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“Si no se incluyen a las mujeres en las estructuras de poder, hay que cambiar el poder mismo”: el manifiesto de Mary Beard

Esta erudita del mundo clásico ha logrado establecer vasos comunicantes entre ese conocimiento y la cultura popular contemporánea.

Vanessa Rosales A.* Bogotá
17 de abril de 2018
Un grabado titulado Penélope y sus sirvientes. Crédito: Stefano Bianchetti / Corbis via Getty Images.

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La escena es televisiva. Varios candidatos a la presidencia de Rusia aparecen en un programa de argumentación, por momentos alentados por la calentura y el frenesí. Voces que suben, palabras que se pisan: los códigos habituales que puede alcanzar el fragor de la discusión política. Uno de los varones que participa reniega los argumentos de otro de sus colegas, habla encima de él, lo acusa de mentir. Clásica etiqueta política. Pero cuando la única presencia femenina intercede, en línea con el estilo general de la escena, el método de contradicción tiene una notable alteración: el varón no la acusa necesariamente de falsedades o de incoherencias políticas. “Puta”, le llama. “Mujerzuela”. “Estúpida”. “Una maldita puta”, dice con exclamada voz. Voces que se alzan, ardor.

En otra escena similar, la misma mujer, la única candidata femenina en la carrera electoral de Rusia, Ksenia Sobchak, pide al moderador que intervenga ante los insultos que le dirige el mismo varón del debate anterior. “Hay que traer a los psiquiatras y ponerle una camisa de fuerza”, vocifera el candidato nacionalista, mientras que Sobchak, con ojos humedecidos, le señala al moderador si le parece normal que el varón en cuestión la llame “bruja asquerosa” y “puta” en pleno fervor televisivo. ¿Llama un político “puto” a su contrincante varón cuando no concuerda en visión o cuando lanza hacia él vibraciones desaprobatorias?

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Cuando las mujeres hablan, el oído varonil no siempre escucha una voz. Vale recordar que, desde pequeños, los hombres comienzan a asentarse en lo que aprenderán que significa “masculino”. Eso bien puede incluir asumirse como un gran controlador, mirar con desdén y desoír lo que provenga del ajeno ámbito femenino. No es poco frecuente que en la imaginación colectiva se considere que lo que destila de la voz de una mujer no clasifica como expresión sino como queja, como “lloriqueo”, “gimoteo”, un chillido o algo similar a la ahogada voz que alcanzaba a Charlie Brown cuando la maestra escolar se dirigía a él en el salón.

Tampoco es poco frecuente –la regularidad está allí para quien afina la vista– que una mujer, de cualquier tipo y en cualquier ámbito, reciba el adjetivo que recibió Sobchak en televisión. Y no se trata, caballeros, de señalar, sino de advertir realidades que tal vez habían permanecido imperceptibles. Puta. Incluso cuando el acto cometido no tenga tinte sexual, a las mujeres se les asigna un calificativo de este tipo, denigrante. Y ese insulto es espejo de cómo se percibe lo femenino en términos culturales y de sentido. Habla también de cómo recibe el oído masculino la voz femenina –literal y figuritivamente– en el discurso público.

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No son ideas caprichosas. Las estructuras las soportan. Y justamente de esas estructuras habla la académica inglesa Mary Beard en su acertado y reciente libro Mujeres y poder: un manifiesto. El corto texto está en sintonía con preguntas que por estos días plantean las liberaciones femeninas. Llega, además, no solo para señalar realidades frecuentes sino para comprender los motivos que las incentivan. Reconoce y desglosa por qué las mujeres han estado calculada y largamente excluidas de una de las esferas más particulares y amplias a la vez: el poder.

No es delirio de ortodoxia o el sesgo de algún fanatismo. Basta con asomarse un poco al tema para corroborar que la ausencia femenina en las estructuras de poder no es un patrón reconocible y sostenido, y que tampoco es accidental o aleatorio. Ha sido sistemáticamente calculado y forma parte de estructuras que nos envuelven con tradiciones, convenciones y supuestos que Beard, con mirada erudita, traza y ubica en el mundo clásico occidental, entre griegos y romanos, en las vertientes fundacionales del pensamiento occidental.

Cambiar la estructura

Remotos como puedan sentirse esos escenarios, es asombroso lo mucho que proviene de allí, las fibras que atan a nuestras estructuras actuales. Ese es, tal vez, uno de los logros más notables de Beard. Porque hay en ella un sentido palpable de pragmatismo. Describe y establece continuidades entre los esquemas de griegos y romanos con escenas como el debate presidencial ruso o las representaciones que ha podido sufrir Hillary Clinton al proponerse como contrincante presidencial de Donald Trump. Pero además de establecer que se trata de un tema estructural –como lo ha percibido en ciertos momentos el pensamiento feminista–, Beard pregunta cómo podemos propiciar modificaciones, qué necesitamos resignificar. La contraportada del pequeño libro dice: “No es fácil hacer encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina: lo que hay que hacer es cambiar la estructura”.

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El espejo entre tiempo remoto y actualidad también revela que muchos de los supuestos que nos rigen están incrustados en nuestro entendimiento del poder. Y que ese entendimiento viene forjándose hace siglos como algo que pertenece a lo masculino.

Las fibras de continuidad son palpables en el ejemplo con que inicia Beard, y de esa escena se sirve también para ilustrar el peso que conservan estructuras similares en nuestro entendimiento de lo femenino y lo masculino. Telémaco, el hijo de Penélope y Ulises, orden a su madre que procure silencio, pues suyo es el gobierno de la casa mientras el padre está ausente. Penélope, aunque más sagaz y experta que su hijo, responde al dictamen, se retrae, su opinión queda diluida, y además, relegada a las habitaciones domésticas e invisibles.

Por eso, explica Beard, no es suficiente con notar que las mujeres estaban excluidas del poder, del liderazgo, del discurso público: es necesario esclarecer de manera explícita que esa exclusión iba más allá, que era parte de lo que significaba masculinidad: silenciar a las hembras de la especie hacía parte de la conducta varonil. Por eso, también escribe, hay que comprender que el discurso público y la oratoria no eran simplemente actividades que las mujeres no tenían a su disposición; eran prácticas y habilidades exclusivas que definían el sentido mismo de la masculinidad. La exclusión era deliberada, incluso necesaria, para conservar el orden de las cosas. Aristófanes escribe, en el siglo IV a. C., sobre el “hilarante prospecto” de que las mujeres llegasen a hacerse cargo del Estado. Las fábulas y símbolos son tan explícitos en su desprecio hacia las mujeres, que son tan turbias de digerir como los insultos dirigidos a una mujer que hace política en la televisión o a las agresivas imágenes de la señora Clinton como Medusa y el señor Trump como el triunfante Perseo.

Beard insiste: se trata de un soterrado patrón de pensamiento. Las mujeres exageran. No son confiables. No se les puede endosar ciertos roles. No hablan, gimen. No expresan, se quejan. Lo que dicen no posee la gravidez y el peso necesarios para ser validados por la escucha masculina. (En los videos encontrados en YouTube, y que describen la primera escena de este artículo, muchos comentarios varoniles solo afirman que Sobchak, por hembra, tiene los ojos humedecidos por mera manipulación, porque finalmente no está “hecha” para las tareas de la alta política). Son precisamente las estructuras en las que vivimos las que habilitan, con alta frecuencia, ese tipo de convicciones masculinas.

La propia Beard, catedrática de Cambridge y profesora de Literatura Antigua del Royal Academy of Arts, ocupa una posición incómoda para las fórmulas de la academia convencional: ha sabido crear una interesante amalgama entre la erudición académica y las comunicaciones de la cultura popular. Como una celebridad del conocimiento en su país, autora de libros best seller que han cristalizado en series televisivas, ella misma es objeto frecuente de silenciamientos varoniles en los ámbitos que hoy podrían clasificarse como circuitos de oratoria y discurso público: Twitter, la radio, los artículos que escribe. Con frecuencia, describe, los insultos que le llegan son potentes y lacerantes. ¿Qué debe hacer una mujer que incomoda con su palabra ante los dardos varoniles?

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La reinvención

Analizando una aparición de la entonces primera dama Michelle Obama, la ganadora del Pulitzer Robin Givhan (única crítica en su tipo en adquirir el premio por sus lúcidas observaciones sobre moda y política) comentó sobre los brazos musculosos y esculpidos que exhibía con su pose y vestido. “Esos brazos simbolizan tiempo personal. Son la evidencia de cómo una mujer de 45 años puede resistirse a entregar cada momento de su tiempo libre al servicio del esposo, los niños y todas las fastidiosas distracciones que han podido llenar sus días y haberla convertido en ‘Oprah’, tratando de descifrar en qué momento se había perdido a sí misma en el camino. Los brazos implican vanidad y poder: dos cosas que hacen sentir incómodas a muchas mujeres y que son, no obstante, fundamentales para el autoestima”.

El asunto, discierne Beard, es que estas tradiciones, estos arraigados patrones de pensamiento que ven en la mujer una intrusa e incluso una usurpadora del poder, no han proporcionado una imagen o ideal de lo que sí es una mujer poderosa. Las que han penetrado las estructuras se ven ante la necesidad de camuflarse o adquirir tonos de voz –como en el caso de Margaret Thatcher– para emular la autoridad que se asocia rápidamente con la voz masculina. La vanidad no es bien vista en las mujeres que llegan al poder. Las que están allí, si lo notan, incluso han tenido que masculinizar su vestimenta para adquirir cierto estatus de paridad. Las mujeres mismas se inquietan ante la conjugación de poder y vanidad porque las estructuras en que viven les dictan que, cuando sí hablan, las mujeres lo hacen en calidad de víctimas o para defender causas femeninas. Las estructuras les dictan que la vanidad es sinónimo de banalidad porque no es compatible con las austeridades de apariencia que han marcado lo masculino. Y eso también proviene de esas mismas tradiciones clásicas de las que Beard es erudita. Habría que sensibilizar, escribe, sobre aquello que entendemos por “voz de autoridad” y cómo hemos llegado a crearla.

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En los últimos días, en medio del torbellino de hastío que ciertos caballeros ilustres de la intelectualidad española y latina han sabido destilar hacia los asuntos del feminismo, es ineludible evocar a Beard. Es ineludible refrescar el patrón que dicta que cuando una mujer habla –por ejemplo, años después de un silencio herido por una violencia de carácter sexual– no se valide esa voz: se empaqueta, en cambio, en el rol de la víctima, se adjudica pronto a la fastidiosa necesidad femenina de defender causas entre ellas mismas. Espejo letal. En medio del torbellino, no obstante, surgen faros como el texto de Beard, que señalan, ciertamente, un panorama que, si bien lastima con su visión persistente ante el poder y lo femenino, también implica algo más: la posibilidad de sacudir las estructuras que laceran y constriñen. El llamado a observar estas estructuras desalentadoras implica también la semilla de la reinvención, la extraordinaria e inédita coyuntura temporal para fabricar moldes más libres de lo que significa lo masculino y lo femenino. Solo al señalar las estructuras –con sus incrustados patrones de pensamiento que generan visiones y acciones cotidianas– podremos comenzar a reinventarlas.

* Escritora especializada en historia, teoría de la moda y las liberaciones femeninas. Autora del libro Mujeres vestidas (2017)

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