Henry Marsh nació en Oxford, en 1950.

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En este lúcido ensayo, Henry Marsh, uno de los neurocirujanos más prestigiosos del Reino Unido hace un breve diagnóstico de uno de los principales males que aquejan al mundo moderno: la desigualdad. Desde la ciencia aboga por la infancia, el optimismo y la dignidad que acompaña la muerte.

Henry Marsh* Londres
24 de enero de 2017

Los cerebros son comunidades de células que se comunican entre sí y con el resto de nuestros cuerpos usando electricidad y neurotransmisores químicos. Controlan nuestros movimientos, nuestros ciclos hormonales y reproductivos y casi todos los aspectos de nuestra fisiología. De alguna manera, a lo largo del camino –nadie sabe cómo– también generan pensamientos y conciencia. Solo podemos especular sobre por qué las criaturas vivientes evolucionaron cerebros hace muchos millones de años. La explicación más plausible es que el cerebro se desarrolló porque facilitaba el movimiento. Organismos unicelulares como la ameba se pueden mover, pero solo de forma muy limitada. Para hacerlo con eficiencia por la superficie del planeta con el fin de encontrar comida, sexo y albergue –sin importar si uno es un gusano subterráneo, un guepardo en la sabana, un trabajador en una favela o un millonario en Montecarlo– ayuda tener un modelo del mundo en el cerebro. Así, uno no necesita resolver por adelantado cada paso que hace –uno anticipa, uno ya está preparado para lo que va a encontrar y no se limita solo a reaccionar–. Todos estamos familiarizados, por ejemplo, con el fenómeno de descender unas escaleras y descubrir que había un escalón más o uno menos de los que esperábamos. Es un momento de profunda confusión y desorientación.

La neurociencia reciente nos dice que la percepción es en gran medida expectativa. Cuando percibimos algo –como una vista o un sonido–, nuestros cerebros comparan los datos entrantes con el modelo del mundo que nuestros cerebros ya han creado, y usualmente solo prestamos atención si difiere. La mayoría de esta actividad nunca llega a nuestra conciencia. En efecto, un experimento famoso desarrollado por el neurocientífico Daniel Libet hace muchos años demostró que la decisión consciente de mover la mano solo viene después de la activación eléctrica de la parte del cerebro responsable de mover la mano.

Así que estamos cableados hacia un futuro imaginado, y vivimos y nos movemos en un mundo de predicción.

Nuestro cerebro construye este mundo imaginado y modelado durante nuestra infancia. Esto está bajo el control de los genes que heredamos de nuestros padres. Pero los genes no son planos. El adn no es el destino. Es mejor pensar en los genes como herramientas para construir nuestros cuerpos que vienen con un complejo manual de instrucciones sobre cuándo deberían encenderse o apagarse –“expresarse” en el lenguaje técnico–, y esto depende del ambiente en el que se encuentran. Hay una abrumadora cantidad de evidencia científica que indica que los primeros años en la vida de un niño son cruciales a la hora de determinar su salud, inteligencia y éxito social más adelante. Los niños de los orfanatos, si se les priva de amor y atención, tendrán cerebros más pequeños, coeficientes intelectuales más bajos, peor salud y muchos más problemas psiquiátricos que los niños criados en una familia amable y cariñosa. Sus mundos-modelos internos van a ser deformes e inadecuados porque, en el desdichado ambiente de un orfanato, sus genes no habrán evolucionado para funcionar con éxito. La gran mayoría de reclusos tienen coeficientes intelectuales bajos y vienen de entornos sociales desfavorecidos (con demasiada frecuencia su fracaso moral refleja el fracaso de las políticas sociales).

Hoy el mundo atraviesa un periodo turbulento, y la causa principal es en gran medida la desigualdad entre naciones y dentro de ellas. Hay muchas razones para explicar esta desigualdad: la globalización, la desregularización financiera, la economía clásica, la corrupción, el fracaso del comunismo y, ya andando, el calentamiento global. La ciencia nos dice que la desigualdad se reproduce a sí misma por medio del mecanismo de la privación de la niñez. También nos dice que mientras más desigualdad hay en una sociedad, mayor es el descontento –no solo para los que están en la parte inferior de la escala social, sino también para los que están arriba–.

No hay nada mágico o misterioso sobre la ciencia –simplemente intenta entender al mundo y a nosotros con teorías que se pueden corroborar con evidencia cuidadosamente recolectada–. La ciencia no nos dice cómo deberíamos utilizar este conocimiento, pero sí que, sin la menor sombra de duda, la desigualdad –que ha crecido inmensamente en las últimas tres décadas alrededor del mundo– es mala para la salud y la felicidad de los individuos y de las sociedades. También nos dice que más allá de un cierto nivel mínimo de ingresos, la felicidad humana es determinada por factores sociales –una segura y feliz vida familiar y un sentido de propósito dentro de un grupo social–. Continuar acomulando bienes materiales –una casa más grande, un mejor carro, vacaciones costosas– añade poco y, de hecho, puede lograr lo contrario. El problema se agrava porque la desigualdad hoy está acompañada por la disponibilidad inmediata de armas y explosivos cada vez más destructivos y por una enorme industria mundial de armas. Y la manera como la gente reacciona a la desigualdad tiene que ver tanto con la percepción de la injusticia y de la desigualdad relativa como con la pobreza absoluta y la depravación. Los revolucionarios y los terroristas suicidas rara vez provienen de los estratos más bajos de la sociedad.

No hay nada nuevo sobre todo esto aparte del hecho de que nuevas investigaciones científicas han reforzado, o quizá redescubierto, los principios importantes del liberalismo clásico, que se han perdido en décadas recientes, derrotados por el triunfalismo del capitalismo desregulado antes de la crisis de 2007 y por la pseudovictoria de la Guerra Fría. Estos principios hablan sobre la justicia social –que todos somos iguales frente a la ley y que las políticas sociales deberían intentar encontrar un balance entre la igualdad y la libertad individual–. La creciente desigualdad a menudo se justifica en nombre de la eficiencia del capitalismo, de que “la avaricia es buena”, pero incluso el así llamado padrino del capitalismo, Adam Smith, tenía serias reservas sobre los beneficios de los mercados sin restricciones.

Es fácil ver que el optimismo es esencial para la supervivencia y para la supervivencia de los hijos (y por ende de los genes); siempre lo ha sido. Es tan importante en el mundo moderno como en ese pasado remoto que formó nuestra naturaleza humana. Como dijo Nicholas Stern, el autor de un estudio definitivo sobre la economía del cambio climático: si nos sentimos pesimistas con respecto al futuro, no llevaremos a cabo las acciones para evitar lo que tememos y, por consiguiente, nuestros miedos se materializarán. Ahora que entramos en 2017, y a pesar de todos nuestros temores, no debemos perder la esperanza o dejar de intentar volver al mundo que nos rodea en un mejor lugar.

La profunda necesidad biológica del optimismo es la razón por la que nos resulta tan complicado aceptar nuestra propia mortalidad cuyo conocimiento, dicen, nos distingue de otros animales, si bien estudios recientes han demostrado que tendemos a subestimar groseramente su inteligencia. Pero incluso en una sociedad ideal, en una utopía que haya encontrado el balance perfecto entre la igualdad y la libertad, la muerte estará siempre presente.

Nuestro miedo innato a la muerte tuvo sentido evolutivo en el pasado, cuando la expectativa de la vida humana era de apenas unas pocas décadas, pero tiene mucho menos sentido en el mundo moderno, en el que la mayoría de nosotros vive cada vez más y más, y donde la muerte suele estar precedida por la enfermedad y, a menudo, por la demencia. Este no solo es un problema de los países más ricos; en África y Suramérica habrá una enorme expansión en la proporción de ancianos hacia la mitad de este siglo. Pero nuevamente, así como hemos llegado a entender la importancia del ambiente para el desarrollo saludable del cerebro de un niño, también sabemos cómo preservar al cerebro del envejecimiento. El alzhéimer es una enfermedad de la vejez (al igual que la mayoría de los cánceres) y, en parte, de las influencias genéticas. Pero investigaciones han demostrado que la educación superior, el ejercicio físico, hablar más de un idioma, dormir bien por la noche y tener una vida social activa reducen el riesgo de desarrollar alzhéimer, o por lo menos de posponerlo. Detrás de esto está la teoría de la “reserva cognitiva”. Usar nuestros cerebros, aprender nuevas cosas, implica reforzar o crear más conexiones electro-químicas –conocidas como sinapsis– entre las células de nuestros cerebros. Mientras más sinapsis tengamos, más se demoran nuestros cerebros en agotarse –como baterías que se descargan–, o por lo menos eso dice la teoría. Incluso existe evidencia de que en ciertas circunstancias podemos crear nuevas células cerebrales (un fenómeno bien documentado en algunos pájaros cantores, por ejemplo). Y lo más probable es que los cimientos de estas estrategias para retrasar la demencia se construyen en los primeros años de nuestra vida.

Pero el final debe llegar, tarde o temprano. En Estados Unidos, que tiene el sistema de salud más caro del planeta –y que, según la mayoría de los expertos, no es sostenible– se estima que 75% de los costos médicos en la vida de un individuo se gastan en los últimos seis meses de su vida. Esto es, en efecto, dinero gastado, que refleja al mismo tiempo el optimismo de la cultura estadounidense (la tierra donde la muerte es opcional, como reza el dicho) y las consecuencias de una industria de la salud altamente competitiva y comercial. Es el precio de la esperanza, la esperanza que está cableada en nuestros cerebros, que viven en un futuro imaginado, cableada en nosotros por millones de años de evolución, y que toma la forma de nuestro miedo a la muerte. Hay muchas razones para temerle a la muerte: la pérdida de la esperanza, las últimas semanas pasadas en un hospital o en un hospicio, la posibilidad del dolor y la indignidad, la pérdida de la autonomía. Pero no hay una razón racional para temerle a la muerte, a menos que usted crea en el infierno (las encuestas de opinión muestran que muy pocas personas en el mundo moderno creen en él). La muerte es la nada, ¿y cómo se puede temer la nada? Así que en la utopía del futuro espero que habremos encontrado, si vivimos hasta la vejez, la manera de saber cuándo es la hora de dejar este mundo y rechazar un tratamiento médico que apenas viene con una pequeña probabilidad de prolongar nuestra vida de manera útil. Y esperaría que, como cada vez ocurre en más países, podamos allí adquirir legalmente los medios para terminar con nuestra vida, dignamente y en paz.

*Neurocirujano y escritor

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