CONTRA LA INTUICIÓN
Manifiesto de una mujer soltera
"Para empezar, como muchas otras mujeres, soy soltera, decidí ser soltera, no “me quedé” soltera": una columna de Sandra Borda.
He dudado mucho al escribir esta columna porque no soy amiga de tratar mi vida privada en público. Sin embargo, he descubierto que parte de esa, mi vida privada, es la experiencia de muchas mujeres en Colombia y fuera de ella. Por tanto, algo de eso tan privado tiene una dimensión social de la que quisiera escribir acá, muy a pesar de que sigo sin sentirme totalmente cómoda con la idea.
Varias aclaraciones son necesarias antes de que iniciemos, para evitar que los estereotipos que ya les deben estar inundando la cabeza contaminen la conversación. Para empezar, como muchas otras mujeres, soy soltera, decidí ser soltera, no “me quedé” soltera. La última forma verbal es la que usan la mayor cantidad de personas que se refieren a mi estado civil. Como si la única opción disponible de vida fuera aquella en pareja, y no ir por ese camino fuera algo que le toca vivir a alguien que no corrió lo suficientemente rápido, alguien a quien “dejó el tren”. Tristemente, en nuestra sociedad la percepción predominante es que los hombres solteros son tipos sabios que decidieron vivir la vida y no someterse al yugo del matrimonio. Para nosotras, en cambio, fue la condición que nos tocó porque nadie nos escogió, seguro por feas, por aburridas, por amargadas o por neuróticas.
Jamás me casé porque no soy religiosa y por tanto no creo en los ritos, y porque no encontré la necesidad de hacerlo. Viví con un par de tipos y llegué a la conclusión de que eso no era lo mío. Así que soy un híbrido entre una soltera y una semidivorciada. Decidí, como lo puso elocuentemente Gloria Steinem alguna vez, que no tenía ningún interés en aparearme en cautividad. Aparearme sí, pero no en cautividad. Y lo que ha pasado de ahí en adelante me ha hecho entender que mujeres como yo, en una sociedad como la colombiana, somos tan inusuales y constituimos una suerte de revisión tan explícita a aquella institución sagrada e incuestionable que es la familia, que cada día tenemos que enfrascarnos en la extenuante tarea de explicarnos y justificarnos ante cualquiera que se sienta en la posición de juzgar. Piensen que una de las reivindicaciones de la población LGBTI es el derecho a casarse y tener hijos. ¿Alguien diría que “hasta ellos” creen en la institución familiar! Por eso, para muchos, somos unas rarezas y, en algo, un tipo peligroso de desviación.
Déjenme entonces iniciar este proceso de normalización de nuestra condición porque claramente hay cosas que son una gran incógnita para algunos de ustedes. Como no nos “quedamos” solteras sino que decidimos serlo, por ese mismo camino a veces también decidimos estar en el mercado o no estarlo. Y adivinen (esto los va a dejar boquiabiertos): no estamos siempre disponibles y a la orden, desesperadas por una buena tirada o en una búsqueda desenfrenada de marido. Todo lo contrario: el haber pasado mucho tiempo en este asunto nos hace selectivas y exigentes. (Si a estas alturas están tentados a pensar en nosotras como promiscuas y/o putas, háganlo. Porque sí, muchas solteras nos acostamos con varios y no creemos en la asociación eterna y constante entre amor y sexo, ni tampoco en el amor eterno).
Este punto es clave para que algunas mujeres casadas entiendan que una mujer soltera no es aquella que en cualquier momento aprovecha para “robarles el marido”, y los hombres tengan claro que las solteras no son material a disposición. Se evitarían muchas decepciones.
Y bueno, tenemos nuestra propia carga de defectos. Así como hombres y mujeres casados a veces parecen no poder evitar hablar de sus hijos hasta la saciedad, nosotras tenemos obsesiones distintas: trabajo, viajes, hobbies y quien sabe qué más. Podemos llegar a ser igualmente monotemáticas. Ustedes y nosotras tenemos simplemente intereses y experiencias distintos y nada más. Pero resulta muy difícil comunicarse y aprender los unos de los otros si seguimos pensando que la única forma de ser normal en nuestra sociedad es casándose o arrejuntándose, apareándose de modo monógamo (al menos en apariencia) y procreando. Eso está bien y alguien tiene que hacerlo. Pero somos una especie compleja y no hay ninguna necesidad de que todos vayamos por el mismo camino y en la misma dirección.
Al paso que vamos, mujeres como yo dejaremos de ser una excepción. Como lo señala Andrea Aguilar en su artículo en El País de España, en Estados Unidos nada más, el número de mujeres solas superó por primera vez al de las casadas por allá en 2009. En España, el número de mujeres mayores de 16 años que no están casadas en 2016 fue de 5.819.600, casi dos millones más que diez años antes. Entre los 25 y los 44 años, la cifra de solteras se ha duplicado en las últimas dos décadas: en 1996 eran 1.411.000 y en 2016 suman 2.859.600. Así que ojalá aprendamos pronto a vivir con este otro tipo de diversidad, a entender que la soltería no es una excepcionalidad ni enfermedad contagiosa, y a ejercer un tanto de respeto mutuo.
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