LOS REFUGIADOS DEL CONFLICTO EN SIRIA
Viejas melodías árabes: la música de los refugiados de Siria
Musiqana es una agrupación de música árabe que busca, mediante sus composiciones, hacerle frente al olvido. Los músicos sirios se conocieron en el campo de refugiados de Brandemburgo y en las calles de Berlín, en Alemania. Crónica de una resistencia simbólica.
Antes de tocar la primera canción frente a los miembros del Partido Verde en el Parlamento de Berlín, Alí, un joven percusionista sirio, recordó los momentos de oscuridad frente al mar Egeo, instantes antes de subirse a un bote de plástico que lo lanzaría a las costas griegas de la isla de Quíos. Alaa Zaitonuh, frente a su laúd, pensó en las somníferas tardes de estudios de Geología que había dejado atrás en su natal Damasco. Abdullah, el cantante, recordó una callecita florida escoltada por palmeras datileras de su destruida ciudad de Alepo.
Era inevitable, en ese momento, ante las decenas de políticos de su nueva nación, no pensar en Siria. Ahora, todos los músicos tienen sus nombres escritos en letras latinas —tan distintas de su lengua— en un pasaporte que les permite vivir en Alemania. “Refugiado… Odio esa palabra —me había dicho Alí minutos antes, de camino al Parlamento alemán—. De verdad que no sé qué significa”.
El viaje
A unos kilómetros de las costas turcas, en Esmirna, hay un cementerio sobre las colinas de Anatolia habitado por los cuerpos ahogados que ha arrojado el mar. Muchos de ellos sin nombre. Las tumbas solo tienen una rosa que ha puesto algún imán sunita y un número de identificación que cuelga de un cartón negro.
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Alí había visto la foto del reportaje sobre ese cementerio de refugiados unos días antes de emprender su viaje desde Siria. Cuando empezó la guerra, todo hombre de 18 a 44 años que no estuviera estudiando debía unirse al ejército de Assad. Era 2014, cuarto año de la guerra, y Alí había terminado sus estudios académicos como fisioterapeuta de la Universidad de Teshren. “Creo en la música, no en los ejércitos. No tenía más alternativa, debía irme de mi país”, manifestó.
Al principio trabajó como voluntario de la Media Luna Roja en Damasco. Trató de mantenerse lejos de los temas políticos, pero la guerra empezó a llevarse a sus amigos y vecinos. Primero le mataron a un amigo de infancia que había tenido que unirse al ejército de Assad. Luego a otros amigos que se unieron a las protestas que se alzaron en Homs, la capital de la Revolución.
Al comienzo había dos bandos claros. Los que apoyaban el gobierno autoritario de Bashar al Assad, un dictador que había heredado el poder de su padre, y que, así como había montado un sistema de salud y educación público gratuito en el país, había construido una poderosa red de prisiones donde encerraba y torturaba a cualquier opositor. En el otro bando se encontraban los que apoyaban las protestas, los militantes de la Revolución. Jóvenes que pedían reformas democráticas en el contexto de la ola de cambio de la Primavera Árabe de 2011 y que después se convirtieron en el Ejército Libre de Siria.
A esos grupos se sumaron con el tiempo otros bandos y la guerra Siria se salió de cauce. Grupos extremistas religiosos como Al Qaeda con su filial de Al-Nusra y el Estado Islámico, que venía como una tormenta de arena desde el apocalipsis de Bagdad; los kurdos independistas al norte que pedían su propia tierra; Hezbollah, que respondía a la alianza con el gobierno de Assad y, desde otro frente, la coalición de Arabia Saudita, apoyada por Estados Unidos, que buscaba contrarrestar la influencia Iraní chiita en la región.
En medio de este coctel quedaron los jóvenes como Alí. “Yo soñaba con una vida simple. Comprar un terreno en Mazyaf, el pueblo de mis papás, y montar una clínica. Nada más”. Su papá, un asistente administrativo del aeropuerto de Damasco, y su mamá, enfermera de la sección de pediatría de un hospital público, le dieron dinero para que se fuera. Un 25 de diciembre se marchó en bus con sus tambores hacia Beirut. “Fue el viaje hacia lo desconocido. No tenía ningún país en mente, solo sabía que debía irme. Me moví a Turquía sin ningún objetivo claro”, dice.
En Estambul encontró trabajo como masajista en un spa. Le pagaban 1.200 liras al mes, la mitad de lo que gana una persona con permiso oficial. Le daban comida y un cuarto sobre las instalaciones, un lugar en el lado europeo de Estambul. Allí descubrió el significado de lo que otros llaman ser un ilegal.
Vivía en un cuarto de 8 metros cuadrados con tres amigos de Mazyaf en un país que despreciaba a los sirios. Si alguno se metía en problemas, debía huir porque siempre sería culpable ante las autoridades. “Nos dimos cuenta de que debíamos continuar el viaje y buscar el estatus de refugiado en un mejor sitio. No podíamos seguir viviendo sin nombre”, afirma. Escogieron Alemania por algunas imágenes coloridas que habían visto de Berlín. Encontraron el contrabandista que los pasaría a Europa a través de unos grupos cerrados en Facebook. Lo contactaron y acordaron un precio de 1.000 dólares por cada uno.
Guardaron algo de dinero para vivir como reyes el último día en Estambul. Caminaron hasta la torre Gálata y vieron el atardecer rosado sobre el Bósforo, anduvieron por las calles de Uzkudar en el lado asiático y pasearon por las cafés de Tazkim. “Vivimos como si fuera el último día de nuestras vidas”. Al otro día viajaron a Esmirna para cruzar el Egeo.
Quizá lo que más temen los miles de refugiados que cruzan el Mediterráneo hacia Europa es morir sin nombre, en el olvido, en lo profundo de esas aguas. El porqué de su viaje tiene respuesta solo si sobreviven. Alí tenía eso en mente cuando esperaba al contrabandista, un árabe de mala pinta, en las orillas turcas del Mediterráneo. Había cerca de 40 personas. Descubrió entonces que la gente no solo huía de la guerra Siria, sino también de la de Irak, de Afganistán, de Libia, de Nigeria…
“El ambiente era espantoso. Niños llorando, el frío, se respiraba miedo, teníamos una extraña certeza de que viajábamos hacia la muerte”, recuerda Alí. “Empezamos a cantar. Tocamos viejas canciones árabes, de músicos egipcios y libaneses, de cantantes sirios”. La música calmó al grupo que esperaba la llegada del contrabandista, quien arribó hacia la medianoche cargando un bote plástico. Lo entregó, les dijo que navegaran hacia la luz que se veía al otro lado del mar. Y se fue.
“Navegamos a oscuras y el mar estaba agitado. La mitad de las personas no tenían chalecos salvavidas. Cuando las olas empujaban el bote hacia el cielo, se veían las estrellas. Cuando lo lanzaban hacia el mar, todo era negro”, dice. Tres horas después, un bote guardacostas griego los encontró y los alumbró con sus linternas. “Era la luz de la libertad, así lo sentí”.
Su viaje, sin embargo, aún estaba lejos de terminar. Los guardacostas los llevaron a una prisión a la isla de Quíos. Los tuvieron ahí por varios días, los registraron, les dieron un papel y les dijeron que podían seguir. Era comienzos de 2014, apenas un año antes de que Europa firmara el polémico acuerdo de retorno de refugiados con Turquía y cerrara sus fronteras.
De Quíos viajó a Atenas, de allí a Polikastro y a la frontera con Macedonia. Pasó unos días en Idomení, el infame campo de refugiados donde unos meses después miles de personas quedarían atrapadas en un feroz limbo invernal frente a las rejas cerradas del borde que separa a Grecia del resto de Europa.
Todo el tiempo se escondió, como si fuera un criminal. De Macedonia pasó a Serbia. Estuvo un par de días en una mezquita, donde los contrabandistas llegaban a ofrecer viajes seguros hacia el resto de Europa. Caminó durante 16 horas, con una botella de agua y una barra de Snickers en el estómago, hasta la frontera con Hungría. Y vino la parte más dura del trayecto.
“Los policías húngaros me hicieron acordar de unos videos de Isis donde llevaban a unos prisioneros, uno por uno, hacia un calabozo. Todos con los ojos pegados al piso, como ovejas al matadero”, dice. La policía los maltrató, les ordenó no sonreír y les pidió registrar sus huellas digitales. Nadie quería quedarse en Hungría. “Son racistas. Un amigo se quemó los dedos para desaparecer sus huellas, otro, un afgano de unos 15 años, se cortó la piel de los dedos con una navaja”.
Los dejaron ir cuando otro grupo numeroso de refugiados llegó a tomar su lugar. Alí tomó un tren a Budapest y de ahí a Alemania. En Migración lo trasladaron a un campo de refugiados en Brandemburgo. Allí esperó por meses el papel que lo acreditaría como refugiado. Esperó y esperó, mientras tocaba con sus palmas.
Una banda aparte
Los días más insoportables para un refugiado son aquellos que pasa esperando. Es como estar detenido en el tiempo. Así era el campo de Brandemburgo, así son los campos de refugiados. Alí pasó días suspendido en ese espacio junto a unas 600 personas. Todo sentido de individualidad se pierde en esas condiciones. Él se aferró a su música para sentir que era alguien distinto. Y una noche de invierno empezó a tocar. “Las fronteras no tienen sentido, la música sí. A través de la música puedes conectar sunitas y chiitas, cristianos y musulmanes. El mundo de los ritmos es seguro”, afirma.
Al otro lado del campo estaba Alaa con su alud. Él, con una historia parecida, como miles de sirios, como millones de refugiados agolpados en botes y lanzados a su suerte en espacios comunales que llaman campos, escuchó el sonido de la percusión y empezó a acompañar la música con sus cuerdas. Magister en Geología de la Universidad de Damasco, estaba en la misma situación de Alí, con la música atragantada. Viviendo con cientos de desconocidos de distintos países, amontonados en carpas y en baños sucios, en escuelas o en canchas públicas. En esos lugares, donde apenas se recuerdan los nombres propios, los habitantes tienen una cosa en común: el pedazo de guerra que guardan en su memoria. Una guerra que no se puede describir en un par de líneas porque solo quien la ha visto de frente puede entenderla.
Unos días después, un joven de Alepo, la ciudad que era el motor económico de Siria y que hoy es un retrato de la destrucción, se acercó a ellos y se presentó: “Soy Abdallah y soy cantante”. Con gestos de líder e impecablemente vestido, peinado con el pelo hacia atrás y una barba bien afeitada, Abdallah se subió al escenario y cantó. Ahí nació Musiqana.
Meses después del papeleo burocrático, de conciertos en escenarios underground, en edificios públicos, en teatros, en medio de un clima de polarización anti y promigrantes que vive Alemania, la banda recibió una invitación especial. Los Verdes de la izquierda los invitaron a tocar en el congreso del partido. Ese día, los parlamentarios hablarían sobre el tema de la integración de los refugiados musulmanes. Cuando la banda terminó un largo repertorio de canciones clásicas árabes de Asmahan y Sbah Fakhri, hubo aplausos emocionados.
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Alí guarda su pesado instrumento y toma el metro hacia Kreuzberg. Lleva año y medio viviendo en Berlín, vive del subsidio que recibe del gobierno alemán y de los conciertos que da con el grupo, en un apartamento que comparte con un estudiante universitario. Si no fuera por el fuerte acento que arrastra en el tono de su voz, pasaría por un joven europeo. Quizá ya lo es, los sueños que tuvo en Siria le parecen muy lejanos. “Me siento como si fuera muy viejo”.
Al día siguiente, luego del curso de alemán de las mañanas, tendrá prácticas con una nueva banda con la que ha empezado a tocar en su tiempo libre desde hace unas semanas: es un grupo de rap que formó con personas que conoció en los cursos de integración que exige el gobierno alemán a los refugiados de la guerra. “¿Volver a Siria? difícil. Ahora soy una persona distinta, soy otro. No soy de ningún país”.
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*Periodista.