Lecturas para viajar
Los ríos: un fragmento de 'Las noches todas', de Tomás González
Al final de su vida, un hombre se embarca en una empresa imposible para darle sentido a su existencia y encontrar un refugio del mundo al que ya no quiere pertenecer: crear artificialmente un jardín que produzca la ilusión de haberse formado sin intervención humana.
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Además de las plantas, de los trabajos en la casa y de leer, mi otra ocupación consistía en mirar la ciudad y sobre todo sus dos ríos. Me imaginaba a los caimanes que devoraban, en la oscuridad de las aguas casi negras, masas orgánicas descompuestas a lo largo de muchos kilómetros y que llegaban ya informes. Me gustaba mirar las garzas de un blanco más blanco que el blanco, largas patas negras, cuellos más largos que el cuerpo y picos amarillos muy puntudos, que volaban sobre los dos ríos un poco antes del comienzo de la ciudad y se posaban, elegantes e ingrávidas, en las riveras. Como pinturas hindúes. En las orillas del río mayor, jóvenes tan morenas y de sonrisas tan blancas como las de las mujeres que se bañan en el Ganges se sumergían con alegría en aguas tan sucias y sagradas como aquellas.
Todas las aguas en algún momento pasan por el Ganges y el Ganges pasa por todas las aguas. También por los ríos nuestros, sean negros o azules, limpios o sucios, apacibles o torrenciales. El Ganges baja por todos los lavaplatos, llega a todos los pozos sépticos. Un gran amigo mío que vive en Estados Unidos, Jorge Junca, exprofesor universitario como yo, cada año viaja a Benarés, se queda ocho días y se baña muy temprano todas las mañanas en el río, igual que las jóvenes sonrientes en el río grande de color barro oscurecido por su contaminado afluente. Pasados los ocho días, regresa liviano y se dedica otra vez a leer y a la meditación en la terraza de su apartamento del sur de Manhattan, después de haber borrado la diferencia entre lo puro y lo impuro, que es, a su modo de ver, la mayor purificación.
Pero yo no buscaba la purificación. Tampoco quería iluminarme ni estaba interesado en la liviandad. Buscaba crear un lugar de mucha belleza, eso era todo, y ese impulso no tiene explicación. Tres años después de comenzadas las obras, un año después de la llegada de Aurora, había despedido ya a Álex, el jardinero, y también a Alvarito, el maestro de obras. El maestro nunca hacía lo que uno quería, Álex hacía demasiado lo que uno quería, y los dos exigían mucha atención, así que decidí que para lograr lo que buscaba tendría que valerme, dentro de lo posible, solamente de mis manos y de las largas y eficientes manos de Aurora, que mantenía las uñas impecables y suaves las palmas, así hubiera usado el machete o le hubiera dado vuelta al compostaje.
Lo primero que hicimos juntos fue integrarle al jardín la parte de la casa que estaba en ruinas. Miramos fotografías de los templos jemeres, de Camboya, invadidos por la selva. Miramos fotos de casas, iglesias, hoteles y edificios de apartamentos abandonados y tomados por la vegetación en Brasil, en Italia y otros sitios. La reintegración de las obras humanas a la naturaleza toma siempre la misma forma, que para mí es de gran belleza. Y era aquel trabajo lento de la raíz en la baldosa, de la hoja que roza la piedra y la desgasta, esa humedad de siglos que ablanda el ladrillo o el adobe y lo desmorona, lo que tratábamos de imitar en la parte en ruinas de la casa.
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Yo había conocido a Aurora en un retiro para practicantes de yoga. Llevaba mucho tiempo desempleada o parcialmente empleada, igual que medio país, de modo que le ofrecí un salario por su trabajo con las plantas y también para que siguiera enseñándome aquella antiquísima disciplina que me mantendría sano y atento y aumentaría mis probabilidades de vivir el tiempo que necesitaba para terminar el asunto. Una señora ya bastante mayor, Carmelita –a quien yo conocía desde la infancia y era casi una tía o una prima, pues había trabajado de niña con mi abuela y de joven con mis tías, ya difuntas todas– se encargaba de los trabajos domésticos bajo la dirección de Aurora, que pasó a ser ama de llaves, además de instructora de yoga y jardinera mayor. Me alegraba, me conmovía incluso, ver a mi joven trabajadora por ahí, ocupada en sus arreglos florales, en la preparación de la tierra para las matas o en la poda de árboles. Sería bueno, pensaba yo, que esa sonrisa suya, de belleza no menor que la de las azaleas del patio o la de los cartuchos gigantes que habíamos sembrado bordeando los muros, fuera incorporándose poco a poco al jardín. Los cartuchos daban flores el doble de grandes que los cartuchos corrientes, eran de un amarillo más claro que el de la yema del huevo y se recortaban como si estuvieran pintados en la cal de los muros.
Al arquitecto que vino a mirar la casa, y en especial la parte en ruinas, le expliqué que yo quería unas ruinas sólidas, que no se nos cayeran encima cuando entráramos a trabajar con la vegetación que íbamos plantando en ellas. Estuve de acuerdo con los costosos refuerzos en concreto que según él exigían algunos de los muros, pero le expliqué que la idea era dejarlos así, desconchados, mostrando la tierra de sus adobes.
—De esa forma le va a salir más caro. Es que hay que trabajar cuidando que no se terminen de caer, don Esteban. Afirmar ruinas no es fácil —dijo.
Mencioné entonces al poeta y político de la India que decía que mantener a Gandhi en la pobreza le costaba cada día al país una fortuna. Sonrió. A los techos, dije, hacerles solo lo necesario para que no se terminaran de desplomar, no importaba si salía más caro que reconstruir el lugar completo, y sobre todo para que conservaran los boquetes por los que se veían el azul celeste y las nubes o el azul casi negro y las estrellas.
—Listo. Cuente con eso, don Esteban. Me gusta la idea, ya ve.
Ilustración: Lisa Anzellini.
En los refuerzos se sembrarían enredaderas, de modo que no se vieran incongruentes en aquella parte que podría haberse llamado “Jardín con ruinas”, donde se buscaba que estas fueran apenas otro entre los muchos acontecimientos fugaces que sucedían en ese territorio. Lo duradero era la vegetación; lo provisional eran las tapias y las tejas, igual que en las ruinas de Camboya lo era el ordenamiento de la piedra en forma de caras, elefantes, carretas, que surgían de la gran noche de los tiempos y conservaban sus formas un instante, o una fracción de instante, mientras las semillas, surgidas también de aquella noche, pues otra no hay, sacaban raíces hacia lo oscuro, tallos hacia el día, y se afianzaban, y con sus raíces y tallos agrietaban elefantes, rajaban plácidas caras, desplegaban ramas, se elevaban como pólvora de celebraciones y espectáculos y volvían a tomarse todo. Al despedirse después de la primera entrevista, el arquitecto me miró con algo que pudo ser curiosidad o tal vez desconcierto. Era tres o cuatro años mayor que Aurora. Tenía talento, pensé. Javier Aguirre, se llamaba.
Me faltaba ya poco para terminar de poner grama hasta donde quería que llegara, que era la entrada o comienzo de las ruinas, donde golpearía como olas contra lo umbroso igual que el mar contra las grutas de los acantilados. Le dediqué meses a aquel trabajo, avanzando algunos metros cuadrados por mes. El tiempo cada vez corría más rápido, alcanzaba para menos y se precipitaba y desaparecía como una catarata oscura por y para toda la eternidad. Cuando llegara la grama a las ruinas por un lado y a una distancia de dos metros de la escalera de piedra que subía al mirador del tercer piso, por el otro, comenzaríamos a desmalezar lo ya sembrado, trabajo largo, pues cuando termináramos una parte ya se habría empezado a enmalezar lo ya desmalezado. La grama señalaría el límite de aquello que de otra forma habría sido solamente caos.
Entre las llamadas malezas, las hay muy llamativas: los besitos silvestres, los daliones, los margaritones. Hay una planta de hojas de tamaño mediano y de un verde oscuro que parece salpicado con pintura rosada. Y está el ojo de poeta con su belleza al mismo tiempo humilde y avasalladora, así como las variedades silvestres de la batatilla, de flores moradas oscuras o blancas, y que tal vez sean las más bonitas, esquivas y caprichosas de todas las malezas. Y todas ellas tienen en común que se dan muy bien si se las deja nacer y expandirse en paz por donde quieran, pero si el jardinero trata de ponerlas en el sitio que a él le gusta o considera óptimo, simplemente no progresan o se mueren. Son plantas de gran belleza y son plantas libres. Así como a los esclavos que se escapaban los tenían por malvados y viciosos, elegantes masáis, por ejemplo, con tradiciones de siglos, desesperados, enloquecidos por su tragedia, del mismo modo a las matas que no se dejan domesticar las consideramos maleza. Con las plantas me pasa lo mismo que con los gatos. Si realmente se las mira, todas tienen armonía, ninguna es mejor o más bella que otra. Somos nosotros los que no estamos a la altura y queremos imponerles nuestros prejuicios. Me imaginaba entonces un jardín diseñado con lengua de vaca, diente de león y otras especies que hasta ese momento había perseguido sin mucha convicción, pero con gran constancia. Un jardín compuesto, como se compone una pieza musical, solamente con maleza, así a ninguna de esas especies le fuera a gustar que le faltaran al respeto con babosadas estéticas. Y de este curioso modo terminaba por sentirme mal, o equivocado, tanto si erradicaba la maleza como si la dejaba tranquila, y me llegaba el malhumor y sobre todo el desaliento que generan las situaciones insolubles.
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Muchas veces deseé que se produjera de repente, como con el chasquido de una rama, mi liberación de tantos esfuerzos. Dejar todo con la forma que ya tiene. Sentarme día tras día a contemplar todo aquello que se produzca entre el amanecer y la noche, sin intervenir en nada. Difícil. El impulso de hacer es muy profundo, muy fuerte la compulsión por trabajar, bregar, sudar, afianzar, crear. ¿Y como para qué?, se pregunta uno. No está claro de ninguna manera, sobre todo si se tiene en cuenta que aquel impulso y aquella exigencia son fuente de desasosiego en quienes los padecen. Hay el instante del logro, por supuesto, como la desaparición del monje, pero no la de su presencia, en el follaje, o cuando pusimos la última de la composición de lajas de piedra detrás del estanque y vimos que nos había quedado bien; pero ni siquiera aquellos momentos estuvieron libres de cierta intranquilidad y cierto malestar. Era como si alguien nos hubiera dicho, todo displicente: “Listo, está bien, les quedó muy bonito. ¿Y qué hay con eso?”.
A mis dudas, que ella casi nunca compartía, Aurora respondía con alguna de aquellas frases siempre pertinentes y que tal vez había leído en algún lado –de Buda, quizás, o de Lao Tse o del Sexto Patriarca del Zen, a quienes mucho respetaba– y seguía con lo que estuviera haciendo. Yo examinaba la frase en cuestión como si fuera una vasija de cerámica o una pequeña y antiquísima escultura de arcilla, le daba vuelta en mis manos, por así decirlo, y me admiraba de su profundidad y perfección y también de lo acertada que resultaba para las circunstancias presentes. Ella seguía entonces podando, organizando los semilleros de legumbres o quitándole las intrincadas ramas secas a alguna enredadera. No le molestaba, le gustaba, que me quedara mirándola con mucha atención y casi sin darme cuenta. La miraba a ella, a su persona física, y admiraba también su manera de trabajar, de hacer las cosas.
Me gustaba comprarle ropa y hasta joyas, cosa que ella aceptaba como lo más natural del mundo. Fumigaba los mandarinos con los overoles color terracota, demasiado bonitos para ser considerados de dotación laboral, con la máscara de fumigar, con la bomba de aspersión y con las candongas de oro, que también le regalé y sin duda no eran de dotación laboral. Empezó a integrarse al jardín y se dejaba adornar. La bomba de aspersión, verde, hacía ver muy bella su espalda ancha y angulosa, muy hermosos sus hombros dorados. Me atraía, por supuesto, así no haya llegado nunca a enamorarme, y cada vez que se lo hacía saber le aparecía una contenida expresión de halago que era en sí misma una obra de arte. “Usted es muy mayor para mí”, decía con sonrisa luminosa y un poco burlona. “Si no se fumigan, las hojas de los mandarinos se cubren de un polvito gris, un hongo, y los árboles se van asfixiando”, agregaba, como si la asfixia de los mandarinos fuera parte de lo mismo.
*Tomás González es uno de los escritores colombianos más relevantes de la actualidad. Autor de las novelas Primero estaba el mar (1983), La luz difícil (2011), Temporal (2013), Niebla al mediodía (2015), entre otros libros. Este es un fragmento de su más reciente novela, Las noches todas, publicada por el sello Seix Barral en noviembre de este año.