que se han refugiado incluso en destinos lejanos como los países nórdicos.

Cuando le pregunto al artista Iván Candeo por qué decidió exiliarse en Madrid, responde: “La semana que viene se inaugura en el Museo Reina Sofía una retrospectiva del artista uruguayo Luis Camnitzer, uno de los pocos artistas que ha escrito sobre manifestaciones conceptualistas en América Latina. Tengo pensado también ir a visitar la muestra de Eva & Franco Mattes. En las bibliotecas que tengo cerca puedo sacar los libros que me interese revisar. Un ambiente así lamentablemente es inimaginable en la cotidianidad de la Venezuela actual”.

Para el curador Rolando Carmona, la doble diáspora ha propiciado la aparición de proyectos alternativos que escapan de los hilos institucionales. Con ellos, cree, los artistas emergentes empezaron a fracturar la hegemonía del arte venezolano. Cuando habla de eso, Carmona se devuelve bastante en el tiempo: se refiere al abstraccionismo geométrico, esa estética labrada por íconos formados en Europa, como Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez, que representó al país de la bonanza petrolera, al país de las ferias internacionales de arte; no al país agrícola.

Ahora es otra la situación: los artistas menores de cuarenta años, sin añoranza de heredar el prestigio de los maestros geométricos, cada vez son más conscientes de su contexto (no pintan un cuadro y buscan una galería para exponerlo, sino que piensan primero en el lenguaje y en el lugar y al final en el objeto); artistas que deciden dejar su país; artistas con menos posibilidades de estudiar en Estados Unidos o en Europa, sin el apoyo de las instituciones públicas y con un lugar minúsculo en la crítica; artistas que, ante la debacle del sector, han tomado distancia de las instalaciones monumentales que solían verse en los museos y las bienales en los años noventa para recurrir a lo que tienen a la mano: la fotografía, el video, el cuerpo, los billetes devaluados. A pesar de todo, como diría el poeta cubano José Ángel Buesa, “el mar sigue cantando cuando pierde una ola”.

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