Literatura colombiana
Juan Cárdenas regresa al pecado original
'El diablo de las provincias' es un experimento híbrido que mezcla géneros, una novela tanto política como literaria. Su protagonista, un biólogo en el exilio, regresa a una sociedad pacata y conservadora como pocas. ¿Suena familiar?
“Vuelve a casa. Vuelve al amor mamífero.
Vuelve al amor original. Al pecado original”.
El diablo de las provincias (Periférica, 2017) es la historia de un biólogo fracasado que, tras 15 años de exilio, vuelve a una “ciudad enana” a la que nunca quiso regresar. Es una historia despojada de romanticismos sobre el retorno a una patria fecunda en violencias económicas, intelectuales, raciales y de género. Y aunque Juan Cárdenas no usa nombres en sus novelas, en la ausencia del nombramiento se teje el territorio del Gran Cauca colombiano: un lugar que se construye a partir del lenguaje y de las descripciones precisas.
La crítica ha intentado asociar la vida del escritor payanés con la del protagonista de su novela, porque Cárdenas, al igual que el biólogo, vivió fuera de Colombia y regresó hace tres años. Como dice Rodrigo Fresán en su novela La parte soñada, “es mucho más fácil leer a un escritor que a un escrito”. Sin embargo, resulta imperativo, y una labor mucho más gratificante, entender el mundo de la ficción, que aunque afectado por el escritor, no se limita a él.
El diablo de las provincias es un experimento híbrido: es una novela negra en la que al protagonista lo acecha el misterio de la muerte de su hermano “marica”; es una novela política que discute el racismo, la homofobia y la violencia contra el medio ambiente; es un texto que se puede leer en clave estrictamente literaria y que presenta digresiones sobre los relatos mismos, sobre quién narra y sobre quién tiene derecho a contar las historias. Pero la narración también es la historia simple de un hombre que regresa a su país, a una sociedad que espera cierto comportamiento de él, que ejerce un control violento sobre él y busca dominarlo, despojándolo de su individualidad y convirtiéndolo en un militante más de esa sociedad capitalista y homogénea. De esa manera casi fatídica empieza Cárdenas su novela: “El biólogo se encogió de hombros y sonrió para que el otro entendiera que la ciudad chica, el casipueblo, ese lugar conservador y atrasado del que tanto se burlaban para conjurar el estigma de haber nacido allí, finalmente se las había ingeniado para devolverles el chiste. ‘Vuelvo con el rabo entre las piernas’, dijo el biólogo, bufo y solemne. ‘Me entrego a mi destino’, y su amigo se rio con su risa de animal asustado”.
En la novela, la sociedad, ese “casipueblo”, se convierte en un personaje más. La construcción de la sociedad es compleja y a medida que el relato avanza, esa sociedad se va irguiendo como un monstruo que amenaza al biólogo. El mundo lo forma la mamá del protagonista, que se lamenta el que haya sido su hijo menor –su favorito– al que hayan asesinado y no al biólogo. Esa misma madre se alegra porque las investigaciones del asesinato arrojaran el resultado de que tal vez la muerte de su hijo ha sido producto de un intento de secuestro y no de un crimen pasional de su pareja homosexual, como se pensó. El resultado mejora su estatus en la pequeña ciudad.
A la sociedad también pertenece un grupo de artistas –actores, productores, escritores y dandis– que se reúnen en una hacienda a discutir la grabación de una nueva telenovela sobre la esclavitud, mientras los atienden unos camareros negros a los que ignoran. También hace parte de esta sociedad el negocio de la siembra de palma de aceite, que se describe en la novela como un emporio que se construyó a partir de tierras robadas a campesinos: “No hay que ser muy avispado, con una miradita a Google es suficiente para saber cómo creció ese negocio, a punta de tierras robadas, deforestación salvaje y muertos por todo el país”.
Estas líneas temáticas son evidentemente políticas, y aunque esa es una posible lectura de la novela, la política no condiciona la ficción. La novela no tiene una tesis que se propone defender, ni es un vehículo para llegar a un destino. Cárdenas lo dice mejor: “Yo no creo en la ficción como vehículo para llevar un mensaje. No creo en instrumentalizar la ficción para explorar un problema. Insisto en que la literatura está ahí para liberar energías, no para domesticarlas. Creo que las propias ficciones que hemos venido produciendo en Colombia en las últimas décadas sobre estos fenómenos, los fenómenos cotidianos, y sobre todo lo que nos pasa, son ficciones que han ido creando un sentido común, y me parece que ese sentido común es cómplice de la violencia. Entonces creo que hay que dinamitar, hay que destruir esos sentidos comunes”.
Tal vez la manera de dinamitar ese sentido común que se confabula con la violencia es crear personajes en la ficción que reviertan esos sentidos comunes y que se nieguen a caer en los paradigmas de la violencia. Cárdenas ha tratado de hacer eso en sus novelas con los personajes secundarios, o con lo que él llama la filosofía plebeya: “Hay una cosa que me gusta mucho y es explorar los personajes subalternos. En la literatura y el cine colombiano, los personajes subalternos normalmente aparecen como objetos de una mirada externa, y rara vez se nos permite asistir a cómo piensan. Esas personas obviamente crean ideas y crean mundo, y una cosa que trato de observar en mi vida cotidiana es ese fenómeno. Siempre me ha interesado esa idea de la filosofía plebeya. No la filosofía que producen los que fueron a la universidad, sino la filosofía del chatarrero, del zorrero, de las señoras del mercado, del que tiene que estar lidiando con la basura social, en un sentido muchas veces muy literal”.
En el caso de esta novela, ese personaje secundario es el del díler, que de entrada, por su trabajo, no hace parte oficial o visiblemente de la sociedad, sino que está relegado a ser un personaje nocturno. Está condenado a la plancha en obra negra de su casa o a la banca del parque del barrio. Pero este díler es un hombre de pensamientos bellísimos que en sus viajes divaga sobre el ser, sobre la muerte y sobre el adaptarse a esa sociedad imponente. Sus digresiones son una especie de poema de Samuel Coleridge que, intoxicado por el opio, escribió lo que Borges describe en su ensayo El sueño de Coleridge como “cincuenta y tantos versos rimados e irregulares de prosodia exquisita”. Y a pesar de ese pensamiento elevado, que por prejuicios no esperaríamos del díler, su lenguaje no se aparta de su autenticidad. Es como si la novela quisiera probar que una persona que dice “bróster”, o “visaje”, o “gonococo” también puede ser el autor de pensamientos profundos, de ideas relevantes: “El biólogo había tardado unos días en entender que el díler le decía bróster en lugar del tradicional bróder, seguramente porque ahora había por toda la ciudad unos negocios donde vendían pollos fritos al estilo broaster, (…) El biólogo también encontraba una similitud entre esa manera bastante azarosa de elegir las palabras y los caprichos de la naturaleza. Imaginó la lengua del díler como un animal adaptado para sobrevivir a cualquier cambio en el ambiente, capaz de desarrollarse y crear nuevos órganos dependiendo de las circunstancias, alimentándose incluso de idiomas ajenos”.
Cárdenas transforma aspectos sociales en cuestiones del lenguaje. El díler, en vez de ceder ante presiones políticas, económicas y religiosas, y de sucumbir ante esa sociedad déspota, adapta su lengua y la usa como un dispositivo de retaliación. Es una adaptación contraria a la que se ve obligado a aceptar el biólogo para sobrevivir, y es una adaptación que se rehúsa a aceptar los parámetros del “casipueblo”.
El lenguaje, en especial la ironía, también desempeña un rol importantísimo al hablar del racismo y el colonialismo, dos temas presentes no solo en esta novela, sino también en Los estratos (2013) y Zumbido (2010). El diablo de las provincias contrasta una escena en la que se discute la corrección política de la representación de los esclavos en una telenovela sobre la esclavitud, con escenas indiscutiblemente racistas: una mención a La canción del sur, “el panfleto racista” de Walt Disney, como una obra maestra; dos dandis negros que, aunque parte del grupo de invitados, se presentan más como ornamentos que como personajes pensantes, y unos camareros, todos negros, que sirven a los visitantes de la hacienda como una masa homogénea servil, despojados de su humanidad. Según Cárdenas, en la novela hay un intento por atacar el discurso de armonía racial, “muy asentado en Colombia. Parecería que aquí hay una especie de gran hermandad y no es así, aquí hay unos conflictos raciales muy fuertes. Siguen allí presentes todo el tiempo. El blanqueamiento, por ejemplo, es un fenómeno existente. La gente siempre se está tratando de mostrar más blanca de lo que es”. El proyecto de Cárdenas se presenta entonces como una forma de dinamitar y deconstruir esos espacios y sentidos comunes de violencia, domesticación y servilismo.
En una entrevista para la revista The Paris Review, en la edición de invierno de 1968, John Updike habla de su partida del mundo literario de Nueva York y su llegada a Ipswich, Massachusetts: “Hemingway describió el mundo literario de Nueva York como una botella llena de gusanos que tratan de alimentarse los unos de los otros. Cuando yo escribo, en mi mente no le apunto a Nueva York sino a un lugar vago, un poquito al este de Kansas. Pienso en libros sobre la estantería de una biblioteca, sin sus cubiertas, viejos, y en un joven campesino que los encuentra y habla con ellos”. Esa es la misma sensación que produce la novela de Cárdenas, pues no solo está arrojada a la filosofía plebeya, también a un público lejano de las esferas culturales excluyentes; un público alejado de la torre de marfil, un plebeyo más, un común y corriente, que no por común se le tenga como ignorante, sino común en tanto que comparte la inteligencia de varios; una inteligencia que se extiende proporcionalmente en una sociedad diversa.
* Literata con maestría en Escritura Creativa.