Fallecimiento

Leonard Cohen (1934-2016)

Desde los soleados días con Marianne en Hidra hasta la monástica vida en lo alto del monte Baldy, un adiós al ídolo musical de una generación desesperada.

Andrés Felipe Solano* Bogotá
22 de noviembre de 2016

En 82 años, Leonard Cohen fue muchas cosas pero nunca un hombre pobre, o por lo menos no tanto como en la última década. El cantante canadiense fue vegetariano entre 1965 y 1968 y el único que en aquellos años se paró frente a Bob Dylan sin que le temblaran las rodillas. Muy joven vivió en Hidra, una isla griega, donde fue feliz entre paredes blancas y gastó 150 horas en traducir un poema de Federico García Lorca que convirtió en la canción Take this waltz. Recién llegado a Nueva York sostuvo la cabeza de Janis Joplin entre sus piernas por la época en que la cantante era una leyenda salvaje a la que le perdonaban no afeitarse las axilas y los dos vivían en el Chelsea Hotel. Sobre el encuentro le dedicó una de sus obras cumbre: “Te recuerdo muy bien en el Chelsea Hotel. Hablabas con tanto coraje y tanta dulzura, dándome una mamada sobre una cama revuelta, mientras las limusinas esperaban en la calle”. Cohen heredó de las canciones compuestas durante esa temporada nombres como ‘El poeta laureado del pesimismo’, ‘El tendero del desespero’, ‘El padrino de la tiniebla’ o ‘El príncipe de los desposeídos’, calificativos que no le molestan para nada pero que no exhibe como prendedores en la solapa de sus trajes, tan famosos como su soltería eterna. Años más tarde, Cohen, famoso y desesperado, tuvo un revólver en la sien. No fue un intento de suicidio. La verdad nunca se ha sentido tentado a salir por la puerta trasera. Por el contrario, ha caldeado su alma a la espera de una muerte dulce y una vida sin recuerdos. Lo del arma en la cabeza fue cosa de un desequilibrio de profesión.

Durante la grabación de su disco Death of a Lady’s Man, el productor Phil Spector se le acercó con una botella de vino en una mano y una Magnum 45 en la otra, lo abrazó y le dijo: “Leonard, te amo”. La escena fue descrita por el cantante como hitleriana y el disco años más tarde como grotesco. En los ochenta, cuando todavía existían los cantantes de culto, fue el más grande de todos, el único que consiguió trepar todos sus discos en el número uno de los conteos noruegos. Al mismo tiempo participó en un capítulo de Miami Vice en el que hizo de detective francés por pedido de su hijo Adam, fanático de la serie. Y como si le faltaran ríos por nadar, Cohen se convirtió en monje budista en 1993, al final de una gira “maravillosa, pero en la que terminé destruido porque empecé a tomar una enorme cantidad de vino tinto antes de subirme al escenario”. El judío de nacimiento prefirió tomar alcohol con su maestro Roshi, en lo alto del monte Baldy, cerca de Los Ángeles, que bebérselo lejos de casa, en habitaciones de hotel, rodeado de gente chata y a la edad en que el sexo con veinteañeras no es una prioridad. Cohen conoció a Roshi poco antes de terminar la gira y lo conmovió como ninguna persona lo había hecho en el pasado, ni siquiera la rubia Marianne Jensen, tan amarrada a los días soleados en Hidra. Por eso lo siguió hasta su monasterio y le guardó obediencia. No estaba en busca de una nueva religión, no ansiaba un símbolo de paz. Fue tan sencillo como que “si Roshi hubiera sido un profesor de física en Heilderberg, pues me habría ido a estudiar física a Heilderberg”. Una de las primeras lecciones impartidas por el maestro fue aprender a diferenciar las distintas cepas de la vid. Precisamente durante los años en que se levantó a las cuatro de la mañana para cocinarle a Roshi y a los demás monjes, Cohen se convirtió en pobre.

No abrazó la escasez, no hizo un voto de suprema austeridad. Al salir del monasterio descubrió que sus ahorros habían pasado de 5 millones de dólares a 150.000. Kelley Lynch, su mánager durante 17 años, lo había esquilmado. El cantante dejó el hábito y se puso de nuevo el traje, pero esta vez para ir a los tribunales. En 2005, Cohen ganó una demanda que le significó casi el doble de la cifra perdida con la mala fortuna de que hasta hoy no ha recibido un centavo: Lynch se fugó. “Cuando me di cuenta estaba devastado. Sabes, Dios me dio una gran coraza interior y gracias a eso no entré en pánico. Pero la verdad estaba realmente preocupado”, tanto como para decidir emprender una nueva gira después de 14 años sin tocar la guitarra.

Con el cuello tan arrugado como el de una galápago, pero con la voz recia y firme como una ceiba centenaria, el poeta, novelista, cantante y miembro del Hall de la Fama del Rock and Roll regresó para cantarnos al oído, con su mezcla apocalíptica y sabia: “Devuélveme mi noche rota, mi cuarto lleno de espejos, mi vida secreta. Me siento solo aquí, no hay nadie a quien torturar. Dame control absoluto sobre cada alma viviente y acuéstate a mi lado, nena, es una orden. Dame crack, sexo anal. Devuélveme el muro de Berlín, dame a Stalin y a San Pablo. He visto el futuro, hermano, y es la muerte”.

(Este texto apareció por primera vez en la edición 42 de Arcadia, en 2009)

*Escritor.

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