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CONTRA LA INTUICIÓN
¿Ser o no ser admirador de Michael Jackson? Las preguntas que deja el documental sobre abuso infantil
Sandra Borda se pregunta en su columna si es posible o deseable separar al artista de su obra después de ver el documental de HBO.
Michael Jackson: arte y abuso
Hace unos días HBO estrenó el documental Leaving Neverland, una historia de abuso y pedofolia contada por las víctimas de Michael Jackson, silenciadas durante años por la fuerte narrativa de Jackson y su hábil grupo de abogados. Por ellos, el sensacionalismo de los tabloides y el aplastante talento y fama de Jackson, durante décadas la sociedad estadounidense y su sistema judicial se permitieron mirar en otra dirección y actuar como si nada estuviese pasando.
El documental reactivó una discusión que considero fascinante y que no tiene resolución fácil: ¿es posible y/o deseable separar al artista –como ser humano, con defectos y virtudes– de su obra? ¿Cómo debemos/queremos nosotros, los consumidores de arte, reaccionar?
En primer lugar, lo que hagamos como consumidores es una decisión eminentemente personal. Esta columna no va a intentar convencer a nadie de borrar la obra de Michael Jackson de su disco duro. Lejos de eso. Yo no he podido decidir cómo reaccionar. Pasé muchos años de mi vida escuchando a Jackson y admirando su trabajo, y ahora solo tengo preguntas y dilemas que resolver que me gustaría compartir aquí.
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Debo confesar que después de escuchar a las víctimas, hoy me cuesta trabajo escuchar la música de Jackson y ver sus videos, y no me voy a culpar por ello. No creo que incomodarme después de escuchar a las víctimas me haga altiva moralmente. El abuso sexual de menores es criminal, y si la admiración por la música de Jackson se cuestiona por cuenta del comportamiento de su autor, eso es responsabilidad del autor y no de nosotros, los consumidores. Así que no voy a tratar de aplastar o desaparecer mi incomodidad ni me voy a disculpar por ella.
Pero ese es un asunto puramente personal que en nada afecta a nadie. Más allá de eso, me pregunto si hay algo que pueda hacer para convertirme en un consumidor responsable de cultura, y si ese concepto de la “responsabilidad” es algo que debemos o no tener en cuenta a la hora de entretenernos.
Es claro que el poder es un agente facilitador del abuso. No lo causa, pero lo facilita: genera relaciones asimétricas en las que la resistencia es más difícil y hay una proclividad mayor a la impunidad. Dicho eso, me pregunto si, como consumidores, nos convertimos en cómplices de las dinámicas de poder que se constituyen en condiciones de posibilidad para el abuso. Nosotros somos quienes compramos la música, los videos, las boletas para los conciertos; somos quienes, con nuestra admiración, convertimos a los íconos culturales en seres prácticamente intocables. En el caso de Jackson, la discusión expira por cuenta de su muerte, hace diez años; pero en el caso de aquellos que están vivos, ¿nos corresponde reflexionar más sobre el dinero y la admiración que les entregamos a los artistas, y lo que hacen con ello, o más bien les dejamos ese problema a ellos?
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Algunos sugieren que los consumidores no podemos erigirnos en oráculos morales, y que el arte hay que juzgarlo y consumirlo con criterios artísticos, no morales. La moral y el arte no son una buena combinación y por ello es mejor no meterse, dicen algunos, en la vida privada de los artistas. El problema es que el abuso sexual a menores no es un problema de la vida privada, no es una “desviación como cualquier otra”, no es “cualquier pecadillo de un artista”. Es un delito. Nadie pide que los artistas se conviertan en faros de la moral colectiva, pero ¿qué debemos hacer como consumidores de arte cuando al talento lo acompañan actos abiertamente criminales? ¿Y cómo podemos manifestar nuestra solidaridad con las víctimas? Es claro que en temas morales, siempre somos más tendientes a simpatizar con aquellos que consideramos más cercanos. Por eso, y por el hecho de que las víctimas no han sido visibilizadas, tanta gente dice con facilidad que el asunto se resuelve separando al artista del abusador, como si fueran dos personas distintas. La disociación nos permite quedarnos con la obra y el talento, y dejar de lado el resto. Pero me pregunto si seríamos capaces de esa disociación si una de las víctimas fuese un amigo cercano o alguien de nuestra familia. Me pregunto si seríamos capaces de explicarles a las víctimas que hacemos esa disociación para que nos dejen contemplar el arte en paz, o para que nos dejen entretenernos tranquilos.
Pero también me cuestiono sobre la irrelevancia de la decisión que tomemos. La verdad es que cualquier cosa que hagamos como consumidores tiene pocas posibilidades de contribuir a resolver el problema del abuso infantil. Tampoco creo que sea deseable que los consumidores sustituyamos a los jueces que estuvieron a cargo de hallar responsable a Jackson y castigarlo. Es posible que vetemos a Jackson de nuestras vidas para sentirnos mejor con nosotros mismos y, sin embargo, tener un efecto nulo en el problema estructural que estamos condenando.