LOS NADIE, ESTRENO NACIONAL EL 15 DE SEPTIEMBRE

El viaje como destino

Filmada intermitentemente en las comunas de Medellín con un puñado de actores naturales, la ópera prima de Juan Sebastián Mesa recupera el espíritu punk de Rodrigo D: no futuro para contar la historia de un grupo de funambulistas que se prepara para abandonar Medellín y recorrer América Latina.

Daniel Rivera Marín*
23 de agosto de 2016
Un fotograma de Los Nadie, de Juan Sebastián Mesa.

En Antioquia, dicen, hay una obligación con la tierra: los padres de los padres aquí sembraron, aquí rompieron las rocas, aquí abrieron trocha, se mataron en estas montañas y esa tierra tan sudada no se deja, y si se deja, se añora hasta la muerte. Aún se conserva en Medellín eso de decir “Mi familia es del suroeste”, “Mi familia es del oriente”, “La mía es del norte” y acaso es una manera de decir venimos del campo, tenemos un arraigo, un cordón umbilical que nos une a un potrero en el que crecieron vacas, marranos, caballos, matas de café, naranjos, niños. Pero en Los Nadie funciona la versión contraria, la tierra está ahí para desdeñarla, para desprenderse de ella, aunque a veces duela.

—Yo me di cuenta de que uno podía dejar la tierra, y de que esa necesidad se le metía a uno en el cuerpo, cuando nos fuimos varios amigos a mochilear por todo Suramérica. Entonces me encontré malabaristas que eran nómadas, que estaban en cada ciudad sin esperar nada, trabajaban, vivían y continuaban el viaje, no tenían un lugar para llegar, su objetivo era el viaje, no parar. Ahí me surgió la idea.

Juan Sebastián Mesa está cumpliendo 27 años y los celebra en el barrio Carlos E. Restrepo, en Medellín, tomándose unas cervezas y comiendo papas de limón. Ahí está sentado con unos amigos en unas escalinatas al frente de una tienda donde venden licor como arroz. La escena podría ser parte de Los Nadie, la película que dirigió y que se estrenará en septiembre en salas de cine (y que estará en la Semana de la Crítica de Venecia). Pero eso no importa, lo que importa es la escena.

Los amigos son José Manuel Duque y Alexánder Arbeláez, productores de la película, y mientras toman sus cervezas hablan de documentales y se alegran ojeando el librillo que Velvet Voice imprimió para publicitar la película. Son bien populares, amigos y excompañeros de la Universidad de Antioquia se les acercan, los abrazan y les dicen “qué chimba lo que está pasando con la película”. Son de esas aves raras que cuando asoman la cabeza quieren volar y vuelan.

La idea nació como un cortometraje, aplicaron a las convocatorias FDC, ganaron e hicieron un cortometraje que pocos vieron, que nunca fue público. El cortometraje fue la primera huella de Los nadie, el embrión de la película.

—Se hizo el corto, pero Sebas se dio cuenta de que no nos bastaba con arrojar la mirada sobre un solo personaje, así que decidimos continuar y hacer un largometraje. Fue muy raro porque grabamos cinco días, descansamos seis meses, luego grabamos ocho días y descansamos siete meses, a ese paso nos demoramos dos años en sacar la película –dice Alexánder.

No es poco: este es el primer largometraje que hacen, el primer gran proyecto. Lo antecede un mediometraje llamado Kalashnikov, trabajo final de la carrera de Comunicación Audiovisual que los tres cursaron en la Universidad de Antioquia. Antes de eso solo hicieron trabajos universitarios para afinar la mirada, el pulso.

—¿Te acordás que cuando íbamos a viajar al Short Film Corner de Cannes en 2013 nos ofrecieron unos trabajos? –le pregunta Alexánder a Juan Sebastián.

El corto fue seleccionado para el festival y para viajar renunciaron a la vida segura de un buen trabajo, con un sueldo fijo, con prestaciones. Esa también es una escena que podría estar en Los Nadie.

—¿Y cómo viven ahora del cine?

—Sobrevivimos, toca moverse mucho a pie o en bicicleta. Trabajos aquí, proyectos ajenos allá –dice Alexánder.

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María Camila Castrillón, quien al interpretar a Manu tenía el pelo rubio y 19 años, ahora está cerca de cumplir los 22 y se fuma un cigarrillo tras otro mientras cuenta que estudia Arte en la Universidad Nacional, que está a punto de graduarse y que llegó a la película con un encargo preciso de Juan Sebastián: conseguir malabaristas, punkeros, actores bien reales que pudieran representar su propio personaje, o uno muy cercano. Le encargó también el vestuario. Solo después de todo eso se convirtió en actriz.

Mientras fuma aparece de la nada un amigo –ya habían aparecido otros, aparecerán más– y conversan pese a todo –a la grabadora, al periodista–:

—Qué hubo, Maca, bien o qué –le dice el tipo medio agitado.

—Ah, todo bien parce.

—¿Tenés un cigarrillito que me regalés?

—Sí, parce, pero estás como ahogado, aunque aquí está –el amigo lo recibe, lo prende, le da una calada.

—No, lo que pasa es que tengo como una rabia. Pero vos tenés la voz como rara.

—Es que me estoy volviendo como ronca, más raro.

—Marica, tenía que estar a las cuatro en San Javier y se me pinchó la bicicleta.

—Ah, esas cosas pasan.

El hombre se va y la conversación parece copiada de la película. Para que los diálogos fueran creíbles, Juan Sebastián hizo dos cosas: talleres de adaptación a la cámara con los actores –todos naturales–, todos espontáneos, y les decía cómo iba la escena, les planteaba una situación y ellos tenían que improvisar los diálogos. Ver conversar a los actores de Los Nadie con sus amigos es como ver un poco la película, es creer que los actores son los personajes. María Camila encuentra similitudes con Manu: “Las dos venimos de clase media, con unos padres que podían pagar una carrera en una universidad privada, una carrera que, como dicen, diera plata, pero decidimos una manera más libre de vivir”.   

*

Los Nadie cuenta la historia de cinco malabaristas, todos punkeros, anómalos, que se terminan conociendo por diferentes azares: Camilo, al que llaman la Rata, vive en Robledo Aures y reparte en moto los tamales que hace su madre; Mechas, el mejor amigo de Camilo; Ana, que está a punto de cumplir 18 años, le dicen la Mona y tiene una tía evangélica que le amarga los días; Pipa, guitarrista en una banda de punk, tatuador, grafitero, novio de la Mona; y Manu, hija de una familia de clase media alta, la única estudiante, aprendiz de malabarista. Todos quieren escapar y la excusa es un viaje por Suramérica. Cada uno busca la manera de hacerse a un poco de plata para llegar a Ecuador.

Algunos han comparado la película con Rodrigo D: no futuro, la ópera prima de Víctor Gaviria, porque muestra la escena punk y el embrión de la desazón juvenil. Sin embargo, en Rodrigo la violencia está en primer plano y sus muchachos no encontraban más salida que la muerte. Los Nadie está lejos de todas esas temáticas que después de Gaviria fueron remasticadas una y otra vez, el punk como bandera.

Lo que ha pasado con la película es esto: fue el largometraje inaugural del Festival de Cine de Cartagena de Indias (FICCI), a cuya función asistieron el presidente Juan Manuel Santos, parte del gabinete, militares, directores y actores, todos ahí para ver la historia de unos punkeros que no creen en otra cosa que el deseo. Poco después, el aplauso generalizado de la crítica, la selección en Venecia.

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En un semáforo que está cerca al estadio Atanasio Girardot hay un Spiderman que se balancea como un pájaro de árbol en árbol. Tiene amarradas unas telas a los troncos más gruesos y los motociclistas se suben los cascos para ver las piruetas que hace en el aire. Su traje está maltrecho pero el talento le basta. Mientras se desenreda, una mujer de rastas que juega con un diábolo pide el dinero de ventana en ventana, y de uno, dos, tres carros les estiran la mano, les dan monedas.

—Este turno estuvo bueno, tres carros y recogimos 5.000 pesos— le dice la rasta al Spiderman que, con un claro acento argentino, le responde que el día ha estado bueno.

El Spiderman no se quita la máscara pero dice que se llama Lautaro, tiene 25 años y hace dos salió de Buenos Aires. Lleva cuatro meses en Medellín y pronto continuará su travesía hacia el norte. No tiene rumbo fijo, en cada ciudad trabaja para comer, para dormir, para tomarse unas cervezas. No busca mucho: “Conocer ciudades, conocer gente, vivir”.

María Camila tiene una teoría: “La película no se trata tanto de un viaje físico, se trata de un viaje hacia adentro, a conocerse, a explorarse, es un viaje a la realidad”. Lautaro, en su semáforo, mientras finge volar de un árbol al otro, no piensa en nada más que en su próximo destino.

No hay un censo que pueda contar con exactitud cuántos malabaristas, funambulistas, tirafuegos, mimos, payasos hay en Medellín. Algunos están de salida, otros están llegando, pero según la Mesa del Circo que tiene la Secretaría de Cultura, hay 31 agrupaciones con trabajo itinerante por toda la ciudad, más 14 circos con carpas en lugares fijos. No hay cómo contar a los nadie. Para los ojos distraídos, los malabaristas de semáforo no tienen casa, no tienen familia, no tienen historia, surgieron del pavimento, crecieron en los árboles.

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No, no es otra película de violencia; ni otra película de muchachos desencantados que se van para no ver tanto muerto; no es una película sobre Medellín –aunque detrás está ese fantasma gigante–; no es una película sobre el punk, aunque todos los actores tengan algo que ver con la escena y el Pipa tenga una banda –O.D.I.O.– que hace las canciones de la película.

—Aquí lo que se muestra es un choque de culturas. Todos los muchachos en el largometraje quieren tirar para afuera, solo quieren irse, pero los adultos los tiran para adentro, no los dejan salir. Lo punk de la película no está en la música, está en la actitud kamikaze de los personajes.

Dice María Camila que hace unos años conoció a unos malabaristas y se fue con ellos para un semáforo a verlos trabajar mientras a ratos leía un libro de poesía, como sucede con su personaje: “Y un día mi mamá pasó por ahí y me vio, me dijo que yo no tenía necesidad de estar ahí, que yo tenía otras oportunidades. Le respondí que ella me había enseñado a seguir mi instinto y que eso estaba haciendo”.

*Corresponsal de Semana.

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