POLÍTICA
Siete tesis sobre el antipopulismo, por Luciana Cadahia
Según la filósofa argentina, alrededor del lugar ideológico que ocupa la palabra populismo hay una enorme confusión y un uso malintencionado del término desde lugares de poder.
I.
Ser populista no es un estigma
El populismo es una vieja palabra del arcón de la política que se ha puesto de moda en la opinión pública. Pero, curiosamente, la popularidad de esta palabra no ha servido para explicar el sentido de su uso o las características de los gobiernos populistas. Por el contrario, se ha empleado para estigmatizar cualquier experiencia política que busque salirse del libreto económico y político del neoliberalismo. Se la ha usado para decir cualquier cosa y, desde determinados medios de comunicación, se ha buscado generar rechazos inmediatos, instintivos e irreflexivos en las conciencias de sus espectadores. De manera que, cuando un líder o gobierno es tildado de populista, el sentimiento de rechazo aparece ante nosotros de manera espontánea, como el aire que respiramos. Por eso, para los estudiosos del populismo que no disponemos del monopolio de los medios de comunicación, nos resulta muy difícil denunciar el carácter perverso de esta estrategia y deshacer el embrollo afectivo que tan hábilmente se ha construido alrededor de la palabra populismo.
II.
Populismo no es fascismo
Lo segundo que podemos decir es que hay una enorme confusión alrededor del lugar ideológico que ocupa el populismo. Esta palabra se ha empleado para nombrar a los líderes o proyectos de casi todos los arcos políticos, salvo a quienes pertenecen al liberalismo conservador de élite. Por eso, no es extraño que en Colombia, país gobernado por una élite liberal conservadora que desprecia lo popular, se haya intentado por todos los medios igualar a Uribe con Petro. Sin embargo, Uribe y sus formas de gobernar son fascistas. Petro, en cambio, no lo es. Hay una línea roja que diferencia a ambos políticos que ninguna estrategia política cortoplacista debería cruzar. Por eso es importante poder distinguir cada una de estas posiciones políticas. Tanto el fascismo como el populismo interpelan a las fuerzas populares y reactivan su dimensión afectiva. De ahí que muchos identifiquen ambos proyectos políticos y vean con malos ojos esta forma de proceder. Sin embargo, esta reactivación de los afectos y las pasiones colectivas tiene fines muy distintos en cada caso y orientan la voluntad colectiva hacia direcciones opuestas. En el caso del fascismo se activan a partir de las pasiones del miedo y el odio a lo diferente. Así, se construye un “otro de paja” –que puede ser la mujer, el inmigrante, el negro, el indígena, etcétera– y se lo ubica como el responsable de todos los males de la comunidad. De este modo se pierde de vista la dimensión estructural de las causas reales de las desigualdades sociales y las formas de explotación capitalista, y se usa la rabia de los de abajo para canalizarla contra un colectivo específico. Es una forma de construir poder identitario que necesita expulsar un elemento supuestamente anómalo para poder recuperar la identidad y la armonía de la comunidad.
Uribe, cuyo modo de proceder es casi de manual, convierte a las Farc en un gran muñeco de paja que le sirve para gobernar mediante mecanismos inmunitarios, violentos e incluso patriarcales. El populismo, en cambio, reactiva las fuerzas populares para tratar de revertir las desigualdades sociales, y destruir las estructuras de poder y privilegio que ponen a los de abajo en una posición de subalternidad. Para ello no necesita apelar al miedo y al odio, sino a la dignidad de lo popular y la inclusión de los excluidos. Curiosamente, y a diferencia de lo que muchos detractores anuncian, la evidencia nos permite corroborar que todo ello se ha llevado a cabo a través de las instituciones.
III.
¿Quiénes son los detractores del populismo?
Ya es momento de dar un paso atrás y empezar a entender que si existe un estigma alrededor del populismo, es porque hay unas fuerzas políticas interesadas en crearlo. Por eso, resulta urgente tratar de entender quiénes son los detractores del populismo, es decir, aquellas voces interesadas en generar miedo y rechazo alrededor de esta palabra. En esa dirección podemos decir que se trata del liberalismo (o neoliberalismo) de élite que busca inculcar la desafección política en el interior de las fuerzas populares, creando las ficciones del voto moralista de opinión o reduciendo la política a un mero procedimiento técnico. Y busca esta desafección porque necesita desactivar las fuerzas populares, necesita hacerles olvidar su capacidad organizativa y su fuerza para construir una sociedad verdaderamente igualitaria y plural.
Este juego de desafección, es decir, esta distancia entre las instituciones y los de abajo les funciona como la única estrategia que tienen, dado que son minoría, para conservar sus propios privilegios y perpetuar las desigualdades sociales. Pero hay algo importante para tener en cuenta, y es que el liberalismo de élite conservador no es un lugar de nacimiento (aunque muchas veces coincida), sino, sobre todo, un lugar de enunciación o una forma de percibir el mundo y las relaciones sociales. De manera que una persona puede ser de origen humilde y pertenecer a un barrio periférico y reproducir esa visión de la vida. La posición de clase no tiene relación con la posición ideológica de una persona. Más aún, el liberalismo de élite busca que los sectores populares y las clases medias se identifiquen con ese discurso que ellos promueven, que naturalicen la desigualdad bajo un disfraz de seudomeritocracia, que deseen la figura del privilegio y anhelen ser “como ellos”.
IV.
Los populistas no destruimos instituciones, las creamos
Otro prejuicio arraigado consiste en decir que los populistas no somos respetuosos de las instituciones y destruimos la institucionalidad existente. Contrario a esta tesis, abogo por la idea de que los populismos consolidan las repúblicas. Por eso nos permitimos preguntar si acaso no es posible hablar de una institucionalidad populista que no coincida ni con el Estado oligárquico ni con el Estado liberal-conservador. En esa dirección, la tradición de pensamiento republicano nos da las claves para entender todo esto. Como sugiere Bertomeu, el republicanismo tiene dos genealogías: una antidemocrática u oligárquica y otra democrática o plebeya. La primera se caracteriza por hacer del derecho (salud, educación, vivienda, etcétera) un privilegio de las minorías; y de las instituciones, un mecanismo de despojo de las mayorías. Se trata del gobierno de unos pocos para unos pocos. El republicanismo plebeyo, en cambio, trata de hacer extensivo el derecho a las mayorías, y hace de las instituciones un mecanismo de inclusión para generar igualdad y libertad social. El conflicto, desde esta última perspectiva, lejos de ser un síntoma que amenaza la democracia es, por el contrario, síntoma de su salud. Si hay conflictos, es porque las diferentes partes pueden expresar libremente sus intereses y sentirse parte de la “cosa pública”. Se asume que la cosa pública es de todos y que siempre habrá una tensión entre quienes la consideran un bien privado y quienes la consideran un bien común, como cuando Francia Márquez le dijo a Álvaro Uribe que también ella era el Estado. El populismo, por tanto, al ampliar derechos a los excluidos y disponer de las instituciones para destruir la desigualdad, tiende a convertirse en un republicanismo democrático o plebeyo.
V.
Los populistas no somos antidemocráticos
La afirmación de que el populismo es contrario a la democracia solamente tiene lugar cuando aceptamos una noción restringida de la misma, una noción que hace de la democracia un procedimiento formal, consensual y alejado de cualquier tipo de conflictividad popular. Una de las grandes dificultades de nuestro tiempo es el predominio de esta concepción y el olvido del sentido original de la palabra democracia: poder del pueblo. A diferencia de lo que suelen afirmar los defensores de este tipo de democracia procedimental, podríamos decir que el populismo es una de las pocas experiencias políticas que mantiene viva la figura de un pueblo empoderado. Por eso, en vez de decir que el populismo es antidemocrático, habría que mostrar de qué manera reactiva la dimensión constitutiva de la democracia. Más aún, el intento de neutralizar este vínculo entre populismo y democracia no tiene otro cometido que evitar la explicitación de una verdad: la constatación de la farsa actual de la democracia procedimental imperante. La explicitación democratizadora del populismo pone en evidencia la ilusión democrática que vive nuestra época. La democracia, en su sentido más igualitario, se encuentra amenazada por las actuales transformaciones del capitalismo financiero, la complicidad de quienes buscan acomodar este término a sus fines económicos y la instauración de una “neooligarquización” del mundo. Solamente experiencias como las del populismo emancipador nos ayudarán a poner un freno a esta ofensiva, y devolverle a la democracia su sentido popular e igualitario.
VI.
Las populistas somos feministas
Quienes asumimos las paradojas y contradicciones que se viven en el populismo sabemos que necesitamos un populismo feminista. Es decir, un populismo que asuma la necesidad de destruir el patriarcado y el ethos neoliberal que hace del sacrificio de la vida la lógica imperante de nuestro presente. Si queremos imaginar un mundo donde la igualdad no extractiva pueda reinar de verdad, es necesario destruir la más vieja de todas las opresiones: la del hombre sobre la mujer. Es decir, esa forma de opresión en que se “extrae” la fuerza vital femenina y se la pone al servicio del patriarcado. Hasta que esta última forma de la opresión no sea destruida, hasta que no abandonemos la lógica sacrificial extractiva en la que un ser humano necesita a otro ser vivo como objeto de sacrificio –es decir, para que sea destruido o subalternizado– no habremos logrado la verdadera igualdad. En estos momentos está en manos de los plebeyos y de las mujeres revertir esta lógica sacrificial. Por tanto, el populismo, como arma política, es la única forma de gubernamentalidad a nuestra disposición para hacerle frente al neoliberalismo sacrificial, patriarcal y antidemocrático.
VII.
Sin los afectos populares y feministas no hay futuro para la democracia
Si el lugar de enunciación heteropatriarcal se ha caracterizado por un repliegue identitario para pensar la palabra, el Estado, la democracia y la naturaleza, entendidas como totalidades atravesadas por la lógica sacrificial –o lo uno o lo otro–, el lugar de enunciación de un populismo feminista, en cambio, saca a la luz la diferencia constitutiva que organiza a todos estos dispositivos. ¿Qué sucede cuando pensamos la democracia, las instituciones, el derecho, el Estado y la naturaleza desde esta forma de conocimiento conjetural, destotalizado femenino y plebeyo? Posiblemente, un feminismo populista sea una expresión novedosa para tramitar la conflictividad social de otra forma, una manera de abrir la brecha y marcar la diferencia en el corazón del ethos reactivo, una forma del amor cuya singularidad irreductible no apunta a la unidad de una exterioridad pura frente a lo masculino –lo femenino como redención última de la humanidad–, sino más bien a un trabajo distinto de la inteligencia y la sensibilidad de las cosas, entendido como una interrupción de ese goce colectivo que nos dirige de forma autodestructiva hacia la inviabilidad de la vida en la tierra –o, al menos, de la vida tal y como la hemos conocido hasta ahora–.
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Estas tesis, en su mayoría, forman parte de un libro que Paula Biglieri y Luciana Cadahia están redactando para una colección sobre Pensamiento del Sur Global, dirigido por Judith Butler en la editorial Polity (Reino Unido).