TUMBATECHO

Una copa de anís: una columna de Mario Jursich

Nuestro columnista Mario Jursich celebra la publicación del libro 'Toriles: “el otro mundo”', de Fernando Macías Vásquez, "dedicado al que fuera entre principios del siglo XX y finales de los años setenta el bullanguero barrio de las putas en Salamina, Caldas".

Mario Jursich
24 de septiembre de 2018
Mario Jursich.

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Aunque infinidad de hombres en Colombia se iniciaron sexualmente con prostitutas; aunque la gente joven sigue frecuentando burdeles y pagando por tener sexo; aunque cientos, tal vez miles de periodistas sueñan con escribir para SoHo o Don Juan su experiencia como turistas en algún congal bogotano o medellinense; y aunque escritores como Eugenio Díaz, Gabriel García Márquez, Jaime Sanín Echeverri, Luis Zalamea Borda, Manuel Mejía Vallejo, Óscar Collazos, Mario Mendoza y, más recientemente, Gustavo Bolívar y Manuel José Rincón han escrito de modo amplio sobre esas “mujeres de cuatro en conducta”, lo cierto es que resulta difícil encontrar en nuestra literatura memorias personales o testimonios autobiográficos donde el putañero no se emboce en la ficción y hable por personaje interpuesto de su experiencia en el mundo del amor mercenario.

No es que esos testimonios falten. Nada más por dar un ejemplo, en Putumayo, 1933. Diario de guerra, el poeta Carlos López Narváez menciona las casas de citas frecuentadas por los soldados colombianos en los alrededores de La Tagua y dedica un par de entradas a sus polvos de gallo con una indígena encargada de lavarle la ropa. (En aquellos tiempos de conflicto esa transacción era tan común que hasta tenía un nombre: se llamaba “guaras” a las mujeres que, sin ser chicas de la vida alegre, ocasionalmente tenían sexo a cambio de dinero.) Sin embargo, a despecho de que estas referencias sean más o menos abundantes en nuestra cultura letrada, por lo general tienen un carácter episódico: ocupan, en el mejor de los casos, un par de líneas o un párrafo, dejando en la cabeza del lector una multitud de interrogantes no develados.

Únicamente por eso yo celebraría la publicación del libro Toriles: “el otro mundo”, de Fernando Macías Vásquez, dedicado al que fuera entre principios del siglo XX y finales de los años setenta el bullanguero barrio de las putas en Salamina, Caldas.

Antes de reseñarlo, me siento obligado a decir que, como al libro no se le brindó ningún tipo de auxilio editorial, el lector seguramente resentirá su caótica puntuación, ortografía y sintaxis, pero –con igual o mayor vehemencia– también me siento impelido a exhortar que esos defectos se pasen por alto. No conozco ningún otro libro colombiano en que se hable con tanta riqueza anecdótica de la prostitución y se nos brinden tantos detalles para la reconstrucción de un mundo que es, por partes iguales, tan omnipresente como desconocido. En el futuro, cada vez que alguien quiera hablar del sexo pago y la bohemia, o del pudor y el relajo, o de la forma en que se reclutaba a las mujeres en las mancebías del Viejo Caldas, encontrará en estas páginas una cantera de información insospechada.

Sería difícil escoger entre los muchos lances prostibularios referidos por Macías, pero tal vez sea inevitable mencionar los cómicos intentos de las autoridades por imponerle a la población masculina un máximo de dos visitas mensuales al barrio de Toriles. Los infractores recibían como pena un día de trabajos forzados; si reincidían, el castigo se les aumentaba a cuatro y “si en el término de tres meses el transgresor era encontrado por cinco oportunidades infringiendo la norma, debía ser llevado a la cárcel municipal por inconmutables cinco días”. (Sobra decirlo: las celdas permanecían atestadas.)

También son extremadamente llamativos los coloridos detalles con que Macías trufa sus recuerdos. Me resultó imposible no subrayar la desaparecida costumbre de consumir cerveza por bultos (“Tráigame un costal de casquimonas” quería decir “tráigame treinta y seis cervezas”); no reparar en que, a falta de dados de hueso, buenos eran los corozos; no asombrarme ante “la esgrima del machete” y los nombres dados a “cada guascazo de la sabia peinilla: despeje, relumbrón, guillotina, medialuna, deja sordo, la corona, mella mella, no te olvides”; no reírme de algunas descripciones hechas por Macías (de una copera con fama de calientahuevos dice que era “un extenso aeropuerto de orgasmos imaginarios”) o no memorizar los humorísticos versos del poeta Óscar Noreña López: “Ha finado la báquica semana / Entre brindis y risa y alboroto, / Quedándome en la bolsa solo un roto / Y una cuenta de trago en Calle Plana. // ¿Que si bebí? / Lo que me dio la gana. / ¿Cuántas piezas bailé? Es dato ignoto. / El trasnocho fue tanto que ya noto / Que le tengo fastidio a la mañana”.

Pero la historia que más me sedujo en este libro es la de María Cano, una prostituta homónima de la líder social que, además de ser la mujer más deseada de Toriles, también era la protagonista de un peculiar estriptís etílico. Hacia las dos o tres de la mañana, Cano interpretaba una serie de bailes que culminaban con ella acostada y desnuda sobre una larga mesa de cedro. La madama del lugar se acercaba y le vertía un chorrito de aguardiente en el ombligo. Solo los clientes más adinerados podían, “ante la mirada envidiosa de los demás concurrentes”, beber de la que sin duda fue la copa de anís más memorable que registren nuestros libros de historia.

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