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El país de la ansiedad: Mauricio Sáenz reseña 'China: la edad de la ambición'

Evan Osnos, quien vivió en Beijing entre 2005 y 2013, casi siempre como corresponsal de 'The New Yorker', retrata las sensaciones que embargan a la sociedad china al navegar por un período de cambios jamás experimentado por pueblo alguno en la historia reciente.

Mauricio Sáenz
24 de septiembre de 2018

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El capitán Lin Zhengyi, de 26 años, se quitó el uniforme en la oscuridad y se lanzó al agua, decidido a cruzar a nado el estrecho de Taiwán. Sabía que, de fracasar, le esperaría una condena a muerte por traición. Pero consiguió llegar y su historia se hizo famosa. Lo más curioso es que el militar no escapó de China rumbo a la “libertad” en la isla, como muchos, sino lo contrario. Lin estaba convencido de que el Imperio Central renacería, y no quería perdérselo. Lo cual resulta aún más sorprendente, pues en 1979 apenas comenzaba el viraje ordenado por el timonel de entonces, Deng Xiaoping.

Evan Osnos, quien vivió en Beijing entre 2005 y 2013, casi siempre como corresponsal de The New Yorker, abre con la hazaña de Lin su libro China: la edad de la ambición. En su obra, Osnos retrata las sensaciones que embargan a esa sociedad al navegar por un período de cambios jamás experimentado por pueblo alguno en la historia reciente. Y se enfoca en tres grandes temas: “Riqueza”, la obsesión por hacer fortuna; “Verdad”, la lucha oficial por suprimir el disenso y censurar a la prensa y a internet, y “Fe”, la búsqueda espiritual ante la crisis moral.

En efecto, casi de un día para otro China pasó de ser un país estrictamente colectivista, en el que el lucro individual era un pecado vergonzoso, a uno en el que la riqueza y la prosperidad personal se convirtieron en el único objetivo de millones. Pero en medio del boom económico, el partido comunista nunca renunció a controlar a la sociedad, lo que dejó a los chinos con un vacío de valores, sin una “melodía central”, y al mismo tiempo con una gran ansiedad sobre su identidad y su futuro. La “Edad de la ambición”, como dice Osnos, describe “el choque de dos fuerzas: la aspiración y el autoritarismo”.

Y lo hace en la voz de múltiples protagonistas a quienes el autor entrevistó a fondo. Osnos no ahorró esfuerzos: viajó por el país, e incluso participó en una excursión turística a Europa para observar de primera mano las reacciones de los chinos al hacer algo que hasta hace no tanto era imposible: ver el mundo exterior y compararlo con el suyo.

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Entabló relaciones, por ejemplo, con Cheung Yan, multimillonaria “reina de la basura”; con Han Han, parte piloto de carreras, parte bloguero con 250 millones de seguidores; con el disidente Liu Xiaobo, ganador del Premio Nobel de Paz; con Li Yang, el inventor de un método para aprender inglés a gritos, quien goza de estatus de estrella de rock; con el abogado ciego Chen Guangcheng, defensor del derecho de las mujeres a tener más de un hijo; con el periodista Hu Shuli, director de la influyente revista Caijing, quien jugó al gato y al ratón con la censura oficial, y con el artista plástico Ai Weiwei, quien ante la represión decidió convertir su vida en una obra de arte. Pero también con personajes anónimos, jugadores, monjes budistas, predicadores cristianos, jóvenes ultranacionalistas, y hasta un barrendero poeta que trabajaba frente a su casa.

Como telón de fondo aparece la presencia ubicua y omnipotente del régimen comunista, que ve agrietarse esa especie de nuevo contrato social surgido después de la sanguinaria represión de las protestas de la plaza de Tiananmen en 1989. A partir de entonces, el gobierno les ofreció a los chinos una prosperidad sin precedentes a cambio de su lealtad. Cuando la primera se materializó, muchos lograron subirse al tren, pero millones se quedaron corriendo detrás, aterrados por la posibilidad de nunca alcanzarlo. Y en cuanto a la segunda, los chinos encuentran cada vez más difícil defender un orden de cosas marcado por la devastación ambiental, las burbujas económicas reventadas y las instituciones debilitadas por la corrupción oficial.

Lin, el oficial taiwanés, dicho sea de paso, terminó por simbolizar el éxito. Estudió en Beijing, con el tiempo se convirtió en el economista jefe del Banco Mundial, y luego en un entusiasta heraldo del éxito de China. Pero nunca ha podido regresar a su casa en Taipéi.

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