ENSAYO: LA DISTOPÍA
Lo humano contra lo humano: un ensayo de Andrea Mejía sobre la distopía
Vivimos entre ruinas políticas, daños ambientales y sobresaturación del mercado, la información y la tecnología. En Samanta Schweblin, Betina González y Ariadna Castellarnau, tres autoras que visitan este año la FILBo, encontramos precisamente eso.
En el libro del Éxodo, Yahvé promete a su pueblo por medio de Moisés “una tierra bella y espaciosa, una tierra que mana leche y miel” (Ex 3, 8). La promesa de esta tierra mueve al pueblo judío por los caminos del éxodo. El judaísmo que permaneció en la diáspora asumió la errancia y la promesa –que debía permanecer como promesa– como parte de su identidad; nunca territorializó una tierra prometida que permanece como un espacio intangible con su potencia mesiánica intacta. El actual Estado de Israel, en cambio, buscando cercar esa promesa, materializarla y agotarla, es hoy lo más contrario a una tierra prometida: es un Estado distópico, un relato de ficción que sirve como fundamento para el establecimiento del control, de la paranoia y la usurpación defensiva.
El término “distopía”, en su sentido más estricto, sirve para referirse a la puesta en escena literaria de un mundo sombrío y aterrador. Puede considerarse un género o una tradición ligada a reflexiones sobre el poder político y tecnológico que atraviesa las vidas de los que quedan a él expuestos. Los humanos sometidos se apiñan o se dispersan, abandonados a una ausencia de sentido y de vitalidad para confrontar ese poder omnipresente, un poder exterior pero también interiorizado. En estas representaciones distópicas suelen resurgir, como fuente de resistencia, el poder de los afectos, un brote de lo humano, y la obediencia a un deseo salvaje por llevar una vida “auténtica”. Jonathan Swift y su inteligentísima –y racional– crítica al imperio del racionalismo en Los viajes de Gulliver; Un mundo feliz, de Aldous Huxley; 1984, de George Orwell; Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, son clásicos del género. También en cine podríamos llenar días enteros con la proyección de bellas fantasmagorías distópicas: Metrópolis, de Fritz Lang; Alphaville, de Jean-Luc Godard; Brazil, de Terry Gilliam; Blade Runner, de Ridley Scott, o The Lobster, de Yorgos Lanthimos, solo por nombrar algunas. En Netflix se multiplican las películas y las series “distópicas”, como si a medida que la tecnología nos subyugase, para dejar de ser un instrumento y convertirse en un amo sin lugar ni cabeza, nos sintiéramos cada vez más fascinados con la proyección especular de ese dominio y la dramatización de los efectos devastadores sobre nuestra frágil humanidad.
Una distopía es en principio lo contrario a una utopía. Una utopía, como la tierra prometida, no tiene lugar, y etimológicamente significa eso: ou-topos, sin lugar. Una distopía es en cambio una utopía que se planifica, se abre un lugar a la fuerza, se materializa y se lleva a cabo. Al situarse y ponerse en marcha, las utopías se salen de control. Por eso, aunque utopía y distopía son en principio contrarias, las utopías llevan en sí el germen de la distopía. Porque la felicidad no puede diseñarse en una cabeza, ni ofrecerse y proveerse desde un centro de poder. Y menos aún desde una ubicuidad virtual. El control lleva siempre al horror y las promesas de felicidad suelen volverse pesadillas. Hoy esas promesas nos llueven, nos atraviesan con su gracia, no ya desde un Estado totalitario, sino desde el mercado y desde la inmaterialidad de nuestras redes sociales, que operan incansables como un gran sifón de energía y concentración. Mientras más se multiplican las ofertas para alcanzar la felicidad, más cerca colectivamente parecemos estar de la desesperación. De la desesperación y del tedio. Y de nuevas catástrofes políticas.
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El fin y el retorno
Puede que en un esquema nuestro mundo se nos aparezca como un conjunto de ruinas políticas, de daños ambientales irreversibles, vencido por la sobresaturación ansiosa y barroca del mercado y la tecnología. Esta es quizá una forma de esquematizar nuestro presente enmarcada por una comprensión del tiempo en que el fin está cada vez más cerca. Ese fin nos apremia y a la vez nos hechiza y nos fascina. Esta forma de comprender el tiempo nos paraliza y nos moviliza al mismo tiempo. Es una vivencia del tiempo que no es cíclica sino lineal, volcada hacia la propia muerte; una comprensión entonces existencial del tiempo. También, colectivamente, el fin está cerca. Al final brillan para la humanidad los fuegos del apocalipsis. Si al final o hacia adelante –en el futuro– estuviera el horror, la salvación estaría en el retorno. En una vuelta, politizada o no, a una vida auténtica y verdadera.
El retorno a la naturaleza puede ofrecerse como salida utópica al agotamiento. Es la propuesta de Henry David Thoreau, que escribió Walden desde la pura alegría, “aunque solo sea para despertar a mis vecinos”, y que llamó también políticamente (o apolíticamente, hay al menos dos formas de comprender ese llamado) a la desobediencia civil en el famoso tratado que lleva este nombre. Thoreau llamaba a los adormecidos a despertar en la soledad, también en la privación, incluso en el dolor, en el hambre y el frío. Llamaba a estar afuera. A salir de lo que Benjamin llamó después el interior burgués: forrado, hiperamoblado, confortable. Thoreau es valioso hoy no solo por las imágenes de una naturaleza iluminada, sino también por el diagnóstico que hace de una forma de vida colectiva en que la desesperación crece. “La mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación. Lo que se llama resignación es desesperación confirmada. De la ciudad desesperada marcháis al campo desesperado”, escribió.
La guerra de todos contra todos
Pero ¿qué es la naturaleza? En su Leviatán, Thomas Hobbes, bajo el rótulo de “estado de naturaleza”, imaginó una “guerra de todos contra todos”, un estado en el que todos tienen derecho a todas las cosas, incluso a disponer del cuerpo de los demás. La vida humana en su estado natural, desnudo, es “solitaria, pobre, repugnante, brutal y breve”. La amenaza, la violencia y, por tanto, el miedo irradian de todas partes. Hobbes ideó la concentración de la violencia en un solo foco al que llamó “poder soberano”, un poder sin límites jurídicos ni políticos; un poder total, irrestricto. Él creía que el poder soberano, es decir nada menos que el Estado moderno, era la única técnica de gobierno, de dominio en realidad, que podía poner fin, o mejor, retardar y aplazar, reprimir el horror y la hostilidad de la naturaleza.
La naturaleza es para Hobbes, en esencia, distópica. Pero también podría verse así: el Estado, esa tremenda máquina de poder que, como el Leviatán –la temible mascota de Dios en el libro de Job–, “no tiene igual sobre la Tierra”, es la distopía necesaria que Hobbes diseñó para reprimir y regular el estado de naturaleza. Una naturaleza no idílica, utópica también porque no está en ninguna parte o más bien está en todas: latente, siempre posible, porque se anida en las pulsiones de nuestros corazones humanos que, según Hobbes, están hechos básicamente de ansia de dominio y de miedo a la muerte.
Así que la filosofía política más oscura ha explotado también, como la literatura, las imaginaciones de mundos horribles; de un mundo hecho de nuestro miedo, un mundo peor, el peor de los mundos posibles. Es un espacio imaginario y conceptual en el que lo específicamente humano –la técnica, la existencia política, el dominio sobre la naturaleza–, llevado a sus límites y a su paroxismo, hace que colapsen los ideales, los afectos y las prácticas que han también caracterizado a nuestra humanidad. En esos retratos distópicos, que sin duda son reflexiones sobre la condición humana, no son ya dos clases las que se enfrentan en una batalla final y decisiva, sino que es lo humano que se desata en contra de lo humano, la humanidad que se extingue a sí misma con sus propios métodos. Es de alguna manera, sí, la guerra de todos contra todos.
Hay una novela que asocié siempre con la oscura lucidez de Hobbes: La carretera, de Cormac McCarthy. La han llamado novela “posapocalíptica”, aunque es muy extraño situar cualquier cosa después del fin del mundo. Al leer esta novela, tan alta literariamente, temblamos por el mundo y por nosotros, pero temblamos también ante su poder estético. Un mundo espectral, acabado, un mundo que apenas es un mundo; fuegos dispersos, cenizas, ciudades saqueadas, refugiados, bandas de caníbales que andan con máscaras de gas en camiones movidos, como los buses bogotanos, por un combustible diésel ya casi inexistente. Árboles muertos, bandadas de pájaros migratorios que ya no tienen a donde ir y abandonan la Tierra para siempre. “Ni una sola huella en el asfalto, nada vivo en ninguna parte”. El hambre y el frío ya no son técnicas de liberación como en Thoreau, sino padecimientos continuos que acaban con las vidas humanas. Es el reino del miedo. Y en medio de la desolación, la relación entre un padre y su hijo sobrevive como el último rastro del amor y la compasión y del calor y la luz que irradia una vida humana antes del fin. De La carretera hicieron también una película que no he visto, pero debe ser aterradora y debe estar también en Netflix.
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FILBO: Escrituras del fin del mundo
Tres autoras invitadas a la Feria del Libro de Bogotá coinciden en imaginar mundos llevados al límite, o en llevar nuestro mundo un poco más allá de sí mismo, acentuando sus peligros de manera casi analítica: Samanta Schweblin en Kentukis (Random House, 2018), Betina González en América alucinada (Tusquets, 2016) y Ariadna Castellarnau en Quema (Gog y Magog, 2017).
La dicha, escribe Gilles Lipovetsky, invitado a la filbo, no se construye “con la razón crítica y afirmativa”. Foto: Olivier Brossard/Hans Lucas/AFP.
Kentukis
Kentukis es la más reciente novela de Samanta Schweblin, una escritora argentina que reside en Berlín. Su primera novela, Distancia de rescate (2014), que tampoco es una carta de recomendación para vivir en nuestro mundo, está entre las seis finalistas del Man Booker International Prize. Es además autora de varios libros de cuentos, entre ellos Pájaros en la boca (2008), que ha sido quizá el más leído y reconocido.
Un kentuki es una mezcla de un teléfono celular y un peluche. Como suele ocurrir con toda la mercancía que alcanza el estatus de fetiche, el magnetismo de este aparatico electrónico de calidad regular, pero que cuesta doscientos setenta y nueve dólares, se extiende como una ola por todos los países. De un lado de la pantalla está el usuario que “es” el kentuki y se conecta todo el tiempo que desee desde cualquier dispositivo a la vida del usuario que compró el kentuki y lo tiene, en principio, como un peluche inofensivo y una mascota de dignidad dudosa. Los kentukis entran así en la intimidad de sus dueños; los humanos que los manejan, que animan el dispositivo tecnológico, pierden su propia vida, se desconectan de su propios cuerpos y sus propias mentes para hundirse en vidas ajenas. En esta especie de escenificación grotesca de la dialéctica del amo y el esclavo, las relaciones se vuelven sofocantes: hay algunos “amos” que torturan a sus kentukis o los dejan descargar, que es una forma de matarlos; a veces la relación de poder se invierte y hay amos postrados a los pies de su muñeco, intentando desesperadamente conectar con el ser humano real que está del otro lado. Los afectos humanos siguen circulando, pero de manera extraña, diferida, pobre, sobre un fondo continuo de ansiedad. Los lazos que empiezan de manera armoniosa entre amos y kentukis, los lazos de ternura y compañía que llegan también a establecerse, se vuelven ridículos en los mejores casos, tormentosos y opresivos en los peores desenlaces.
La última escena de Kentukis es aterradora y está magistralmente escrita. En ella eclosiona todo el horror, el exhibicionismo y la incomunicación que venía sembrándose a lo largo de la novela. “Respiraba sobre círculos, sobre cientos de verbos, de órdenes y deseos, y la gente y los kentukis la rodeaban y empezaban a reconocerla. Estaba tan rígida que sentía su cuerpo crujir, y por primera vez se preguntó, con un miedo que casi podría quebrarla, si estaba de pie sobre un mundo del que realmente se pudiera escapar”.
En general, la novela de Schweblin trata de las vidas transparentes y magras de los que son vistos y quieren desesperadamente ser vistos, y de las vidas invisibles y desaparecientes de los que solo ven y no quieren ser vistos. Trata de seres humanos que les dan la espalda a sus propios poderes, a sus propias vidas y a su propio mundo. Seres humanos “hundidos en sus otros mundos”.
Por supuesto, Schweblin no habla de otro mundo sino del nuestro. Nuestro mundo que desaparece fragmentado en otros mundos, o en ninguno, en lo otro del mundo. Adictos a la atención de los demás, nos convertimos en esclavos de todos y de nadie, perdemos la capacidad de entregar nuestra propia atención a las cosas que requieren más de unos pocos segundos para ser amadas y comprendidas. Al parecer, el estado anímico colectivo, virtualmente templado, oscila entre la euforia y algo como el sinsentido; menos que la tristeza pero más invasivo. “Era una sensación parecida al desinterés, pero mucho más expansiva”, escribe Schweblin. Basta con entrar a Twitter para preguntarse si no estamos asistiendo a un grupo de apoyo colectivo que se sostiene en medio de adicciones variadas pero duras, empezando por la vieja y mítica adicción a la propia imagen.
Es muy interesante oír a los herejes de Silicon Valley, programadores e ingenieros jóvenes y brillantes que en sus celulares descargan una única aplicación que les impide descargar otras aplicaciones, restringen seriamente el acceso a internet en sus casas, mandan a sus hijos a colegios donde los “teléfonos inteligentes” y las tabletas están prohibidos. En pocas palabras, se vigilan a sí mismos e intentan salvarse de la trampa que ellos mismos han ayudado a crear. Lo hacen sabiendo muy bien de qué huyen, a qué resisten.
Están por supuesto el lado luminoso de la tecnología y la virtualidad, el libre acceso a la información, la bendición de los computadores en los que escribimos, el supuesto fortalecimiento de la democracia en las redes sociales, etc. Pero una cosa es la base tecnológica y otra la superestructura que circula gracias a ella y que es lo que termina siendo determinante. Por ahora, no está de más preguntar qué es lo que está pasando con nuestras vidas. No con la salvación individual, que bien podría ser lo único importante si existiera algo así. Pero no nos podemos salvar solo a nosotros mismos porque nuestra vida, y entonces nuestra “salvación” –es decir la dicha y la fuerza creativa que alcancemos y procuremos mientras estemos con vida–, está íntimamente ligada a la de muchos otros humanos, quizá a la de todos, y está ligada a la de lo vivo que nos rodea. No está de más preguntar lo que nos pasa a nivel colectivo, político y ecológico; si es que nos estamos volviendo tontos y nuestras cabezas ya no reinan.
América alucinada
Cerraduras en todas las puertas, sistemas nerviosos descompuestos, cuerpos inundados de morfina, desperdicios de comida y toneladas de basura, viejos que en vez de ser los más sabios son los que más miedo tienen y están armados, un grupo de desadaptados que escapa a los bosques y predica la invisibilidad social como una forma de resistencia y de despertar ante el “sueño letal capitalista”, pero son mitad dogmáticos, mitad lunáticos y completamente adictos a una planta alucinógena, es decir un poco menos que neohippies que nada pueden contra el horror de un mundo que se ha salido de quicio. Armas por todos lados, usadas como divertimento, como forma de matar el aburrimiento, cámaras de vigilancia, el ansia fallida por recuperar un saber primigenio. Y muchos fármacos: “Es todo lo que nos quedará dentro de poco: un cielo de clonazepam”. Estos son algunos de los elementos que componen el mundo imaginado por Betina González, escritora argentina, ganadora, entre otros, del Premio Tusquets de Novela.
Se trata de un estado del mundo imaginado hasta cierto punto: puesto en imágenes, sí, pero no del todo inventado. En una nota al final de la novela, la autora advierte en efecto que todo este paisaje narrativo, alucinado y desolado, ha salido “de las noticias”. Así que, al igual que sucede con Kentukis, no estamos tampoco aquí frente a una lectura que podamos considerar alentadora.
En la novela de González, la naturaleza se ha extinguido y solo sobrevive dispuesta, diseccionada o reproducida en un museo de historia natural. Las flores son producidas de manera artificial mediante sofisticados injertos. Los animales libres que quedan son ciervos enloquecidos que se han vuelto peligrosos y atacan a los seres humanos. Dicho de paso, es curiosa esa obsesión más o menos reciente del imaginario urbano con los ciervos, que desfilan desde las producciones de nuestros jóvenes artistas hipsters hasta películas en verdad perturbadoras como El sacrificio del ciervo sagrado o La cacería. Es como si la imagen del ciervo se hubiera cargado simbólicamente con las angustias, y las carencias de nuestro tiempo, con una extrañeza que resulta indescifrable y en la que pareciera residir un secreto importante para nuestra existencia.
La América vasta de Thoreau, de Emerson, de Walt Whitman o de Melville, que más que un territorio es la gran naturaleza abierta y sin límites donde se miden y se nutren las fuerzas y la vitalidad humanas, se ha convertido en la América alucinada de González en una vaga ciudad sin límites precisos, “con sus catedrales en venta y sus fábricas clausuradas”, en un territorio marchito, moribundo, que sirve a la vez de asilo a los desamparados, de hospital geriátrico para los viejos armados, de escondite para los ciervos enloquecidos y para las colonias de neohippies que hace tiempo han caído en el letargo.
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Quema
Por su parte, Quema, de Ariadna Castellarnau, escritora catalana radicada en Buenos Aires, es un decorado del fin del mundo, un repertorio de imágenes apocalípticas y de atmósferas enrarecidas por la lenta extinción de la especie humana bajo el dominio del hambre. Fuertemente inspirada por La carretera, se trata de una novela tan lírica como narrativa, en la que varias historias de sobrevivientes se entrecruzan mientras un mal, el mal, extraño e indeterminado, se propaga por el mundo. La gente quema todas sus pertenencias para evitarlo, y muchos, en su agonía, se arrojan a las piras que cubren la Tierra.
Estamos entonces frente a un motivo muy poderoso, el de la purificación y el fin por el fuego. “El fuego había despejado el camino antes obstruido por pensamientos inútiles”. Hay una escena en Quema que recuerda a la última escena soberbia de El pabellón de oro, de Mishima: “Al instante las ropas de mi madre se elevaron al cielo empujadas por el calor, arremolinándose como pájaros incandescentes”. “Las chispas volaban hacia lo alto y morían en la oscuridad sin estrellas”, escribe por su parte McCarthy.
La prosa de Castellarnau, que libera su propio poder, está alineada con el libro de Daniel, o el libro del Apocalipsis de Juan. Es como si la representación del fin del mundo fuera un espacio propicio para un lenguaje de la percepción pura y afilada; como si en un escenario de extinción y en un paisaje moral y físico extremo pudiera explotarse una tremenda potencia literaria.
Nuestro presente
También en cine podríamos llenar días enteros con la proyección de bellas fantasmagorías distópicas, por ejemplo, con The Lobster, de Yorgos Lanthimos.
La literatura no es un medio para librarnos de nuestras ansiedades colectivas. Pero, más allá de la esperanza y el miedo, puede ser un espacio desde el que observamos con atención lo que nos rodea y lo cristalizamos en imágenes que muchas veces capturan mejor que las disertaciones vacías el horror de nuestro mundo y su alucinante y último esplendor. Se trata de una especie de espectrografía de la constitución de nuestra realidad, sobrecargada de dispositivos, arrollada por el consumo y por un egoísmo político y ambiental catastrófico; se trata de una prefiguración de nuestro mundo si llevamos sus premisas a sus últimas consecuencias.
En su propia reflexión sobre nuestro presente, Gilles Lipovetsky, filósofo francés que también estará presente en la Feria del Libro, llega a la conclusión de que la fuerza de querer vivir, la felicidad de la existencia, “se nos da”. La dicha, escribe en su ensayo De la ligereza, no se construye “con la razón crítica y afirmativa”. “Es el resultado no de una ‘buena’ doctrina, sino de nuestro ser íntimo y de nuestras vivencias, de las circunstancias y del azar. Hay muchos caminos que proporcionan [la] ligereza [del] placer, pero no hay manual de instrucciones para sentir alegría de existir”. No es una conclusión muy potente, pero creo que es honrada.
Siempre en un punto volvemos a preguntar qué soy, qué somos, cómo estamos viviendo. Y esta pregunta, aunque no podamos nunca del todo responderla, es siempre un trébol de cuatro hojas. La reflexión sobre el presente –que a veces se proyecta en imaginaciones narrativas sobre el futuro cercano– es inevitable y necesaria, aunque cada vez que hablamos de “nosotros mismos” corremos el doble riesgo de caer en un montón de lugares comunes y a la vez de no tener ni idea de qué estamos hablando.
La reflexión sobre el propio tiempo ha dejado tras de sí una estela que puede rastrearse: incluye a Kant y su texto poderoso “Qué es la ilustración”; incluye también a Nietzsche, cuya obra es en gran parte un análisis profético de su presente que, a cierta escala, podemos considerar como el arquetipo de “nuestro” presente. Por su parte, después de una reflexión intensa sobre lo que significa la existencia humana y su relación con la técnica, Heidegger llegó con su pensamiento a un límite de lo humano al afirmar en una especie de entrevista oracular que dio para Der Spiegel en 1966 que “solo un dios podrá salvarnos”. Pero, como escribió Cormac McCarthy, “donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mejor”.
Pablo de Tarso creía, hace dos milenios, estar en el fin de los tiempos. Para él se trataba de una postura más existencial que cronológica. Ante la inminencia del fin, la existencia se vuelve urgente, el tiempo que se contrae se intensifica y, en ese tiempo que queda, debemos cambiar de algún modo, aunque se trate de un cambio interior, de un desplazamiento imperceptible, porque solo ahí, y no en un programa externo, puede estar la salvación.
“Esto os digo, pues, hermanos, el tiempo se ha contraído”, escribe Pablo en su carta a los Corintios (Cor 7, 29). Y ese tiempo que nos queda, quizá más que lo que hemos sido, es, de manera muy enigmática, lo que somos.
La literatura, sin impartir sentencias ni aventurarse a ofrecer curas, recoge también, a ratos, como en el caso de estas tres autoras, eso que Freud quiso llamar “el malestar de la cultura”, es decir, de lo humano. Este malestar cada vez tiene formas y manifestaciones específicas que a veces parecen tan agudas que en verdad creemos estar galopando hacia el final. A lo mejor ese malestar –aunque también deberíamos cuidarnos de la expresión de Freud y de todo lugar común– obedece a la inquietud como fondo de la condición humana, a esa ansiedad que no deja de murmurar en el fondo, a ese nerviosismo leve pero permanente que se acentúa en tiempos de crisis. Esta literatura no íntima, no cotidiana, donde “aquí” es muchos lugares, o todos, toda la Tierra, porque todo sucede a escala planetaria, pretende dar cuenta de un estado de la humanidad, indeseable, sin esperanza, “solitaria, pobre, repugnante, brutal y breve”, como en la inmensa novela de Cormac McCarthy. La humanidad despojada puede estar bajo el dominio de un poder total y centralizado, como en Orwell o, como en obras más cercanas a nuestro tiempo, dispersa en una ambigüedad en la que, como dice Bruno Latour, “ya no hay amos, ni siquiera amos locos”. En estas tres autoras que visitan la Feria del Libro de Bogotá encontramos una buena muestra, muy contemporánea, de una vertiente de ese amplísimo espectro literario. En esas tres novelas se alberga quizá algo del ansia por apurar el fin y a la vez contenerlo. Y se respira en ellas, tal vez, el deseo oculto por finalmente desaparecer.
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“La respiración cavernaria”
Hay un cuento muy bello escrito también por Samanta Schweblin. Se llama “La respiración cavernaria”. Lo leí mientras hacía todas estas lecturas apocalípticas y distópicas, mientras volvía a pensar en la tierra prometida, en Hobbes, un pensador tan grande como funesto del que solo podremos librarnos si lo pensamos a fondo. El cuento de Schweblin aborda de otro modo la cercanía del fin. Está contado desde la perspectiva de una mujer vieja que va perdiendo la memoria y rodeándose poco a poco de un mundo fragmentado, lleno de temores y de paranoias, cercado por el aislamiento. Es un mundo que ella ya no comparte con otros y que apenas comparte con las cosas que debe etiquetar, con las cajas en las que, como único preparativo para la muerte, embala las pertenencias acumuladas a lo largo de una vida. Un mundo no compartido no es un mundo. Quizá por eso lo único que esta mujer espera y ansía es la muerte. Al final, acompañada solo por su respiración, muere. Con su muerte, como con la muerte de cada uno de nosotros, sobreviene también de algún modo el fin del mundo: “Pero el abismo se había abierto, y las palabras y las cosas se alejaban ahora a toda velocidad, con la luz, muy lejos ya de su cuerpo”.