Literatura colombiana contemporánea
Refugiarte en lo grotesco, y lamentarte: una lectura de Margarita García Robayo
La escritora cartagenera radicada en Buenos Aires se perfila como una de las nuevas voces más potentes de la literatura colombiana, o incluso latinoamericana.
Sospechas que si te quedas mirando esas cosas por más tiempo del tolerable, quizás descubras su belleza. Prefieres pasarlas de largo. Refugiarte en lo grotesco y lamentarte.
Margarita García Robayo,
Primera persona
Margarita García Robayo describe la médula de su propia escritura en el prólogo de uno de sus primeros libros. Dice: “Lo que más me gustó de pintar estos relatos –o escribir estos dibujos– fue ese ejercicio que consistía en poner el ojo en un microscopio y mirar. ¿Mirar qué? El tedioso transcurrir del día a día. Porque el resultado de ese ejercicio fue la confirmación de que en esa porción de nada que es la vida cotidiana se producen explosiones asombrosas (…). Las personas normales son muy raras (2011) quiere ser más margen que historia: contener en varios trazos un pedazo de mundo, que nos revele chispazos –o sombras– de todo el resto”.
Esas “explosiones” poco o nada tienen que ver con la belleza en la obra de García Robayo. Es más, entre más reciente el libro, menos bellas son. Pero esa premisa fue y sigue siendo el hueso de su literatura; el armazón: la cotidianidad, la nada, su propia vida y la de otros. Y su método, la observación. Para un mal observador, todo lo que ella narra podría pasar de largo.
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Cuando se observa a sí misma, Margarita García Robayo identifica sus propias contradicciones, las mira de frente, las elabora y las revela. Al hacerlo, pone de manifiesto su (nuestra) ridiculez. “Ojalá me diera por vomitar, pensé, para dañarles la fiesta a todos”, dice una versión de ella misma en Lo que no aprendí (2013). En más de uno de sus libros, el ser humano es, entre otras cosas, un niño que puede actuar caprichosamente solo por llevar la contraria, por sabotear las cosas, por sabotearse a sí mismo. Dañar porque sí. Sin razón. No tiene que haberla. Tal vez la ira.
“Estás enojada. Hace mucho tiempo que estás enojada –escribe en Primera persona (2017), su libro más reciente–. Antes, el enojo era una sensación rastrera que circulaba por tu cuerpo como un gen ardiente que te quemaba las arterias. Ahora, el enojo es un cuerpo compacto que se ha instalado en la boca de tu estómago y te pide salir. Todo el tiempo. Duele como haberse tragado una piedra tan grande que te preguntas cómo fue que pasó por tu garganta. No pasó nunca. Nació y creció allí, y te hace vomitar cada vez que chocas con algo que lo irrita. 1) Comentarios vacíos. 2) Agresiones silenciosas. La humanidad se erige sobre esos dos grandes vicios”.
La humanidad es una de esas cuestiones inaprehensibles que emergen de la obra de Margarita García; aunque concretamente escribe “sobre vínculos, sobre familias, sobre amor y siempre es dura, va al hueso, no hay concesiones en su escritura”, me dice la periodista y escritora argentina Mariana Enríquez. “Su escritura está equipada con una capacidad que capitaliza de manera salvaje como autora: la capacidad de comprender la naturaleza humana. Puede moverse en ambos mundos [la ficción y la no ficción] con la misma soltura con que se mueve en todo lo demás. Donde ‘todo lo demás’ quiere decir ‘la vida’”, afirma la también periodista y escritora argentina Leila Guerriero. Ambas son amigas de García Robayo. Ambas la han leído con dedicación, y como ellas, muchos lectores de habla hispana.
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Quiero rescatar dos rasgos de la literatura de Margarita García, que pueden jugar tanto a favor como en contra de sí misma. 1) Que es una escritora de cosas pequeñas –de la vida, ya dijimos–, es decir, que no pasa mayor cosa en sus historias. 2) Que su mundo es intensamente femenino. Y lo femenino y lo humano terminan encontrándose en un lugar: lo íntimo. “Creo que es la escritora que mejor escribe sobre la intimidad”, dice Enríquez. Y esa intimidad es precisamente femenina. En el universo de Margarita García Robayo usualmente los hombres son la periferia borrosa, muchas veces predecible, repugnante, casi siempre desilusionante. La decepción más grande la encabeza la figura del padre.
“No me gusta, en general, considerar a un texto feminista salvo que la autora tome esa decisión como postura política –sigue Enríquez–. Prefiero hablar de literatura de mujeres, escrita por mujeres. Y en ese contexto, la literatura de Margarita es agudísima, de una inteligencia asombrosa”. Pero en todo esto hay que ahondar un poco más.
Empiezo por acá.
Un amigo y colega que prefirió no ser citado siente que García Robayo cae en algunos clichés y en un lugar femenino cómodo. Según él, su voz resulta conveniente para el mercado editorial y el momento que cierta faceta del feminismo atraviesa. Mi amigo no quiso ser citado porque no se siente autorizado para hacer pública esa lectura de Margarita García, en parte, por ser hombre. “Busquemos otra voz, de una lectora, que opine lo mismo”.
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Esa conversación generó en mí preguntas. Primero pensé que el comentario de mi amigo anónimo caía en una suerte de discriminación positiva. Algo como “las lectoras pueden opinar con más autoridad sobre esa literatura”, que si se piensa a la inversa, es como si nosotras no estuviéramos llamadas a opinar sobre una obra, por ejemplo, plagada de hombres y no de mujeres protagonistas. Aún así, y sin desechar del todo esa primera idea, seguía pensando que de cualquier forma hay algo definitivamente femenino que atraviesa los libros de García Robayo. Y que no sé por dónde agarrarlo, pero eso permite y propicia cierta identificación. “Es lo que más me impresiona: esas mujeres terriblemente lúcidas, quizá demasiado”, dice Enríquez. Y también complejas, y contradictorias, y explosivas.
Pero sé que si quisiera agarrar aquello de la lectura de género, tendría que ser con pinzas. Prefiero no hacerlo. Sigo.
En cuanto a los clichés, pienso exactamente lo contrario que mi amigo sin nombre: siento que Margarita García escribe como Lucrecia Martel cuando hace cine; es decir, con el objetivo claro y constante de justamente poner a prueba los clichés, revelando cómo estos aparecen en el lenguaje y las convenciones. En cada página –especialmente cuando acude al diálogo entre personajes–, García Robayo intenta ir en contra de la previsibilidad de las convenciones propias de ciertos contextos específicos precisamente haciendo explícita esa previsibilidad, la obviedad. Y luego de hacerla evidente, frena en seco usando el lenguaje austero y el sentido del humor descarnado que la caracterizan, y le da la vuelta a la expectativa. “Se lanza en picado y no se detiene hasta llegar allí donde la llevan sus instintos narrativos, aun cuando la llevan a sitios peligrosos –dice Guerriero–. Tiene elegancia, tiene perfidia narrativa. Tiene un mundo dentro de la cabeza, y es un mundo complejo, lleno de aristas, de contrastes. Me parece que su escritura es una escritura ascética, medida en sus recursos, lejos del efectismo o de lo barroco”.
Ilustración: Mónica Naranjo.
Es más, las voces que narran también reivindican, en contra de la norma, algo que suele ser visto como un signo de inmadurez, pero que para mí es valioso por ser profundamente humano: la arbitrariedad de las emociones, en contra de “lo propio”, del deber ser. Esa arbitrariedad que ella rescata es pura fuerza. Es libertad. Se expresa como el derecho a sentirnos como nos sintamos –cuando nos sintamos como nos sentimos– sin tener que justificarlo, sin restricciones o imposiciones. Es la humanidad en su estado más puro y más vital, la fuerza no domesticada de las emociones. Y lo interesante es que todo esto ocurre adentro. El drama es interior.
Volvemos, entonces, a la intimidad. Por eso, creo, a Margarita García le sirvió hablar primero con la voz de una niña (de nuevo, una versión de ella misma) en Lo que no aprendí, y también con la de una joven (que tiene algo de ella misma) en Hasta que pase un huracán (2012). Porque, en esos personajes, las preguntas y los cuestionamientos surgen con la autenticidad con que los niños preguntan; es decir, sin compostura y sin mediación:
“El sargento Ramón dijo:
–El acusado dice que don Gabriel es como un padre para él.
– (…) Pero si ese José es un viejo –le dije al sargento Ramón– ¿cómo va a ser hijo de mi papá?
El sargento sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara sudorosa:
–Es un decir, niña.
Y yo pensé: ‘¿Un decir de qué?’”.
(Lo que no aprendí).
Margarita García intenta mantener la fuerza y la sinceridad de preguntar a pesar de que sus personajes crezcan con sus libros, y de que lo haga ella misma. Preguntar, sin embargo, nunca es un acto inocente: “Para mí la inocencia es casi tan estúpida como la simpleza. La inocencia es un lastre del que los jovencitos y jovencitas deberían despojarse antes que de su acné. Diría entonces que me gustan los hombres grandes (…) porque ya perdieron la inocencia y el acné –y la melena en algunos casos, qué le vamos a hacer– y ganaron otras: densidad, cohesión, solidez, espesor. Lo mismo que los caldos cuando hierven”.
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La pregunta auténtica abre la puerta a lo real, que es contrario a la inocencia: es lo crudo, lo grotesco, puesto que las personas que lo habitan pueden ser malvadas, estúpidas, asquerosas, poco interesantes. “Su escritura tiene un trasfondo que vira del cinismo más amargo a las más lapidarias oscuridades. Pocas cosas relacionadas con la condición humana, propia y ajena, se le escapan. Esa capacidad revierte en una agudeza que, como en su novela Tiempo muerto (2017), resulta lacerante. No tiene una mirada piadosa sobre ninguno de sus personajes, sean ellos niños, mujeres, hombres, viejos. Puede trabajar con sentimientos bajos –la ruindad, la vileza–, pero jamás juzga. No hay buenos ni malos, sino gente en medio de un derrumbe íntimo, una catástrofe intensa que ella se limita a exponer de manera descarnada”, me dice Guerriero.
Esa gente puede verse muy mal, y sobre todo oler muy mal. En los libros de Margarita García Robayo muchas cosas huelen mal, y muchos recuerdos están relacionados con esos olores: “Se sentó, respiró hondo un par de veces y ese olor inmundo se le metió por la nariz, le bajó por el esófago y se le instaló en el estómago. Era como cuando aparecían pescados muertos en la playa y pasaban semanas sin que nadie los recogiera. Y allí se podrían, y el aire se impregnaba de ese olor a carne ennegrecida, muerta” (“Sopa de pescado”, Cosas peores). O: “Las manos de las puericultoras, enfundadas en guantes de plástico, están constantemente maniobrando tetas de las que brota leche. Debe haber algo en esa combinación –leche + plástico– que genera ese olor. Mi propia leche no huele así” (“Leche”, Primera persona). O: “Tenía aliento a Paciflorine, un agua homeopática que se tomaba para los nervios, pero para mí que eso la ponía peor” (Lo que no aprendí). O: “Brígida tenía pelo runcho en el sobaco, y tenía grumos blancos en los pelos, por el bicarbonato que se ponía para no oler” (Hasta que pase un huracán).
Esos olores, esas impresiones, los saben sus narradores y el lector, pero lo ignoran los otros personajes, a la manera en que uno mismo calla y filtra sus pensamientos del mundo. De nuevo, la intimidad.
Pero volvamos a aquello de la pregunta auténtica, a contrapelo, que permite conocer el mundo y también lleva a chocarse con él. Esa pregunta nunca se responde del todo, solo abre otros universos de significado o de posibilidades que no escapan al realismo, pero que sí se escapan de la norma. Algunas veces la pregunta se hace imposible de responder, y comprueba que mirarse nunca garantiza la claridad. El sujeto en la obra de García Robayo no es autotransparente, ni transparente, y está en continuo cambio, en continua “Mudanza” (Primera persona), y en busca de una nueva forma de arraigo.
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Margarita García nació el 13 de febrero de 1980 en Cartagena. Es la menor de cinco hermanos: cuatro mujeres y un hombre. “Me empecé a ir de mi casa muy joven porque vivíamos a las afueras de la ciudad y, para tener una vida social más o menos normal, me mudaba por temporadas a la casa de una tía, de mi abuela o de una hermana mayor”, me dice. A los 21 empezó a trabajar en la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y a viajar mucho, porque el trabajo lo exigía. “Me fui en 2004 a Barcelona porque me gané una beca para hacer una maestría en Periodismo, pero terminé no haciéndola. De Barcelona me fui a Madrid, luego pasé una temporada en México y, al cabo de un año de estar yendo y viniendo, me instalé en Buenos Aires en 2005”. Todo eso –su familia, Cartagena, las ganas de salir, ese ir y venir– está presente en Hasta que pase un huracán y Lo que no aprendí, sus primeras novelas.
“La historia de la primera –dice Camilo Castillo, cuya tesis doctoral de Literatura comprende dos libros de García Robayo por lo autobiográfico y la construcción del yo– ocurre en ese paisaje nada costumbrista de Cartagena, en ese sopor abrumador, asfixiante, tierra seca y dura, nada macondiano. Como toda la narrativa de Margarita, es una radiografía de la sociedad colombiana: la familia arribista que quiere ser gringa. Además, es quizás su libro en donde el contexto político nacional es más fuerte: aparecen personajes públicos como Álvaro Gómez Hurtado, se vive la tensión de la Asamblea Nacional Constituyente, y pululan como una sombra el narcotráfico, la inseguridad y el terror de aquellos días”.
Por sus autoficciones, y también porque ha publicado muchos textos autobiográficos, y porque ella misma lo dice, es que puede hablarse de una prosa, en parte, autorreferencial: “Todo lo que escribo tiene una fuerte base autobiográfica, pero el registro de algunos textos, como los de Primera persona, por ejemplo, lo evidencian más porque están más explícitamente en el terreno de la no ficción, como todo lo que escribo por encargo. La escritura para mí es una manera de escribirme, y de descubrir quién soy, qué pienso, qué me importa del mundo. Todo lo que escribo está tomado de un entorno que me es familiar, porque me cuesta escribir sobre cosas con las que no siento esa cercanía”, me dice.
Cosas peores (2014), su libro de cuentos, propone una mirada mucho más externa. “Me pasa eso mucho con los cuentos, que me interesa mirar y contar más desapasionadamente (o técnicamente, quizá) que en las novelas o ensayitos”. Pero también le pasa con su más reciente novela, Tiempo muerto. Esos dos libros se alejan de lo autorreferencial. Con el primero, incursiona en un realismo siempre descarnado, pero con un acento también en situaciones con cierto grado de surrealismo o extrañeza. “Cosas peores– dice Camilo Castillo– es una obra muy cuidadosa en el lenguaje y las imágenes. Allí se ve la artesanía”. Con el segundo, Tiempo muerto, el lenguaje está al servicio de lograr transmitir que a veces la vida pesa mucho; y de describir lo pesado del amor, en todas sus formas. Es una historia escrita con un lenguaje simple, y también lo es el contenido. El énfasis está en hacer sentir al lector siempre al borde de un abismo emocional, que se aproxima pero no llega del todo. Lo que queda es el peso, solamente, y el tedio.
Con su último libro, Primera persona, que en realidad reúne textos publicados en revistas como Piauí, de Brasil, García Robayo vuelve a lo autobiográfico, pero con una potencia y experimentación narrativas que parece haber ejercitado en sus dos libros anteriores. Aunque se desnuda ante los lectores, contando fragmentos y experiencias muy precisas de su propia vida, eso no es lo importante. Lo importante es la manera, el lenguaje, la exploración estilística. Es, de nuevo, abarcarnos a todos desde el punto de vista de lo humano, pero a través de la forma. En un segundo plano está la historia, lo narrado, porque en la forma, en el discurrir, se manifiesta la interioridad misma. Y así el dato, el hecho, se vuelven paradójicamente etéreos, oscuros.
Aquí me devuelvo para retomar aquello de la arbitrariedad de las emociones: es difícil ilustrar la irracionalidad con la escritura, con las palabras mismas, con algo tan lógico y racional como el lenguaje. Margarita García Robayo lo logra sin siquiera retorcerlo, sino más bien cortando aquí, sumando allá. Callando.
*Literata y filósofa. Editora de ARCADIA