LITERATURA
Mario Mendoza es un fenómeno editorial
'Diario del fin del mundo', la nueva novela del escritor colombiano, fue uno de los libros más vendidos en la recién celebrada Feria del Libro de Bogotá, y el primero de Planeta, su editorial. Esto no es nuevo: aunque es rechazado por la crítica y la academia, Mendoza vende libros como pan caliente. ¿Cómo logra que su público sea precisamente aquel que, se supone, no lee libros?
Durante la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBo) me dirigía hacia el Gran Salón Ecopetrol donde moderaría una charla sobre ciencia, poesía y filosofía, y ya desde la Carpa Arcadia, al otro lado de la calle, vi la larga fila que salía del pabellón. Las multitudes no son noticia en la filbo, pero son distintas cuando están allí para pedirle la firma a un solo autor. No me sorprendió ver la figura de Mario Mendoza allá, donde terminaban las filas, con una gran sonrisa y un esfero en la mano derecha. Yo iba tarde a lo mío, y aceleré el paso. De nada sirvió porque nuestro público tardó diez minutos en acomodarse. El evento nunca se llenó y a la salida, en cambio, pude ver cómo las filas que llevaban a Mendoza se habían engrosado y alargado. Allá arriba, en una tarima, la amplia sonrisa, la palabra fluida, la mano querida no mostraban señales de cansancio.
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Al regresar al Gran Salón Ecopetrol para mi segunda charla del día, que sería en esa misma sala, me asombró comprobar que las filas no se habían menguado. Habían incluso aumentado, a pesar de la lluvia. Los lectores seguían impávidos, y la misma sonrisa estaba allá arriba, donde terminaban las largas filas. “Va para cinco horas”, le oí decir a alguien. “Seguro vende más de dos mil ejemplares solo hoy”, le oí a otro. Alguien de la organización dijo que Mendoza había convocado a más de 800 personas, y que, por cifras anteriores, seguro firmaría casi tres mil libros esa tarde. ¡Tres mil! Y no era ni sería la única firma de libros.
Finalmente llegué a mi mesa. Esperamos los cinco o diez minutos protocolarios, nos embarcamos en la lectura de los clásicos, de Giordano Bruno, de Byung-Chul Han, y en los excesos del capitalismo. A pesar de que el tímido público creció medianamente, la sala tampoco se llenó esta vez. Antes de salir del recinto pasé por la mesa de la editorial, porque ya no podía seguir pasando por alto esto. “¿Qué tiene Mendoza que logra comunicarse de esa manera con el público, y especialmente con los jóvenes? ¿Con qué lente logra involucrarlos en una experiencia lectora? ¿Cómo hace para seguir allá arriba?”, pensaba mientras dejaba atrás el galpón, recordando todo lo que había escuchado sobre el autor, todas las formas en que la crítica había intentado desalentarlo, todas las veces que, desde una “alta cultura letrada”, se había dicho que Mendoza era un escritor menor.
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Ya había leído a Mario Mendoza; conocía la historia de Angus Longworth, caballero de la Orden de San Miguel y San Jorge; conocía la prisión de Hyderabad, e incluso el diario de Simón Tebcheranny en Palestina, todos de su libro de cuentos La ciudad de los umbrales (1994). También leí Satanás, Premio Biblioteca Breve en 2002. Desconocía, sin embargo (y esto ahora me resulta revelador), que Mendoza conoció a Campo Elías Delgado en el Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana, época en la que compartió con él lecturas de la misma familia de la novela que obsesionó al asesino: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886). No sabía que Campo Elías buscó a Mendoza horas antes de cometer la masacre, y al no poder comunicarse con él, se dirigió a Pozzetto, donde mató a 31 personas. En alguna ocasión, Delgado le comentó que “No vale la pena escribir en una sociedad como esta, que todo lo desprecia. Es mejor actuar”. Por primera vez pensé que la escritura de Satanás fue en realidad una especie de ritual de Mendoza al verse relacionado con ese terror.
Ahora no sé qué tan distinto de ese Mendoza de La ciudad y Satanás es el que sale fotografiado en la contraportada de sus libros: un Mendoza de gafas oscuras, y no cualquier tipo de gafas: estas parecen un guiño al personaje de ciencia ficción Richard B. Riddick, de Las crónicas de Riddick, personificado por el actor Vin Diesel. Riddick es un antihéroe forajido que logró escapar del planeta de Furya hacia el siglo XXVIII luego de un complot de los Necróferos para asesinarlo, años después de que su raza entera fuera aniquilada. En algún momento de la saga, Riddick desarrolla la facultad de ver en la oscuridad. Es un experto asesino que se le mide a enfrentarse con cualquier bestia de cualquier planeta, porque siempre frente a los humanos (nosotros, los espectadores invidentes) tiene una ventaja: puede habitar cuevas, puede moverse en fosas, puede salvar su vida y aniquilar otras en la oscuridad. Entre las cosas que atentan contra su vida está el exceso de luz: por eso siempre lleva esos característicos anteojos.
Es evidente que Mendoza se inscribe a sí mismo en un nicho muy específico, en un fandom (grupo de aficionados) que entiende el juego entre Riddick y sus propios narradores. Mendoza quiere ver en la oscuridad con un realismo descarnado. Juegan, pues, los símbolos y temas recurrentes: en sus libros, lo oscuro encarna el mal. Este es uno de esos absolutos con los que llega a comprender a tantos lectores adolescentes, que son ellos mismos absolutos, categóricos. El lector adulto quiere contrastar las tonalidades de grises entre la bondad del blanco y la maldad del negro, pero a los lectores de Mendoza les lleva una sed fulminante. En Mendoza encuentran esa urgencia, esa inminencia, esos espacios oscuros.
Los personajes de Mendoza habitan todos el mismo paisaje urbano: la Universidad Nacional, la calle 45, el barrio Las Nieves o Egipto; son estudiantes de Literatura, de Sociología (siempre de la Nacional), pero también profesores que ven su cátedra como algo que puede cambiar vidas, o mostrarles a sus alumnos la importancia y eficacia de la acción como complemento de las lecturas literarias.
Si La ciudad de los umbrales habla de viajes a países remotos, las últimas novelas de Mendoza son tan bogotanas como el español con el que se construyen. Sus personajes son subversivos, o forman parte de grupos al margen de la ley con oscuras jerarquías; o son paramilitares; o perversos agentes del Estado; o, como en la última novela, Diario del fin del mundo, son forajidos nazis que viven sus últimos años en Colombia, donde continúan con sus actividades ancladas en lo perverso.
Los personajes de Mendoza están abocados a un cambio de la vida, o no les tiembla el pulso para cambiarla; son personajes sin contención, que actúan, no personajes que meditan; son personajes cuyas vidas cambian de un párrafo al otro, siempre a razón de algún acto de maldad premeditado de alguien más, y se ven en la obligación de tomar alguna decisión, de proceder. Son personajes que están buscando su pasado, el texto oscuro de su pasado, y para eso deben pasar por los estados prototípicos de la búsqueda personal narrativa que tanto ha tomado de la experiencia mística: la rebelión, la epifanía y la conversión.
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En la obra de Mendoza no parece haber una preocupación por la construcción pausada de un personaje, o por el detallado devenir de su destino, o por la premeditada acción que precede a la tragedia: los personajes se definen por su vitalidad, por la conciencia de que su vida tiene un sentido y una posibilidad, siempre contra el sistema, contra los valores impuestos, contra las reglas sociales y económicas. Nadan contra la corriente. Marginales, excluidos, ninguneados. Ya eran outsiders antes de que la palabra se pusiera de moda; forman parte de esa estirpe de personajes oscuros que la literatura gótica y sus artilugios narrativos sembraron en los imaginarios literarios de los adolescentes occidentales. Y en esa estela se mueven nuestros lectores bogotanos. No es gratuito que, hasta hace relativamente poco, uno de los títulos más robados (o jamás devueltos) de la colección Libro al Viento fuera Cinco relatos insólitos, de H. P. Lovecraft.
El tiempo narrativo de las historias de Mendoza es rápido: pueden pasar diez años en cinco páginas, y los personajes pueden pasar por varios estados de ánimo en menos de tres. La estructura contiene la misma rapidez: el deus ex machina facilita muchas veces los embrollos narrativos. También parece existir una única esperanza en estas historias: la literatura misma. Se duda de todo lo demás, pero la creación literaria y la escritura son una forma de resistencia, una forma de sobrevivir. En la última página de sus libros siempre está esa frase, en caligrafía impresa del autor: “Escribir es resistir”, que sigue la idea romántica de que la vida se funde con la creación, o la vida misma es una obra de arte.
En una de las páginas de Buda Blues (novela publicada en 2009, aunque mi ejemplar de 2016 es la sexta –¡sexta!– edición), un personaje le dice a otro: “Creíamos que solo la lectura y el arte nos podían defender de la imbecilidad general. No queríamos crecer, trabajar como borregos, reproducirnos y morir. Es triste pensar que tenemos una sola oportunidad, una sola, y que la vamos a invertir en ir a la oficina, cobrar un sueldo a fin de mes y ver televisión”. El personaje le confiesa a otro que, por extraño que resulte, escogió una carrera de Humanidades “justamente porque quería investigar, leer, pensar y escribir y dictar clase para que otros a su vez continúen defendiéndose de esas tinieblas…”. El programa literario de Mendoza puede ser el de tomar la oscuridad para arrojar luz sobre todos esos problemas que identificamos en nuestra sociedad: solipsismo, enajenación, consumismo. Y sus lectores no solo lo entienden, sino que hacen largas filas para conocer a ese que los conoció por dentro.
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Mendoza forma parte de la generación de Juan Gabriel Vásquez y Santiago Gamboa, pero los críticos y opinadores le han puesto una etiqueta diferente al señalar que en los últimos años Mendoza “se volvió” un escritor menor. Esas afirmaciones, sin embargo, parecerían no tanto deslegitimar al autor, sino a su público lector. Me pregunto si los críticos y columnistas les recomendarían, si pudieran, a cada uno de esos tres o cuatro mil jóvenes leer algo distinto, algo “mejor”, pasando por alto el hecho de que son precisamente eso, tres o cuatro mil jóvenes. Me pregunto además si serían capaces de comunicarles semejante juicio, si serían capaces de hacerse entender. Porque el valor comunicativo, dialógico, del que goza la obra de Mendoza, aparentemente juega en contra de los profesores y críticos para hacerles preguntas. ¿No será que nos hace falta algo para comprenderlo? ¿Será que necesitamos otros criterios lectores? ¿No será más bien que, bajo el pretexto de querer determinar en qué consiste la buena literatura, estamos olvidando que muchas veces la finalidad no es estética, o propiamente literaria, sino emocional, de contención, de comprensión del otro, o incluso comercial?
De allí que Mendoza llegue a espacios donde la lectura literaria no es una cuestión estética. Espacios donde la literatura habla en formas diferentes. Es uno de los autores más leídos en las prisiones bogotanas, por ejemplo: pueda ser porque Samuel Sotomayor, protagonista de Cobro de sangre, pasó 17 años en una prisión –los mismos que pasó Robinson Crusoe en su isla–. Pero también puede ser porque la prisión es el lugar de los excluidos, de los descartados, de aquellos a quienes la sociedad rechazó y dejó de lado. Cuando un amigo que dicta talleres de escritura en prisiones me contó que Mendoza era uno de los autores más leídos, recordé el concierto de Johnny Cash en Folsom Prison en 1968. Difícilmente recibió en algún otro lugar más aplausos, ya que era allí donde todos los presidiarios escuchaban su música como si les hubiera ocurrido a ellos. Como si fuera para ellos. Como si fuera ellos. Esto no es muy distinto de los lectores de Mendoza.
Mario Mendoza parece ser uno de los pocos autores que en la actualidad le hablan a un gran público no literario desde distintos registros. Le habla a los jóvenes ya sea por el sentido de urgencia que sus novelas confieren, o por la sensación de inminencia propia de un estado adolescente. La verdad es que, aunque disguste a muchos actores de nuestro establishment literario, Mario Mendoza es uno de nuestros autores más leídos. Cuando pienso en títulos como La melancolía de los feos (2016), recuerdo la entrevista en que Georges Simenon, otro proscrito durante tantos años de la literatura europea, confesó cómo eran las cartas de sus lectores. Le dijo al entrevistador de The Paris Review: “Las cartas que recibo de mis lectores nunca hablan de mi bello estilo, sino de algo más profundo: son cartas que un hombre le escribiría a su doctor o psicoanalista. Son cartas que dicen: ‘Usted me entiende. Me he encontrado muchas veces en sus novelas’”.
* Profesor y director de la Fundación Gratitud