LA JEP Y LA CULTURA
La empatía que nos falta: la cultura y la justicia transicional
En uno de los eventos principales de la Carpa del Mañana, conversaron el escritor Ricardo Silva y Patricia Linares, presidenta de la Jurisdicción Especial para la Paz. Del ensayo de entrecruzar conceptos de la cultura y la justicia transicional se desprende esta reflexión.
El concepto de “justicia” es tan viejo y maleable como lo humano: es una forma de abarcar el mundo, de entender las relaciones entre las personas, de administrarlas una vez estas se desbordan. De ahí su complejidad; de ahí los debates que suscita.
El sentido de justicia, por otra parte, suele variar mucho, pues en esencia cada cual lo interioriza a su modo. Regular ambas cosas, concepto y sentido, se convierte en una dificultad especial cuando la sociedad que recibe dicha regulación tiene versiones opuestas –algunas impulsadas por sentires políticos– de los hechos que han creado la necesidad de impartir justicia.
Todo esto, en el marco de la guerra en Colombia, se sabía hace rato. También se sentía. Pactar una modalidad de justicia que permitiera terminar el conflicto armado mientras que este mismo corría fue una apuesta, quizá la más difícil, de los negociadores en La Habana para llegar a un acuerdo final de paz. Mucho antes del 15 de enero de 2018, cuando empezó a operar plenamente la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), los negociadores dedicaron un amplio periodo a resolver las dudas más relevantes en torno a este punto: ¿Qué dice el derecho internacional? ¿Qué se ha hecho en otros países? ¿Cómo garantizar los derechos de las víctimas y, al mismo tiempo, la seguridad jurídica de los excombatientes? ¿Se juzgan los casos uno a uno, o en conjunto? ¿Quién investiga, quién analiza, quién profiere una sentencia?
“El hecho de que el capítulo de Víctimas haya sido el más largo de negociar evidencia el grado de complejidad que tenían muchos de los debates ligados al tema de justicia”, dice el libro Los debates de La Habana, del Instituto para las Transiciones Integrales (IFIT), editado por el periodista Andrés Bermúdez. Las discusiones fueron arduas. Pensemos en negociadores de lado y lado: queriendo, los unos, un sistema distante al “sometimiento” y planteando; los otros, una idea de derechos que incluya verdad, justicia, reparación y no repetición.
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El mecanismo final que surgió de esta larga discusión tendría al menos dos problemas, acaso evidentes. Representar el anhelo, frustrado o no, de justicia, que cargaría consigo el peso simbólico de ser el blanco de ataques de quienes no compartieran el proceso de paz y, al mismo tiempo, querer abarcar muchas cosas, razón por la cual, también, algunas veces se hace difícil de entender.
Estos dos aspectos han puesto a la JEP en el centro de controversias, desde la captura de alias el Paisa, pasando por las objeciones del presidente Iván Duque a la ley que regula la jurisdicción, hasta el otorgamiento de la garantía de no extradición a Jesús Santrich hace pocas semanas. Todo esto –y lo que este artículo no alcanza a abarcar– pasa siempre por esas dos instancias: la jep puede ser un blanco para quien no esté de acuerdo con el proceso de paz, y mucha gente, en esencia, no entiende lo que hace.
Siempre desde lejos, tratando de comprender el entramado de salas y las primeras aproximaciones a una decisión, las divisiones entre lo “judicial” y lo “extrajudicial” en el llamado Sistema Integral, me encontré un día en una charla que sostuvo Patricia Linares, presidenta de la JEP, con el escritor Ricardo Silva Romero, en la Carpa del Mañana que ARCADIA abrió en medio de la más reciente Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO).
No pintaba fácil. La idea era acercar, entrecruzar y sopesar los conceptos de la cultura y la justicia transicional. O más bien: indagar cómo la una influye en la otra para producir no solo más atención, sino sobre todo más empatía. Ahí estaba la clave para una conversación en un evento de multitudes como la FILBO. Y posiblemente ahí pueda haber una estrategia: acercar la JEP a una amplia sección de la población, desatar debates de altura y aproximarse a las preocupaciones de todos. La unión que tantos predicamos en nuestros discursos y que borramos después con nuestros actos.
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LA BÚSQUEDA DEL ARTE
El escritor Silva arrancó con una recopilación precisa de las obras que nos han acercado a ese fracaso humano que es la guerra y que han tratado de desentrañarlo: novelas, cine, pintura, música, teatro, que, si bien no son artefactos al servicio de una ideología, sí dejan ver claramente los matices perdidos en una realidad cruda. La enumeración de las obras encontró en Silva una idea condensada: “La vocación ha sido la de narrarnos con la ilusión de que la narración cierre la guerra: hemos decidido que lo único que podemos hacer es contar el cuento por nuestra supervivencia”. Es decir, encontrar en el lenguaje –de todas las artes; de cada una de ellas– una forma de hacer justicia por medio de la representación de la historia. La justicia, que en este caso es lo mismo que la verdad, se ha hecho con el deseo expresado a través del arte.
Frente a ella, frente al arte –Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; La Violencia, de Alejandro Obregón, por poner dos ejemplos que surgieron en la charla–, no hay mucha controversia, sino lo contrario: un recogimiento, una manera elocuente de entender al otro ya no como enemigo físico e ideológico, sino como destinatario de la misma tragedia. Al punto llegó rápidamente la magistrada Linares, diciendo que ese anhelo de justicia debía verse como una equivalencia a ponerle cierre al conflicto, a –citando ella El diario de Anna Frank– ver lo imborrable del pasado como una forma de no repetirlo.
La labor de la justicia, en esta ocasión, empezó a verse en términos narrativos, desde el acto de escarbar y llegar al final –es decir, al principio– para después, con delicadeza y estructura, contarlo de una forma entendible pero, sobre todo, aprehensible para la gran audiencia. El arte no hace justicia, decía Linares, pero sí la reclama. Y lo hace con una elocuencia de la que la justicia puede heredar métodos. Elocuente, y por tanto entendible, puede llegar a resultados más sólidos, a críticas más certeras, a procesos más duraderos.
Y todo recae, pienso, en la misma JEP, cuyas responsabilidades, después de esta charla, se me antojan muchas más.
Uno de los grandes defectos del proceso de paz que adelantó el gobierno de Juan Manuel Santos fue el riesgo que generó su secretismo: lo hermético como posibilidad del descrédito. Las personas no supieron cómo se cocinó porque el diálogo se hacía lejos de casa, a puerta cerrada, y eso condujo a una especie de paranoia en la sociedad. Con plena convicción los unos, pero sintiéndose engañados los otros votaron para que no se implementara. Y aunque el asunto fue corregido, en mi opinión, mediante la institucionalidad, muchos colombianos siguen invocando el incidente para saltársela cada tanto. Una situación contraria, la del entendimiento a través de la representación, podría revertir el círculo vicioso.
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La última encuesta Gallup Poll le dio un 47 % de legitimidad a la JEP. Esto puede verse como terreno ganado, pero también como más de lo vivido desde el 2 de octubre de 2016, día de la refrendación; a saber, una sociedad que, ante los hechos más dolorosos de su historia reciente, está dividida en dos mitades. ¿Qué hacer para revertir esto, al margen, por supuesto, de perfeccionar la institución y tomar decisiones serias?
Una respuesta reside en el perfeccionamiento de una técnica judicial, como hizo la Corte Constitucional en sus primeras sentencias, en todo caso revolucionarias. Pero también podría atenderse más el elemento de la empatía, de la comunicación sobre la centralidad de las víctimas en el proceso y de representar el anhelo que Silva mencionaba: la justicia movida por el arte con el deseo. El deseo de una sociedad entera.