Elina Garanca es Carmen.

Opera

El amor es un pájaro rebelde

Carmen, de Bizet, y Nabucco, de Verdi, muestran por qué la pasión y el amor son los grandes motores de la ópera.

Hugo Chaparro Valderrama* Bogotá
27 de julio de 2017

El exotismo y sus contrastes narrados con el delirio operático de Bizet y Verdi en Carmen y Nabucco garantizaron su permanencia en el tiempo. Carmen como la gitana capaz de seducir a una piedra y Nabucco como el rey babilonio que retó a Dios y a los judíos fueron ecos grandilocuentes, en términos sexuales y bíblicos, del interés por las costumbres “al margen” de algo tan dudoso como la civilización.

Europa, durante el siglo XIX, prolongó su entusiasmo por los misterios oscuros heredados a las aventuras góticas del siglo anterior. Novelas pobladas por villanos implacables, por bandidos tocados con un aire romántico –aún más atractivos si eran italianos o españoles como Carmen–, sensuales hasta los extremos de la lujuria y el crimen, condenados por el destino, fueron leídas con las emociones del miedo según Horace Walpole (El castillo de Otranto), Matthew Lewis (El Monje) o Ann Radcliffe (Los misterios de Udolpho). Un siglo que también se interesó por los mundos asiáticos, africanos o de Oriente Medio, cuando servían de paralelo entre una humanidad supuestamente rudimentaria en términos pasionales y los ciudadanos supuestamente de bien que vivían en las metrópolis donde era un lujo tener alfombras persas o vajillas chinas.

No es gratuito que un ángel caído en la poesía como Arthur Rimbaud buscara en Java, donde se perdió unos meses, lo que anheló como un paraíso en el Oriente que fue para él una ilusión de “sabiduría primera y eterna”, mientras Occidente se forjó en “los sufrimientos modernos”, según como predicaban los versos de Una temporada en el infierno. Tampoco que un filólogo y viajero inglés llamado George Borrow amara con pasión auténtica a los gitanos, escribiera dos libros emblemáticos de las crónicas de viajes –Los zincali: un relato de los gitanos en España y La Biblia en España, o el viaje, las aventuras y la prisión de un inglés en su intento por que circularan las Escrituras en la península–, y que fuera el autor en el que se inspiró Prosper Merimée, también él un hispanista auténtico, para escribir Carmen –¡aunque la leyenda asegure que Merimée vendió su novela para comprarse unos pantalones!–.

Entre Carmen y Nabucco también hay distancias kilométricas de época, pero no de exotismo, pasión y fatalidad:

–La gitana es una mujer en acción volcánica, que en la Sevilla de principios del siglo XIX devora la buena fe de un militar navarro, don José, atormentado por la humillación y los celos cuando Carmen le pone los cuernos con el toreador Escamillo, llevándolo a cometer uno de los crímenes pasionales más famosos de la historia operática.

Nabucco y su épica bíblica se sitúan en Jerusalén y Babilonia durante el siglo VI a. C., pero se trata de otro desquiciamiento amoroso protagonizado por Nabucco, su hija Fenena, el novio de Fenena –un judío llamado Ismael– y la hija mayor de Nabucco, Abigaille –¡víctima de los excesos melodramáticos cuando sabemos que no es su hija sino una esclava!–. Es decir, la misma turbulencia pasional de Romeo y Julieta con la diferencia de que los Montescos y los Capuletos son los judíos y los babilonios, teniendo en medio de ellos a Dios como un juez que lanza rayos, surgido del mejor guion escrito por un grupo de autores: la Biblia.

Tanto Bizet como Verdi tuvieron la capacidad de poblar los escenarios con multitudes de estadio y resultados distintos.

Aunque el estreno de Carmen, en el París de 1875, no fue del todo una fiesta para el compositor, acreditándose incluso su muerte temprana a la frustración debido a que la crítica y el público no recibieron a la gitana con los aplausos que le brindaría el mundo en un futuro que no imaginó Bizet, el amor como “un pájaro rebelde”, según la habanera que canta Carmen, no ha dejado de burlar la grosería misógina del poeta griego Palladas, agresivamente masculino en el siglo iv, recordado por los versos que usó Merimée como epígrafe de su novela: “Toda mujer es hiel, pero tiene dos buenos momentos: uno, en el tálamo; el otro, en la muerte”.

A Verdi lo antecedió el fracaso de una ópera anterior y su vida, agobiada por las muertes recientes de su mujer y su hijo, se convirtió en un éxito cuando estrenó Nabucco en 1842. No solamente por su despliegue musical y por la puesta en escena del libreto que escribió Temistocle Solera, también por la mitificación que enrarece la historia y narra los hechos como invenciones literarias: que Verdi se salvó del anonimato gracias al encuentro fortuito en las calles de Milán con el empresario de La Scala, Bartolomeo Merelli; que Merelli le entregó el libreto de Nabucco a pesar de la apatía de Verdi; que el buen Giuseppe llegó a su casa y en la vigilia sin sosiego del insomnio lo abrió al azar, justamente en los versos de un coro emblemático en la historia de la ópera, “Va, pensiero, sull’ali dorate” (“Ve, pensamiento, sobre alas adoradas”), y en la historia de Italia cuando teorías encontradas aseguran –o niegan– que el coro de los judíos anhelando su independencia de los babilonios fue adoptado por el movimiento político que luchó por unificar a Italia en el siglo XIX.

Como sea, cuando Verdi murió, en 1901, la multitud que acompañó al féretro entonó el “Va, pensiero” a su paso. Y esto es algo que muchos artistas quisieran como recompensa: ser despedidos por la huella que dejaron en el mundo, venciendo así a la muerte.

*Crítico de cine.

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