COMUNICACIÓN
Gestos coleccionables: los 'stickers' de WhatsApp
Los emoticones y los nuevos 'stickers' de WhatsApp invaden hoy nuestras conversaciones digitales. Y a veces constituyen incluso la totalidad de lo que nos decimos en redes sociales. Un ensayo de Carolina Sanín.
La tecnología nos ha dado con los emojis y los stickers una especie de suplemento a la comunicación, de surtido de ñapas a los mensajes electrónicos que conforman nuestra correspondencia. Son regalitos que enfatizan o apuntalan lo que nos decimos y, en muchas ocasiones, constituyen la totalidad de lo que nos decimos. Puede ser que nos parezca que elegir un corazón entre las opciones de WhatsApp es más expresivo y más intenso que decir “Gracias” o “Te quiero”. O tal vez sea lo contrario: nos parece que es más tenue, y entonces la opción decorativa es también la opción decorosa. O tal vez el emoticón se nos presenta como menos abaratado que el término verbal, menudo y manido (“Gracias”, “De nada”, “Adiós”); alguien ha diseñado ese corazón anaranjado que tengo, encuentro, escojo y te mando, y que, al pagar la cuenta del teléfono o la conexión a internet, he comprado. Ese emoticón que te dedico en lugar de decirte algo o de no decirte nada es una cosa. La palabra manoseada es en nuestra imaginación un centavo, si acaso, y un centavo invisible, que sumado a otros centavos no llega a ser peso ni a tener peso (como los centavos de nuestra economía, que no existen más que como números, pues no hay monedas que lleven el sello de un centavo).
El emoji, en cambio, tiene color y forma. Es una pequeña joya. Un juguete. O un talismán. O un fetiche. O un memento. Enviar el dibujo de la flor o la hoja o el pastel o la estrella es desearle algo al otro afirmativamente; desearle una flor, una estrella. Un emoticón es una dádiva, mientras que una palabra quizás no llegue a ser siquiera la palabra dada; nada que yo pueda darte ni recordarte ni prometerte.
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Los emojis y los stickers suelen servir para terminar la comunicación. Son formas del punto final. Te mando esta camiseta o esta cabeza de gato o este meteorito, y con él digo que no necesito que me digas nada más: detrás de ese huevo o ese pichón desaparezco, y en mi desaparición hay un gesto de cortesía (te libero de que me respondas) y también un gesto de etiqueta (no tengo más que decir, pero me parece demasiado brusco dejar sin responder tu último parlamento). Los emojis permiten que la intención del emisor evada la separación entre formalidad e informalidad, y, más allá, la distinción entre decir y no decir. Son lo suficientemente insignificantes y lo suficientemente inmateriales, lo suficientemente significativos, lo suficientemente materiales. ¿Y qué implica que se diga emoji, con esa terminación chillona, como de cariño y a la vez japonesoide? ¿Y por qué se dice “emoticón”, con ese sufijo que funciona como aumentativo y también como diminutivo –como en el caso de ratón–, y que parece indicar una emoción grandota y también menos que una emoción, la simulación de una emoción, o una tergiversación de una emoción?
Todas las cosas del mundo
Los emojis y los stickers son sellos. Los sellos son monedas que pasan de mano en mano, son imágenes que resumen un contenido o una actitud, son huellas que rubrican e identifican un intercambio, y son cierres que concluyen y clausuran. Sello viene del latín sigilum (pequeña marca, pequeño signo), que a la vez remite al verbo sequi (seguir). El sello es un final que contiene la promesa de la continuidad. También en el sello subsiste la raíz de nuestro sustantivo “sigilo”. Tras nuestro uso del emoticón subyace la impronta que siempre reclama la propia importancia (la insignia), tanto como el compromiso del secreto, el disimulo, la discreción y la confidencia (el sigilo).
Los emojis de WhatsApp vienen en un catálogo que es como el conjunto de todas las cosas del mundo que pueden tenerse y desearse, y que implica una caprichosa taxonomía de lo existente. En el teclado de mi teléfono se despliegan los emojis si toco una carita feliz: esa representación esquemática de una cara –que coincide con la representación de la alegría– es el sello de los sellos, el aldabón de la puerta hacia cuanto la realidad contiene de representable. Es la máscara misma del universo. Detrás de ella los emoticones se agrupan en varios conjuntos, que se anuncian con títulos y símbolos: “Más usados”, con el dibujo de un reloj que da las nueve de la mañana o de la noche, anuncia el conjunto de mi expresividad. “Emoticones y personas”, precedido nuevamente de la carita sonriente, limita el espectro de lo propiamente humano, e incluye partes del cuerpo, caras con gestos varios y personajes –reyes, policías, el genio de la lámpara, Papá Noel, un vampiro, un bebé con aureola–. El conjunto de “Animales y naturaleza”, identificado con la cabeza de un osito de peluche, agrupa dibujos de animales, de plantas, el sol y la luna, la bola de la Tierra, las estrellas, el fuego, el arcoíris, una centella, una ola, un tornado y el viento. “Comida y bebida” se resume con el dibujo de una hamburguesa e incluye, entre otros, las frutas (que aparentemente son más de comer que de la naturaleza, al igual que los crustáceos). “Actividades”, cuyo símbolo es el balón de fútbol, contiene instrumentos musicales, audífonos, una claqueta, medallas, canoas, nadadores y guantes de boxeo. “Viajes y destinos” contiene, detrás del dibujo de un automóvil en una ciudad, aviones, trenes, camiones y barcos, pero también playas, volcanes, tiendas de campaña, casas y edificios, una mezquita, la Kaaba y una grúa. Un bombillo y el título “Objetos” anuncian un conjunto entre cuyos elementos están un teléfono, una bola de cristal, una jeringa, un taco de dinamita, un rollo de papel higiénico, un buzón, un sobre, un candado y lo que parece ser un virus verde. Luego están los “Símbolos”, que no creo que nadie use nunca (paradójicamente, en un sistema en el que todo signo se constituye en símbolo), que contienen campanas, las pintas de la baraja y señales de tráfico. Por último, en “Banderas”, están las banderas de los países. Queda así sintetizado y organizado el universo de cuanto queremos decirnos: cosas humanas, cosas de la naturaleza, comida, actividades, viajes, señas universales y Estados nación.
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Los emojis y los stickers son también factores de la nostalgia y la regresión. Los primeros remiten a la carita o la estrella que la maestra nos ponía en la tarea para felicitarnos. Los segundos –que son imágenes de toda índole, recortadas y reducidas–, a las calcomanías que los miembros de unas cuantas generaciones, en la niñez, coleccionábamos y pegábamos en las puertas del armario, en el pupitre, en los cuadernos o en las esquelas que nos enviábamos. Los stickers de WhatsApp comprenden una paradoja: son coleccionables, pero no hay un conjunto universal que los abarque. Cada usuario puede convertir cualquier foto o dibujo en un sticker, por medio de una aplicación. Cada día pueden surgir millones de stickers. El sticker es un elemento coleccionable, pero el universo de su colección es imposible.
Mientras que todos tenemos los mismos emojis, entregados por el dios del teléfono, todos tenemos stickers distintos. Solo obtienes un sticker si lo haces tú mismo o si alguien más te lo da y te lo envía. No todos estamos en las mismas condiciones frente a los stickers: cada quien depende de sus amigos y de lo que estos hayan querido decir en un momento determinado. A mí uno me mandó ayer la foto de un glande incircunciso con una gota de fluido seminal que se convertía en lágrima debajo de los ojitos que le habían pintado al glande. La uretra era la nariz, y el borde del prepucio, la boca. Tengo la foto de Álvaro Uribe en un acuatobogán, con camiseta y con esa sonrisa suya tan feroz. No sabría para qué usarla: ¿para decir que estoy jubilosa? ¿Para decir que algo me parece ridículo? Tengo a Fajardo dormido en uno de los debates presidenciales, que usaría para decir que algo me da mucha pereza, y el culo de Mockus, que usaría para calificar algo de cínico, y una botella del líquido limpiador Fabuloso, que se usa para decir que algo es ídem o que no tanto, y tengo a Iván Duque con una naranja en la mano, que dice “Toma una naranja”, y cuya intención no descifro, y a Putin rascándose la nuca, y una pantalla de celular en la que entra una llamada de parte de “El Guaro”, y a Fernando Vallejo haciendo con los dedos el signo de la cruz, como diciendo “Vade retro”, y a Petro lanzando un beso, y a Betty la Fea sonriente, y al Chavo del Ocho con la lengua afuera, y a María Fernanda Cabal en bikini, y a Chávez, que me señala con un dedo, y a Maduro, con un letrero que dice “Siempre maduro nunca inmaduro”, y a varios de mis amigos con cara de mareo, y a mí misma haciendo con el pulgar el gesto de “Bien”, convertida en sticker por una colega.
En verdad no sé para qué sirven los stickers. ¿Para identificar un comentario voluntario propio con uno involuntario de otro? ¿Para que cualquier comentario incluya también una posición política o ratifique un conocimiento de la actualidad mediática compartido? ¿Para tipificar las emociones y hacer un banco que luego les sirva a los amos de la tecnología para construir robots muy humanos? ¿Para distanciarnos irónicamente de nuestros sentimientos, y así darles un valor añadido? ¿Para convertirnos, en los stickers de nuestras propias fotos, en actrices y actores que un día interpretaron un gesto? ¿Para revitalizar la máscara en ese nuevo escenario teatral que es la pantalla del celular?