CRÓNICA
No soy cantante, soy cantora: Un perfil de Nidia Góngora
#ColombiaEsNegra | Desde pequeña aprendió a colarse en la guacherna; primero en Timbiquí, donde nació, y ahora en el mundo entero. Nidia Góngora es un ejemplo de cómo el Pacífico colombiano sale de sí mismo para afirmarse con más fuerza. Un perfil.
Popo, mi guía, me lo había advertido hacía unas horas: “Aquí sí vas a conocer la luna”. Esa luna y algunas bombillas amarillas iluminaban el camino hacia una casa en donde, con alabaos, velaban a un hombre en su última noche. De golpe sentí el impulso de cantar una vez más el coro que se me había pegado en una tienda de Buenaventura, antes de embarcarme: la versión de “La canoa ranchá”, de Grupo Niche. Pregunté con el tono que me salió, tímido y desafinado: “¿Y esos panes pa’ qué son?”. Cantó una mujer que iba subiendo para su casa: “Pa’ comerlos con café”; una respuesta involuntaria, natural. Sonrió y luego se perdió en lo oscuro, loma arriba, apenada por el arranque. Así pude comprender mejor lo que me había dicho Nidia Góngora días antes en su apartamento, en Cali: “Allá en Timbiquí todo es con música, hasta los saludos: ‘adióoooos, Calulata; bueeenos díiias’. Desde que nace el muchacho hasta que muere, la persona es música”.
No en vano diciembre es una fiesta de más de un mes en el pueblo. Comienza el 4 de ese mes con la celebración de Santa Bárbara, la patrona. Se descansa unos días y luego se retoma el jolgorio con las novenas. Cada barrio está encargado de una de las nueve fechas que celebran el advenimiento de Cristo. “Las novenas son una competencia –me dijo Teresa Benté, madrina de Nidia–, es a no dejarse los unos de los otros. De madrugada, a las dos de la mañana ya se está despertando al pueblo con la música. Se sirve trago como aguacero”. Fue en Las Brisas, el barrio de los músicos, de los mejores, que nació Nidia Góngora, con ayuda de una partera a la que le decían Mayúa. Allí había maestros como Emeterio, Diego y Marta Balanta, y voces como la de Oliva Angulo, madre de Nidia, quien desciende de una familia de músicos que ha dado frutos como don Dondindo, cantante y compositor de Herencia de Timbiquí. Con el equipo de estrellas que allí vivía, Las Brisas tenía la novena más esperada por todo el pueblo, un ecosistema perfecto para una niña que desde siempre dijo que quería ser cantora.
Luego del 6 de enero, día de Reyes Magos, llega el final de las fiestas y el pueblo vuelve a la normalidad. Nidia nunca tuvo la paciencia para esperar hasta el diciembre siguiente, época en la que es mejor visto que los niños participen de las fiestas de los viejos. Por ello, desde peladita aprendió a colarse, a veces con el beneplácito de su madre, en la guacherna. Para ella, la música siempre ha sido una necesidad vital, un llamado al que simplemente no puede negarse.
Tía Sofía (en Timbiquí se le dice tío a los viejos), la abuela de Nidia, era una mujer estricta que no estaba de acuerdo con que su nieta se metiera tan pequeña en temas de adultos. “Como Nidia no se crió con nosotros, sino en la casa de los abuelos paternos que quedaba en el mismo barrio –me comentó Yuli, su hermana–, mi mamá le tenía que pedir permiso a su abuela para que la dejara salir a las fiestas. A mí, en cambio, me daba como igual. Si se colaba la parranda ahí, pues uno se pegaba. Pero que me pusiera a llorar o a hacer fuerza como Nidia para que mi mamá me llevara, pues no. Uno la veía a ella asomada por el balcón de su abuela, con esas ganas de tirarse del segundo piso. ‘Vea, tía Sofía’, le decía mi mamá, ‘venga, déjela venir un ratico que yo ahora la traigo’”. Y a veces tía Sofía aceptaba. La escena se repitió a lo largo de los años: Nidia agarrada de la falda de Oliva, la otra mano agitaba el guasá que su mamá le mandó a hacer cuando tenía dos años, mientras bajaban para unirse a la celebración.
Así se aprendía la música en el Pacífico colombiano. El gusto y la rebeldía debían combinarse con el talento heredado y con la tradición. Más que escuelas como las hay hoy en día en Timbiquí y en otros lugares, la música estaba en la cotidianidad. “Si el muchacho está aprendiendo a caminar, lo ponen a bailar. Uno coge a un niño y la caricia es ponerlo a bailar. Si las mujeres están lavando, están cantando. Haga lo que haga uno, siempre está ahí la música, porque a todo se le pone entonación”, me contó Nidia. De ahí que quien quisiera aprender tuviera que sentarse a ver a los viejos, que en cualquier momento les daba por entonar. Las voces maduraban y se afinaban a oído. El cununo o la marimba se golpeaban luego de calcular en dónde y cómo había puesto la mano el que sabía. Si mucho, los jóvenes podían apoyarse en onomatopeyas; palabras y frases que, por su sonido y por su ritmo, más o menos explican la magia que acaba de hacer un viejo en un instrumento. Por eso, lo mejor que les podía pasar a los aprendices era conseguir el permiso de un maestro, cosa que solo se daba si se tenían las ganas, la paciencia y el talento.
Timbiquí (Cauca), el pueblo natal de Nidia Góngora. Foto: Archivo Semana.
En el caso de Nidia, sus grandes maestros fueron los Balanta, y por supuesto su madre, que en la actualidad forma parte de Canalón de Timbiquí. Y si a eso le sumamos su insistencia, su fanatismo precoz por la música, damos con la fórmula de su potencia. “Cuando veía a la mamá con el guasá, ya sabía que iba a hacer fiesta. Entonces se bajaba sin que la viera la abuela y se salía para la calle. Ya cuando la mamá la pillaba, le decía: ‘¿Vos qué estás haciendo aquí? ¡Pa’ la casa, carajo!’”, me comentó Emeterio Balanta, entre risas. Eran las diez de la mañana y ya los dos estábamos probados del curao y de la cerveza que vende en su cantina de latones. “Desde pequeñita se metía Nidia”, repitió, “como ese pelado que va ahí”. Señaló a un niño en calzoncillos, quizás de tres años, que caminaba agarrado del que podría ser su hermano mayor.
Otra gran maestra de Nidia, sobre todo en lo que refiere al estudio de la tradición, fue Elizabeth Sinisterra, profesora de estética y arte en el bachillerato. Uno de los trabajos que más recuerda de la materia de la docente Licha es el del cancionero que armó cuando estaba en séptimo u octavo. Tuvo que entrevistar a varias matronas para que le dictaran las letras de sus cantos. “Por eso hoy en día me sé tantas canciones”.
Las clases de la profesora Elizabeth seguían por fuera del aula. Casi todas las tardes iba con un grupo de estudiantes a alguna playa del río Timbiquí. Allá cantaban lo de la tradición, pero también salsa, boleros, cualquier cosa; inventaban sus propias canciones con temas que nacían del río, de los juegos, de la selva, de sus vidas. Así se formó un grupo y una rutina que serían fundamentales en la formación personal y musical de Nidia. Fue la profesora Licha quien la convenció de que su tradición era importante, poderosa. También, la que, con su madre y otros músicos del pueblo, fundó Socavón de Timbiquí, agrupación que más adelante se convertiría en Canalón de Timbiquí.
Canto, nostalgia y violencia
“¿Cómo fue crecer en Timbiquí?”, le pregunté a Nidia. “Sano, muy sano. De niña, salía del colegio y nos íbamos al cementerio que quedaba al lado a arrancar camote, churco, cacao o ciruelo. Así nos la pasábamos todos los días. Después de que uno hacía tareas había varios planes. Uno era irse a nadar. Eso era lo que me hacía más feliz a mí, después de la música. Me escapaba si el plan se armaba en la noche. Y claro, cuando volvía a la casa tenía mi trilla de látigo”.
A Nidia le tocó un Timbiquí en el que el mayor peligro era que se apareciera La Tunda, según la leyenda popular que cuentan los viejos, una mujer con una pata de molinillo y otra de bebé que se lleva a los niños desobedientes. “Había mucha paz, mucha armonía –agregó Yuli al preguntarle lo mismo–. En tiempo de luna la gente salía a la calle a hacer rondas, a contemplar, a cantar y cantar y cantar. Teníamos insuficiencia energética, pero la luna era más que suficiente. No teníamos que estar con temor de que se van a llevar a alguien, de que ese alguien se va a perder”.
La voz de Nidia maduró en un pueblo que ya no es el de antes, en donde no había televisión, ni violencia, ni el daño ambiental que trajo con los años la explotación del oro y la coca. Ambas cosas llenaron al río de tierra, de químicos, de muertos. De ahí que buena parte de su música encierre cierta nostalgia, un canto al pueblo de su infancia y de su adolescencia, y a la naturaleza.
En “Río Timbiquí”, tema de Canalón que aparece en Dejame subí (2004), se le pide permiso al río para navegarlo. “Río Timbiquí, déjame subir tranquila, no me vayas a hundir / Río Timbiquí, déjame subir, con tus agüitas tan claras, no me vayas a hundir”. El respeto por el río es una forma de agradecimiento. El agua dulce es el único camino por el que se llega al pueblo. También es una fuente de alimento y un lugar de encuentro. En las playas de piedra uno ve niños nadando, mujeres restregando ropa, pescadores, selva, animales, y uno que otro barequero artesanal que limpia el oro en bateas de madera. Sin embargo, a pesar de toda la vida que se reúne alrededor, el río está agonizando. Hace ya varios años que la minería que trajeron los paisas, como llaman a los blancos en Timbiquí, comenzó a manchar el agua cristalina. A diferencia de la minería artesanal, que como la música ha sido una práctica tradicional en la región, la minería ilegal utiliza maquinaria pesada y mercurio, lo que explica el color marrón del agua, y la distancia que la gente ha ido tomando del río. Cada vez que le pregunté a uno de los conocidos de Nidia sobre su infancia, no pudieron evitar hablarme de un río que ya no está. “Yo ya no frecuento tanto el río porque la última vez que lo hice me fue mal con el agua, me dio piquiña”, me dijo Paola Gómez, una de las mejores amigas de Nidia, y quien por mucho tiempo fue su contrincante en las competencias de canto del colegio.
Preguntar sobre la vida de alguien que creció en Timbiquí en los años ochenta trajo respuestas sobre esa vida y sobre el pueblo, un lugar al que, por la contaminación y a la violencia, hoy en día solo se puede ir mediante recuerdos.
Actores armados se mimetizan entre los mineros para llevar a cabo sus acciones ilegales. Foto: Archivo Semana.
Cuando le dije a Nidia que quería ir a Timbiquí a recoger testimonios sobre su vida, me advirtió que no podía ir solo. Por eso le avisó a Popo, su hermano, de mi llegada. “Así están las cosas”, dijo, sentencia que defendió Emeterio Balanta: “Antes los alzados en armas estaban en sus vainas y nosotros en las de nosotros. Ahora que ha llegado otra gente, toca hablar con ellos cuando uno va a traer a alguien. Se les dice para que respeten: ojo, mucho cuidado que nos va a llegar una visita”.
A finales de los años noventa, el cruce armado entre bandos trajo a Timbiquí la violencia de otras zonas. Nidia salió del pueblo en 1997, en parte por la violencia y en parte porque no hay universidades. Lo más normal es que los muchachos salgan a Popayán o a Cali para estudiar. En el caso de Nidia, fue lo segundo. Estudió Pedagogía en la universidad Santiago de Cali. Vivió en Ciudad Córdoba, un barrio en el oriente de la ciudad. Le pregunté si nunca había querido estudiar Música. “No me dejaron –contestó–. Menos mal, ahora que lo pienso”. Me miró con la misma picardía con la que unos minutos antes me había explicado cómo hacía para escaparse de la casa de su abuela.
En Timbiquí resulta extraño que alguien estudie Música. “Y más siendo mujer –dice Nidia–: que va a dejar a los hijos en la casa, que cómo se le ocurre, que usted tiene que estar cuidando su hogar, que eso no lo hace una mujer decente... Todo eso me decían”.
Para su suerte, mientras estudiaba coincidieron en Ciudad Córdoba otros muchachos de Timbiquí, y la profesora Licha fue trasladada a Jamundí, a treinta minutos de Cali. “Decidimos reunirnos a tocar los sábados porque nos hacía falta. Llegamos acá y cada uno se mantenía en su actividad. No fue fácil al principio. Empezamos a ensayar en Ciudad Córdoba, luego nos fuimos al barrio Villa del Prado, y de todos esos lugares nos mandaban la policía por la bulla. Era duro, pero nosotros dimos la pelea por el espacio”.
Decir hoy que Cali es la capital de la salsa es de alguna manera negar que también es la capital de la cultura del Pacífico. A diferencia de la salsera, producto de una aprehensión de música extranjera, esta otra Cali es el resultado de migraciones que poco a poco fueron asentándose en los barrios populares. El fenómeno sin duda ha enriquecido las lógicas internas de una ciudad que, a pesar de su historia negra, no se salva del racismo.
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“Yo no abandoné mi tradición. Aquí en mi casa los valores de crianza son los mismos con los que a mí me criaron en Timbiquí –me dijo Nidia–. A mis hijos les enseño a comer pescado, jaiba, mariscos y hasta jugo de cocoroma. Cuando se me enferman, antes de llevarlos al médico les hago su proceso con cosas naturales, como lo hacían con uno. A veces me critican los médicos, me dicen que por qué no los había llevado antes para atenderlos, pero no me importa. Por ejemplo, cuando al niño lo ojean, uno lo lleva al médico y se la pasa hospitalizado cinco, seis días, y no mejora. Lo lleva uno a donde una curandera, le hacen su friega y le dan su toma y ¡plas!, sanito a las dos horas”.
Juntándose con conocidos, Nidia grabó sus primeros temas e hizo resurgir Socavón de Timbiquí bajo el nombre de Canalón de Timbiquí, manteniendo sus dos propósitos iniciales: hacer música del Pacífico y transmitirla. En 2002, el grupo ganó dos premios en el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez: Mejor canción inédita y Mejor marimba. Nidia, ese mismo año, ganó Mejor intérprete vocal.
Si bien los reconocimientos a su voz nunca se han hecho esperar, tuvo que trabajar por más de diez años como profesora de primaria mientras lo de la música despegaba del todo. Eso no le molestaba porque, según me dijo, la pedagogía es su segunda vocación. De ahí que Canalón de Timbiquí también sea una escuela de música a la que asisten niños y adolescentes de Ciudad Córdoba y de otros barrios de Cali.
Quantic y el mundo
Nidia en el estudio. Foto: Manuela Uribe/Llorona Records.
Las cosas empezaron a cambiar en 2006, cuando recibió la llamada del productor británico Will Holland, más conocido como Quantic. Mientras pasaba una temporada en Cali, Quantic escuchó la versión que ella había grabado de “Quítate de mi escalera”. “Me entró una llamada y pensé que era una broma. ¿Tú eres Nidia Góngora?, me preguntó un tipo que hablaba medio raro. Mira, te habla Will Holland y quiero que grabes unos coros para mí. Le dije: lo que pasa es que yo no soy cantante, yo soy cantora. Y él: yo he escuchado tu música y me gusta. Pero yo soy cantora –le repetía yo–, no cantante. ¿Qué quiere que yo le grabe? Él insistió y así terminé grabando unos coros de ‘Juanita bonita’”. A lo mejor mi cara le dio a entender que no sabía de qué canción me estaba hablando. Entonces cantó: “Juanita, boniiiita. Juanita, boniiiita”; su risa era como dos hileras parejas de conchas. “El día que yo fui al estudio a grabar esa canción, me puso de base una especie de reggae. Y como a mí me gusta joder con la boca, empecé a improvisar. Me preguntó si quería grabarlo. Yo medio dudosa le dije que sí; siempre he sido arriesgada. Y ya, ahí empezó todo”.
La relación entre los dos se ha mantenido, y gracias a ello Nidia tiene una proyección internacional como ninguna otra cantora del Pacífico. En 2017 salió Curao, un álbum producido por Tru Thoughts, la productora de Quantic, cuyos sencillos ya promedian trescientas mil reproducciones en Spotify. Nidia le ha dado la vuelta al mundo haciendo mezclas, pero también cantando los ritmos tradicionales: jugas, currulaos. El juntarse con otros géneros le sirvió para apalancarse como solista (actualmente tiene un contrato vigente con Tru Thoughts, lo que le ha permitido dedicarse de lleno a la música en los últimos años) e impulsar Canalón. Ambos proyectos la mantienen ocupada los siete días de la semana, yendo de un lado para el otro, de presentación en presentación. Tanto así que, mientras charlábamos en la cocina de su apartamento, a su celular entraron llamadas de periodistas, de músicos o de gente interesada en contratarla para conciertos en cualquier parte de Colombia.
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Según Teresa Benté, es el carácter que le heredó a tía Sofía lo que, a diferencia de otros grupos conocidos que han surgido de pueblos como el suyo, y a pesar de la fama, le ha permitido a Nidia combinarse con géneros sin perder su música y sin irrespetar lo tradicional. “Un día vino uno de los duros que maneja el sonido. El señor le propuso a Nidia vestir una tumba en la calle para grabar un video, pero ella no estuvo de acuerdo. Si es así, le dijo, lo harán ustedes. Pero yo no me comprometo porque eso es para que todo un pueblo se venga encima mío. La tradición no es esa. Las tumbas se visten para velar el cuerpo del difunto en la última noche. Y eso se hace en la casa del difunto o en donde se vele, no para payasear. Es un homenaje para nuestros muertos y es como si estuviéramos en un templo. Si hubiera sido otra, se habría dejado manipular”.
Entre todas las mezclas en que ha participado, se destaca el remix que hizo con el músico y productor franco-ecuatoriano Nicola Cruz de “Amor en Francia”, uno de los temas de E Ye Ye, álbum que salió este año. Sin embargo, a pesar de los grandes nombres con los que ha colaborado, la voz de Nidia Góngora nunca ha sido una cortina de fondo, una nota de color. Eso ha pasado con la marimba en algunos grupos que han combinado, por ejemplo, salsa o reggaetón con música del Pacífico. En el caso de Nidia, es tal su potencia que parecería más bien que los productores y los géneros se acomodan a ella, y no al contrario. El suyo es el mismo gesto que ha producido lo mejor del arte latinoamericano: reinterpretar lo extranjero a partir de lo propio.
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Además de ser una estrella de la música del Pacífico, Nidia también es una líder social, algo que ya le ha valido amenazas, sobre todo por oponerse a la explotación ilegal del oro que se está comiendo la zona alta del río Timbiquí. Según Nidia, esa ha sido la mayor ganancia del interés que ha suscitado la música del Pacífico en los últimos años. “Esta tradición se ha convertido para nosotros en un arma poderosa para combatir tantas contras que nos llegan: la violencia, el olvido, el saqueo. Hay cosas que uno no las puede decir hablando porque, uno, no te dan el espacio para hacerlo; dos, la música es una manera mucho más fácil y mucho más poderosa de hablar. Tú te sientes cómodo cuando dominas algo, y nosotros dominamos perfectamente el canto y la poesía. Entonces, a través de eso que es nuestra fuerza, que es nuestra arma, que es el espacio en donde nos sentimos fuertes, poderosos y seguros, lanzamos todo tipo de protesta. Sabemos que con la música podemos llegar a muchos espacios y a muchos oídos, lo que tal vez no permitiría el conversar”.
La música del Pacífico no solo es una invitación a bailar, también es un puente para escuchar a quienes la hacen. Esos que, en los últimos años, con toques de marimba, cununo, guasá y canto han venido diciendo: “Aquí estoy, aquí estamos y aquí nos quedamos”.
Entrevistar a Nidia fue, de alguna manera, comprobar lo que ya me había permitido intuir con su música. Cuando canta se hace presente en un país que se ha empeñado en negarla a ella y a los suyos de forma violenta. Pero, como lo han demostrado los años, cada vez se hace más relevante la pregunta sobre las formas y las vidas de unos otros. Nidia recibió el tono y la afinación de Timbiquí, de su tierra. De ahí nace el reclamo que entona con esa voz a medio camino entre lo dulce, lo alegre y el lamento, y que se niega a pasar desapercibida. “En muchos escenarios he podido utilizar la música para expresar las inconformidades con que nosotros vivimos a diario. Así ha llegado a muchos, entre quienes están los oídos a los que uno quiere que llegue: políticos, centros urbanos de los opresores, del pueblo y de la comunidad que muchas veces está callada y que, cuando ve que alguien habla, se siente representada en esa voz; la voz de los que sienten miedo de hablar, o que no saben, o que no les gusta”. “¿Y cuáles son esos opresores?”, le pregunté. “¡Ayyy!”, se alargó como si se tratara de la frase de un canto. “No me preguntés lo que ya vos sabés”.
En el más reciente disco de Nicola Cruz aparece un remix con Nidia Góngora. Foto: Manuela Uribe/Llorona Records.
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Nidia ya no puede ir a Timbiquí con la regularidad de otro tiempo. En la Semana Santa de 2017, la invitaron a participar como jurado en las zonales del Petronio Álvarez, filtro por el que deben pasar todos los grupos que quieran entrar al festival. Estaba en las audiciones cuando estalló una bomba que habían dejado cerca de la estación de policía. “Estábamos tocando cuando ¡pum!, nos interrumpió la explosión, como quien dice ‘Cállense’”. “¿Y qué hicieron?”. Nidia, que tiene su propia marca de tragos típicos del Pacífico, me estaba licuando un poco de la fórmula secreta con la que prepara tumbacatre. Luego de callar la licuadora, dijo: “¿Pues qué más íbamos a hacer?”. Metió el índice en el trago arcilloso, probó. “Me quedó fuerte”, dijo. “Mejor, la idea es que no quede dulce”. Sirvió el trago en dos botellas como de perfume con la etiqueta de su marca: Nidia Góngora. “¿Qué más íbamos a hacer?”, retomó mientras dejaba caer el líquido en los frascos. “Llamamos a la gente, le dijimos que no se fuera a sus casa, que no pasaba nada. Y seguimos tocando”.
Me dio a probar el tumbacatre. El alcohol me secó los ojos al apoyar el borde del vaso en los labios. Me gustó, me supo a Baileys; se lo dije. Ella no pudo evitar la burla: “A Baileys de la selva, será”. Su risa salió como piedritas blancas, redondas, de río.
* Escritor y literato. Autor de Nadie grita tu nombre, novela con la que ganó el Premio Nacional de Novela Nuevas Voces Emecé-Idartes en 2017