Humboldt, 250 años
Los hallazgos de Alexander von Humboldt y Francisco José de Caldas
La historiografía nacional ha preferido ensalzar al sabio Caldas más como polvorero y mártir de la independencia que como científico. En este año dedicado a Humboldt, y también al bicentenario, lo recordamos a la luz de su importancia en los descubrimientos que luego el alemán desarrolló y dejó consignados en su obra.
Uno ostentó el título de barón y se codeó con monarcas y aristócratas de media Europa toda su vida; el otro nació en una familia respetable pero pobre en una provincia secundaria del Imperio español. Uno viajó por tres continentes y sus trabajos aparecieron en los idiomas más divulgados de su tiempo; el otro apenas alcanzó a recorrer las montañas de su virreinato y murió fusilado en 1816 sin haber salido nunca de la Nueva Granada. Uno nació en Popayán y fue bautizado Francisco José de Caldas, en honor de su patrón en el santoral católico; el otro nació en Berlín (en ese momento capital de Prusia), recibió una educación protestante y fue instruido por algunos de los sabios más ilustres de su tiempo. No obstante, y a pesar de las diferencias insalvables, los destinos de estos dos científicos se cruzaron por un breve periodo y de este encuentro ambos aprendieron mucho de lo que después le entregaron al conocimiento mundial.
Alexander von Humboldt ha sido llamado más de una vez el segundo Cristóbal Colón por su papel como descubridor del Nuevo Mundo. Y como este, el prusiano también llegó a América por una serie de casualidades que lo alejaron de su propósito inicial. Acompañado por el botánico francés Aimé Bonpland, Humboldt fue convencido a última hora en Madrid de visitar los reinos de ultramar con facilidades otorgadas por la Corona y, una vez en Cartagena el 30 de marzo de 1801, cambió de nuevo sus planes influido por el payanés Ignacio de Pombo, quien le aconsejó viajar a Santafé para conocer al sabio español José Celestino Mutis y al prodigioso Caldas.
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Durante su viaje hasta la capital, los sabios extranjeros tuvieron oportunidad de levantar un mapa del río Magdalena, entre otras labores de observación, y alcanzaron incluso a escribir sobre los bogas negros y los indígenas que los acompañaron durante el viaje, ambas razas despreciadas por los ilustrados criollos. La estratificada Nueva Granada no podía ofrecer un contraste más grande para Humboldt, quien años después fusionaría en su obra Cosmos el romanticismo y el racionalismo de su época con su teoría sobre la conjunción armoniosa de todos los elementos de la vida natural. Aquí, hasta los jóvenes más educados y partidarios de las doctrinas ilustradas estaban criados en el estricto respeto de los valores cristianos y veían como parte del “orden natural” la diferenciación establecida hacía siglos por la jerarquía racial. Igual que en la taxonomía de Linneo que Mutis enseñaba, que clasifica a los seres en niveles jerárquicos, en el Nuevo Reino de Granada parecía haber especies y subespecies humanas.
Al paso del barón de Humboldt y del botánico francés, las puertas se abrieron y las mesas se sirvieron. Después de todo, muchos (Caldas incluido) los vieron como brillantes luciérnagas trayendo las luces de la razón para curar la bárbara ignorancia de estas tierras.
“ROBO” AL SABIO
El 7 de julio de 1801, cuando llegaron a Santafé, se enteraron de que Caldas estaba en Popayán, pero aprovecharon la larga estadía para conocer a Mutis, quien compartió sin miramientos sus hallazgos de cuarenta años de trabajo científico en la Nueva Granada. Hay que recordar que en el momento en que la dupla de expedicionarios europeos llegó, aquí ya llevaba casi veinte años de funcionamiento la Real Expedición Botánica y muchos jóvenes estudiantes de Cartagena, Santafé y Popayán habían estado consagrados por años a las ciencias útiles, que se habían establecido desde la reforma educativa de Moreno y Escandón de 1774 como fundamento de su patriotismo. Para ellos, la Nueva Granada había de avanzar (incluso volverse potencia mundial) gracias al aprovechamiento de las bondades naturales que Dios había puesto en su tierra y que ellos estaban aprendiendo a utilizar. Tal vez sus luces no fueran tan sofisticadas y profundas como las de otras capitales europeas (o americanas), pero se correspondían bien con el territorio que habitaban y estos investigadores de la periferia habían logrado grandes avances en precarias condiciones, como el mismo Humboldt reconoció.
Los extranjeros finalmente se encontraron con Caldas el primer día de 1802 en Ibarra, al norte del Ecuador, y empezaron a compartir saberes. Caldas aprovechó para copiar varios de los libros traídos por la dupla europea, y Humboldt completó su mapa del río Magdalena con la cartografía que ya había levantado Caldas entre su nacimiento y Honda, donde lo había dejado Humboldt. Por primera vez en los largos siglos de vida colonial, un neogranadino trabajaba de igual a igual con un científico europeo, de quien no solo era contemporáneo sino interlocutor. En sus muchos viajes por las cordilleras como comerciante, Caldas había descubierto también algo que interesó particularmente a Humboldt: aprendió a calcular la elevación de las montañas a partir de la temperatura en que hierve el agua y, además, se había dedicado a diferenciar los tipos de plantas que se encuentran a diferentes alturas de la cadena montañosa.
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Ni Humboldt ni ningún otro botánico europeo podía haber avanzado en esta última ciencia en su tierra septentrional porque allá la vegetación cambia de acuerdo a las estaciones y no a la altura. Por eso, cuando conoció los estudios de Caldas, se interesó rápidamente en el tema y comparó sus observaciones con las que él había hecho durante su viaje por el río.
Unos años más tarde, una de las primeras obras que publicó Humboldt tras su regreso a Europa fue el Ensayo sobre la geografía de las plantas, en el que expuso lo aprendido en la Nueva Granada: que las plantas varían de acuerdo a su elevación en climas tropicales, algo que puede parecer obvio, pero que no se había estudiado hasta ese momento.
En varias ocasiones, Humboldt mencionó a Caldas en sus escritos (así como a Mutis); sin embargo, era evidente que, al ser presentados por un naturalista alemán en los salones de Europa, estos hallazgos quedarían para siempre ligados a su nombre, a pesar de lo mucho que le debían a Caldas. En los siglos posteriores, este entuerto dio pie a múltiples escritos y gritos colombianos de indignación ante el “robo” que había sufrido nuestro sabio a manos del extranjero felón. Al mismo tiempo, y como también era de esperarse, este aireado reclamo no se vio acompañado en nuestro país por la enseñanza local de los descubrimientos de Caldas, a quien la historiografía escolar ha preferido ensalzar más como polvorero y mártir de la independencia que como científico en las décadas previas a la separación de España.
INQUIETUDES, NO RECURSOS
El propio Caldas pareció tomar mejor el poco reconocimiento de su influencia en la obra humboldtiana. En 1809 publicó en el Semanario del Nuevo Reino de Granada, el cual dirigía, una edición completa del ensayo del prusiano, comentado y corregido por él mismo. Mucho después aparecería póstumamente su propia Memoria sobre la nivelación de las plantas, que nunca tuvo la misma resonancia que la obra de Humboldt. Esta desigual valoración mundial del trabajo de los dos naturalistas se explica por las circunstancias del lugar de enunciación de cada uno. Aunque en la ciencia los hechos son los que mandan por encima de otras preocupaciones humanas, es ingenuo desconocer que hay razones históricas que hacen que un estudio publicado en París se haga inmortal y una obra aparecida en Bogotá quede en el olvido. Las ciencias retoñan mejor en ciertas alturas del escalafón geopolítico.
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Sin embargo, el reverso muchas veces olvidado de este episodio fue la real (y fructífera para ambos) colaboración que establecieron por algunos meses estos dos sabios, en un momento en que el Ecuador fue realmente el centro del mundo. Como ha demostrado el historiador Renán Silva en sus trabajos sobre ilustración neogranadina, los avances de la ciencia en nuestro país se debieron al saber colaborativo que construyeron los estudiantes del virreinato a través de su red de contactos. En este escenario, Humboldt podría verse como una pieza que se integró pasajeramente a esta comunidad investigativa, y de la cual también tomaron mucho los locales. La diferencia estuvo en que, posteriormente, Humboldt volvió a la rica y central Europa, y Caldas tuvo que sobrellevar sus inquietudes científicas en medio de la falta de recursos y la guerra.
Pero otro habría sido el destino de Caldas si hubiera conseguido su sueño de acompañar a Humboldt y Bonpland durante el resto de su viaje. Por desgracia, esto no se dio y las causas que estuvieron detrás dieron pie a otra de las controversias que han rodeado la memoria de esta amistad euro-criolla. Durante el tiempo que compartieron en Quito, Caldas se mostró escandalizado por el comportamiento “afeminado” y “obsceno” de Humboldt, a quien le gustaba departir con jóvenes de la sociedad local. Por muy sabio y estudiado que fuera Caldas, su educación no le daba para aceptar el comportamiento homosexual que demostraba Humboldt y que, según su biógrafo Santiago Díaz Piedrahíta, también reprimía el propio Caldas. Violando el mandato científico de observar sin juzgar la vida que se presenta ante sus ojos, Caldas tuvo que haber hecho evidente su desprecio por las preferencias sexuales del barón y este optó, al final, por invitar al resto de su viaje a Carlos de Montúfar, un joven noble quiteño menos preparado que Caldas para la ciencia, pero con quien Humboldt se sentía, simplemente, más cómodo y feliz. Caldas se quejó agriamente de este episodio en sus cartas posteriores y dejó así testimonio de las razones extracientíficas que precipitaron su separación del sabio extranjero.
Todavía hoy los investigadores que hablan sobre la historia de estos hombres parecen turbarse y pasan de soslayo las referencias a sus inclinaciones sexuales y al papel que estas jugaron en su distanciamiento, como si nos costara reconocer que desde siempre las pulsiones de los cuerpos han determinado la vida de los protagonistas de la historia tanto como las ideas. Tal vez a Caldas le costó superar este prejuicio mucho más que escalar la cima del volcán Puracé, pero hoy podemos aceptar sin ruborizarnos estos comportamientos, propios de seres naturales.