TUMBATECHO

Las preguntas retóricas de Evelio Rosero

Mario Jursich responde a las críticas que le hizo Evelio Rosero a raíz de una columna publicada en el número 143 de Arcadia.

Mario Jursich Durán
20 de octubre de 2017

En su respuesta a mi columna “Heraldos de la restauración”, publicada en el número 143 de Arcadia, Evelio Rosero no solo se reafirma en que existe una imagen oficial de Simón Bolívar en nuestro país, sino que me formula una serie de preguntas cuya finalidad es –para decirlo con delicadeza– puramente decorativa.

“¿Que no hay versión oficial? –empieza diciendo el autor de La carroza de Bolívar–. Es la misma que me hicieron estudiar en el colegio cuando se hablaba de historia de Colombia, la misma que sin duda estudió cuando niño el comentarista Jursich, y sobre todo la misma que hoy se lee en todas las escuelas y colegios de Colombia”.

Lo curioso es que, no obstante lo inapelable de su veredicto, Rosero se muestra incapaz de recordar el título de ese libro en que todos supuestamente aprendimos la leyenda rosa sobre el Libertador. Yo me imagino que al escribir la frase el novelista pastuso tenía en mente la Historia de Colombia (1910), de Gerardo Henao y Jesús María Arrubla, pero para su desgracia ese manual fue retirado como texto obligatorio de enseñanza hace más de 35 años: es difícil que Rosero haya estudiado con él, yo ciertamente no lo hice y por supuesto ningún niño lo utiliza en la actualidad.

Se me ocurre que tanta confusión proviene de que Rosero está pensando en realidad en otro país. En Venezuela, a diferencia de lo que sucede en Colombia, sí existe un culto oficial a Simón Bolívar. Eso significa que todos los estudiantes venezolanos cursan una cátedra bolivariana, aprenden un contenido doctrinario específico y leen unos textos seleccionados cuidadosamente por el Ministerio del Poder Popular. La misma directriz estatal es responsable de que haya retratos de Bolívar en cada oficina del gobierno, de que la moneda se llame “bolívar fuerte” y de que al Libertador se le invoque como fuente directa de las políticas públicas –algo en lo que Hugo Chávez Frías fue un consumado maestro.

Es evidente que no existe nada parecido en nuestro país. En Colombia los colegios escogen las lecturas de sus alumnos, en las dependencias oficiales no hay retratos del “padre de la patria”, los políticos rara vez mencionan al Libertador como fuente ideológica de sus programas y Bolívar no es la imagen legitimadora del valor de la moneda (ahora preferimos rendirle culto a don Gabriel, a doña Virginia y a doña Débora). Por eso me parece caprichoso, e incluso ridículo, sostener que hay una versión oficial de Libertador en un país donde los únicos que lo citan son los exguerrilleros de las Farc.

“¿Qué puede importar ahora la teoría de la expiación?”, me sigue diciendo Rosero en su respuesta. “Una legión de historiadores recurrió perpetuamente a ella para desconocer la colosal investigación histórica efectuada por Sañudo alrededor de Bolívar”.

El problema es que el propio Sañudo hubiera estado en desacuerdo. Contra lo que sugiere Rosero, su teoría de la expiación, más que un detalle menor, es la razón última que da cohesión a todos sus empeños [no olvidemos que el primer libro del historiador pastuso se llamó –¿premonitoriamente?– La expiación de una madre (1894) y que en los últimos seguía repitiendo “si las obras de un hombre acarrean consecuencias a la sociedad; con mayor razón las de su jefe o cabeza”].

Mucho de lo que Sañudo le atribuye a Bolívar es cierto, pero carece de importancia en términos historiográficos: para él no se trataba de juzgar con ecuanimidad a Bolívar, sino de presentarlo como un “pecador”. De ese modo lograba justificar empíricamente la necesidad de una “expiación”, que en el caso concreto de Colombia pasaba por “sacrificar” al padre político y rechazar lo que con él nos había llegado: la influencia francesa, el rechazo de España, la separación entre la Iglesia y el Estado. Eso es precisamente lo que Rosero no entiende: que “la colosal investigación histórica” de su héroe intelectual solo es un larguísimo rodeo para emprender un proyecto no menos colosal de restauración política. Me parece tonto, además de anacrónico, darle crédito a un autor cuyo propósito explícito era echar atrás la Independencia.

Rosero cierra su carta de respuesta diciendo que yo comparto “la miopía histórica alrededor de un grande como José Rafael Sañudo” y pone en duda la relación de este con el principal líder del conservatismo en la historia de Colombia. “¿Cuáles ideas –me pregunta– en la obra de Sañudo son las mismas de Laureano Gómez?”.

Digamos que la duda me hizo sonreír. Por lo visto, aunque lo considera una figura excepcional, Rosero ignora que Sañudo se formó bajo el amparo del sacerdote Ezequiel Moreno, el mismo que aconsejaba a sus feligreses empuñar las armas contra los liberales; que desde muy joven defendió la pena de muerte; que aborrecía el arte moderno y que siempre reconoció, como puede verse en los periódicos de la época, la jefatura natural del llamado “Monstruo”. Así que tal vez convenga formular la pregunta de manera inversa: no cuáles ideas en la obra de Sañudo son las mismas de Laureano Gómez, sino qué ideas de Sañudo están en las de Laureano Gómez.

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