MÚSICA

Veinte años no es nada

Nuestro crítico musical Emilio Sanmiguel comenta la historia de la Ópera de Colombia con motivo de la celebración de sus 20 años de historia.

Emilio Sanmiguel
22 de agosto de 2018
Emilio Sanmiguel

Este artículo forma parte de la edición 155 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Bueno, tengo que reconocer que me habría gustado más que no fueran veinte, sino 25, para poder celebrar por todo lo alto las “Bodas de plata” del veto de la Ópera de Colombia, es decir, el que su directora Gloria Zea me decretó.

Solo por necedad. Porque la ópera de este año, en coproducción con el Teatro Mayor, es El caballero de la rosa, de Richard Strauss. No lo voy a negar, es una de las grandes creaciones del teatro lírico del siglo XX. En ella, a Octavian, el adolescente protagonista, se le encarga entregar una rosa de plata a Sophie para formalizar su compromiso con el Barón Ochs. La metáfora hasta me resultaba divertida. Pero me voy a quedar con los crespos hechos. Primero porque tengo el veto y segundo porque, luego de una consulta, me encuentro con la patética realidad de que a los veinte años se celebran son las “Bodas de porcelana”, y eso suena muy ridículo para una celebración.

De todas maneras, con plata o sin ella, es una celebración. Al fin y al cabo, tal y como funciona el establecimiento cultural en este país, los vetos terminan siendo –qué paradoja– un reconocimiento a la libertad de opinión. Es decir, son consecuencia de opinar con libertad y no bajo las presiones de la empresa y su empresaria, como decía el crítico Manuel Drezner.

La empresa tuvo sus orígenes por allá en 1976 por iniciativa de Alberto Upegui Acevedo y la soprano Carmiña Gallo. A Alberto se le había metido en la cabeza la locura de que hacer ópera en Colombia era posible. Él lo sabía mejor que nadie. Primero porque ya en Medellín había hecho un par de temporadas, que aunque fracasaron económicamente le dejaron la certeza de que era posible. Por cuenta de esas temporadas se había casado con Carmiña, que era la única cantante que en Colombia estaba en condiciones de cantar ópera con profesionalismo y, además, de preparar un coro de categoría. De más está decir que luego de unos años, Gloria Zea, que dirigía Colcultura, la entidad estatal que producía las temporadas, se entusiasmó más de la cuenta, y para hacer corta una historia larga, a Upegui lo sacaron de la organización y a Carmiña le enrarecieron de tal manera la situación que también se vio forzada a desvincularse de las temporadas.

Luego, en 1986, el gobierno acabó con la ópera. Y por esas paradojas, quien de nuevo encendió la llama fue Upegui, desde la dirección del Instituto de Cultura de Bogotá. En 1989 hizo óperas en el Teatro Municipal de Bogotá y creó con Carmiña unos talleres de canto, de los cuales surgieron las voces que fueron la base para la creación, un par de años más tarde y por iniciativa de Gloria Zea –esa es la verdad–, de la denominada Nueva Ópera de Colombia.

El problema es que la Ópera de Colombia, la que organizó las temporadas entre 1976 y 1986, hizo historia en este país. Una historia que, no hay que llamarse a engaños, no ha podido ser superada por la Nueva Ópera, cuyas producciones no han conseguido llegarles ni a los talones a las de la época de oro, plagada de éxitos como Turandot, de Puccini, o Fidelio, de Beethoven, y de estrellas colombianas del canto, como Carmiña, Alejandro Ramírez, Martha Senn, Sofía y Zoraida Salazar. Además, hubo oportunidades para directores de escena nacionales, como Manuel Drezner y Jaime Manzur.

A la final, la Nueva Ópera de Colombia no le ha dejado nada al país porque no ha sido el escenario para el surgimiento del talento nacional. No se trata de chauvinismos, que son tan malsanos. Se trata de que, luego de décadas, la casi totalidad de las producciones se han entregado a un par de favoritos, extranjeros y sin mayor talento. La ópera no ha propiciado, como ocurre con el teatro, un campo que permita el fomento de nuestros artistas, ni en materia de voces ni en la dramaturgia. De contera, la empresa trabaja, fundamentalmente, con recursos que provienen de las arcas del Estado, no da oportunidades de trabajo y el espectáculo es todo menos popular.

Por censurar esa situación y no aplaudir producciones que no dan la talla, seguiré vetado hasta que San Juan agache el dedo. Y no me arrepiento.

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