MÚSICA
La silenciosa salida de Josep Caballé de la Filarmónica de Bogotá
"Las esas relaciones fueron tensas. Los músicos son la orquesta y, a la final, la situación se hizo insostenible y la renuncia, inevitable".
Estaba pensando si esta columna tiene que estar sujeta a la inmediatez. Creo que no. Por eso no quiero pasar por alto la muerte de María Isabel Murillo, Missi, cuando recibía en el escenario del Teatro de Colsubsidio el aplauso, la noche de la primera función de su espectáculo de Navidad. Tampoco la renuncia de Josep Caballé a la dirección titular de la Filarmónica de Bogotá.
En el caso de Missi, la noticia se redujo a esa frasecita tan socorrida de que “morir en el escenario es una bendición”. Nada más lejos de la realidad cuando su lamentable muerte tendría que llevar a una reflexión menos superficial. Hace un par de meses, aquí mismo afirmé que pagaba un alto precio en cada espectáculo que presentaba. Un par de semanas antes de su deceso ella parecía intuirlo: “Que nuestro esfuerzo sea tenido en cuenta como lo que es, que no sea una voz perdida en el desierto, por esto que debemos hacer a diario para no morir en cada intento. La verdad es que los últimos tiempos no han sido nada fáciles… solo la vida dirá”. ¿Premonitorio? Quizás. La realidad es que quienes trabajan por la música, preparando los montajes y mordiendo todas las noches el polvo del escenario, en nada se parecen a quienes desde la burocracia cultural viven otra realidad moviendo con virtuosismo los hilos del poder y los dineros oficiales.
Lo mismo le iba ocurriendo por esos mismos días a Ana Consuelo Gómez, una de las grandes impulsoras de la danza y el ballet clásico: la presión le pasó factura, terminó hospitalizada por varias semanas y para que su espectáculo pudiera subir a escena, su hijo Jaime Francisco Díaz tuvo que abandonar su trabajo en el Ballet de San Francisco en los Estados Unidos para asumir esa responsabilidad, porque “el show debe continuar”. Como el trabajo de Ana Consuelo es menos reconocido, eso ni siquiera fue noticia.
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Lo de la Filarmónica fue de otro talante, aunque también tendría que llevar a la reflexión. A principios de 2018, el catalán Josep Caballé asumió la dirección de la que es la orquesta más importante del país. Suscribió un contrato para ello, que suponía que él dirigiría la mayor parte del año, como lo hizo, por ejemplo, el búlgaro Dimitar Manolov hace un par de décadas. Su paso por la Filarmónica fue trascendental. Caballé, en cambio, la dirigió esporádicamente y por lo mismo no hubo manera de propiciar el clima necesario para que la relación entre el director y los músicos prosperara. Por el contrario, esas relaciones fueron tensas. Los músicos son la orquesta y, a la final, la situación se hizo insostenible y la renuncia, inevitable.
La administración de la orquesta quedó en shock. Eso es más o menos comprensible, volver a organizar la programación, etc. Aunque tampoco es para tanto: directores es lo que hay en el país, y nadie sabe si entre los jóvenes ande por ahí un futuro Andrés Orozco, hoy director titular de la Sinfónica de Viena.
Quien más perdió fue Caballé, que pensaba que la Filarmónica no le daba la talla. Ya no podrá presumir en su currículum la titularidad de una de las orquestas más destacadas de América Latina. Directores profesionales no faltan en este mundo; por fama y reconocimiento mediático los hay de primera, de segunda, de tercera, y nadie puede afirmar si entre los de tercera no hay un genio en ciernes.
De sobra está decir que la orquesta hizo esfuerzos para que el hecho no trascendiera; el comunicado oficial se hizo el 24 de diciembre, y por eso la noticia pasó inadvertida. Vaya comunicado: “El maestro renunció por motivos personales”.
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La Filarmónica tendrá que meditar mejor sus decisiones. También esa tan peligrosa desde el punto de vista social de reducir tan drásticamente sus presentaciones en el Auditorio León de Greiff en favor del Teatro Santo Domingo, cuando lo que se necesita es crear una agrupación, dentro del “Sistema Filarmónico” para el Teatro Mayor, que lo amerita y la necesita. Los conservatorios aquí gradúan músicos permanentemente, y no pensemos siquiera en los que habrán emigrado de Venezuela.
Bogotá debería dar ese paso trascendental para que, por primera vez, un teatro tenga orquesta de planta. Y también para que en empresas culturales como la de Missi o el Ballet de Ana Consuelo no les cueste la vida a sus creadoras. De lo contrario, ¿para qué tanta burocracia?