Apostar contra sí mismo

La obra de Mircea Cartarescu según Piedad Bonnett

A este autor rumano, invitado al Hay Festival 2019, lo onírico le interesa de manera visceral: anota sus sueños desde los 17 años, y en la raíz de su poética está la convicción de que “nunca se sabe dónde acaba la realidad y comienza el sueño”. Cartarescu, la figura más interesante de las letras de su país y posible candidato al Nobel, es en el fondo un poeta.

Piedad Bonnett*
28 de enero de 2019
El escritor rumano Mircea Cartarescu. Foto: Leonard Hilsenzauer.

"¿Por qué será que nos gusta tanto Cartarescu?”, se preguntaba en 2015 el crítico Alberto Torices refiriéndose a la aparición en español de El Levante, un poema del escritor rumano considerado hoy por hoy la figura más interesante de las letras de su país y posible candidato al Nobel. “¿Será por lo que su lectura tiene de experiencia total? ¿Por esa fuerza hipnótica con que atrae toda resistencia, ignorando todo cansancio?”. Se refiere Torices, muy seguramente, a la monumental extensión de algunas de sus obras (El Levante tiene 7000 versos, Cegador es una trilogía en forma de mariposa –ala izquierda, cuerpo y ala derecha– de más de 1000 páginas, Solenoide, una novela de 800 páginas), pero también al vasto y ambicioso mundo que crea este autor y a su lenguaje, abigarrado, denso, cargado de imágenes, tan fascinante como exigente.

Aunque hace más de treinta años no escribe poemas, Cartarescu es un gran poeta. “Amo la poesía. Es lo que más amo y lo es todo para mí”, es algo que dijo y que repite constantemente. De sus siete volúmenes de poemas el único que podemos leer completo en español es El Levante, una extravagante obra experimental que escribió hacia 1986, a sus 30 años, cuando era un padre reciente y un profesor de secundaria que se aburría en su trabajo y saltaba matones para sobrevivir. Se trata de un poema épico-cómico en donde encontramos, al decir de Carlos Pardo, su prologuista, “una especie de bazar oriental en el que caben todos los mundos”. El Levante es alegoría, historia de aventuras, parodia y sátira contra el dictador Ceausescu, entre otras muchas cosas, y se inspira en aquel poema total al que aspiraba Carlos Argentino Daneri, el personaje de Borges en El Aleph; muy a la manera posmoderna, está lleno de anacronismos, juegos intertextuales y guiños literarios y su tono, su lenguaje y sus alusiones nos remiten a La Ilíada, al Orlando, a Rabelais, a la novela bizantina, a Cervantes, a Yannis Ritsos, y también a la tradición literaria de su país, revelando al gran lector que ha sido siempre Mircea Cartarescu, que en su adolescencia atormentada llegó a leer hasta ocho horas diarias.

Después de siete libros de poesía, que bebieron ante todo de la tradición del surrealismo y las vanguardias, el poeta Cartarescu, harto del estilo barroco, escribió, entre 1988 y 1992, Nimic (Nada en español, Res en catalán), poemas sencillos y directos inspirados por la poesía norteamericana. Pero vendría un tercer paso: en entrevista con La Razón, en mayo de 2018, Cartarescu afirmó: “Cuando escribí el último poema de Res decidí suicidarme como poeta para comenzar otra vida dentro de la literatura. Conseguí que mi poesía se suicidara porque yo seguí siendo poeta, algo que constato hoy en día, ahora. Continué escribiendo después de esa experiencia, pero en forma de novela o relato”.

“El ruletista”, el relato de estirpe kafkiana con el que comienza su aventura como narrador, puede leerse como una metáfora del oficio de escribir. En él, un viejo escritor narra la historia de un hombre que busca la gloria apostando cada noche a la ruleta rusa frente a un auditorio lleno de excitación y morbo. El final para el ruletista es el olvido y una muerte inane, casi ridícula, pero su gran mérito fue, como concluye el narrador, “haber apostado siempre contra sí mismo”. Este y otros relatos recopilados bajo el título Visul (El sueño) se publicaron mutilados porque fueron considerados impropios por la censura y solo lograron salir íntegramente a la luz en 1993, esta vez con el título Nostalgia. En los dos relatos y tres novelas breves –El Mendébil, Los gemelos y REM– que allí se agrupan, encontramos ya de manera plena el universo que ha embelesado a los admiradores de Cartarescu, con su interés por la infancia y la adolescencia, por las oscuridades del alma y las fronteras de la mente, por lo fantástico y lo degradado, lo ruinoso y lo laberíntico, que hace que Bucarest, la ciudad donde el escritor pasó su infancia y su juventud, emerja frente al lector como un espacio alucinante, fantasmagórico, pintado con los colores de la imaginación y de los sueños.

Y es que lo onírico es fundamental en su escritura. En parte por la influencia de la poesía fantasiosa de Eminescu, uno de los últimos poetas románticos de Rumania, y del onirismo, tendencia literaria que surgió en ese país en los años sesenta, y que como explica la magnífica traductora de Cartarescu, Marian Ochoa de Eribe, recurrieron al sueño de manera distinta a los surrealistas: “Para ellos, el sueño no es un simple proveedor de imágenes sino todo un modelo compositivo”. Pero a Cartarescu lo onírico le interesa de manera más visceral: no solo anota los sueños desde los 17 años, sino que la convicción de que “nunca se sabe dónde acaba la realidad y comienza el sueño” está en la raíz de su poética. Esta declaración, que podría ilustrarse con la banda de Moebius, es lo que determina la manera imperceptible y fascinante en que su prosa se desliza del realismo a lo fantástico o lo onírico. Sin embargo, y a pesar del derroche de imaginación de sus mundos alucinantes, Cartarescu ha afirmado: “Yo me entiendo mejor como un escritor realista”.

“Mis temas siempre han sido los mismos: yo y mi mundo, que tiene el diámetro de mi cráneo”, dijo en una entrevista. Y también: “Solo me interesa mi mundo interior. Sobre eso he escrito siempre”. Sin embargo, también ha dicho que lo que escribe “no lo llamaría autoficción”. Lo cierto es que sus libros están poblados de hechos autobiográficos: la muerte de su hermano gemelo, cuando tenía un año y medio; su infancia en el mundo opaco y sin alegría de una Rumania pobre y sometida a una dictadura; su adolescencia “triste y solitaria y trágica” de muchacho aislado y obsesionado con la lectura, que lo hizo sentir muchas veces al borde de la esquizofrenia; la tuberculosis, que lo llevó a pasar dos años en un sanatorio; los áridos años de su vida como profesor de secundaria… Todo esto llevado, gracias a la embriaguez del lenguaje, a una experiencia límite para el lector.

De las novelas de Cartarescu, para mí la más extraña y fascinante –y todas lo son– es la brevísima Lulú, que se publicó originalmente en 1994 bajo el título Travesti, y que según palabras del autor “trata de la indefinición sexual de los adolescentes”. En ella el autor penetra en la mente de Víctor, un escritor de 34 años que recuerda el jovencito atormentado y solitario que fue hace 17 años, y cuya vida cambió cuando entró en contacto, en el campamento de Budila, con Lulú, un compañero de clase travestido de mujer. Uno de los temas de la novela es el andrógino –“todos los hombres llevamos dentro a una hermana reprimida y todas las mujeres a un hermano reprimido”– que ya estaba presente en Los gemelos, y otro el del doble, que probablemente tenga que ver con su hermano, cuya muerte –ha dicho el escritor– sigue viviendo como una pérdida. También están presentes la locura, la alucinación y el extravío que ya veíamos en las novelas de Nostalgia. Lulú, con sus imágenes delirantes y su descarnado acercamiento al despertar sexual de la adolescencia, resulta perturbadora, enervante, sensual, enfermiza; inolvidable, para los que amamos este tipo de literatura.

En el mismo registro barroco –en realidad Cartarescu se define a sí mismo como manierista– están otras novelas suyas como Solenoide y Cegador. Esta última, que su autor considera su libro “más importante”, es una enorme exploración de sí mismo que comienza remontándose, en un capítulo épico-mítico tan bello como extenuante, a los orígenes búlgaros de su familia, y continúa con la recreación de la figura de la madre –quien aparece con la imagen delirante de su dentadura postiza– y de su propia adolescencia. Catorce años le llevó escribirla, tiempo en que fue “feliz como un Dios”. “Hasta los 35 años no había encontrado mi libro gemelo […]. Decidí escribirlo yo mismo. La trilogía Cegador es ese libro”.

En ese mismo registro verbal está Solenoide, según su autor “una especie de panfleto contra el sistema literario”, en que un escritor –frustrado desde que su cenáculo universitario se mofó del poema Caída cuando lo leyó en público– que siempre ha tenido miedo “no del peligro, sino de la vida misma” y que vive solo en una “casa con forma de barco” asentada sobre un solenoide se dedica a escribir para sí mismo mientras trabaja como profesor en una escuela gris.

Con un estilo completamente distinto había aparecido en 2010 su libro de relatos Las bellas extranjeras, una sátira descarnada y muy divertida, no exenta de hipérboles, sobre la comunidad literaria y, particularmente, sobre el encuentro de escritores que se realiza en Francia con ese nombre. En él Cartarescu, que ha contado públicamente cómo ha sido despedazado y calumniado por sus enemigos políticos y literarios, dispara dardos en todas direcciones y repite lo que ya se sabe: que “en el mundillo literario se te perdona todo a excepción de ese regalo envenenado que es el éxito”. Ese que, sin embargo, multiplica día a día sus lectores y le ha traído todo tipo de traducciones y premios, entre ellos los prestigiosos Formentor y Thomas Mann, ambos otorgados en 2018.

*Poeta y escritora. Su novela más reciente se titula Donde nadie me espere (Alfaguara, 2018)

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