ESPECIAL VÍCTIMAS Y RECONCILIACIÓN

El Cauca, cuna de futbolistas

Los caucanos Yerry Mina y Yeison Gordillo libraron verdaderas batallas para ganarse la vida pateando un balón. Les contamos cómo construyeron sus caminos para llegar al fútbol profesional y por qué son ejemplo en sus municipios.

William Martínez* Bogotá
25 de junio de 2018
Yerry Mina (izquierda) y Yeison Gordillo (derecha).

Este artículo surge de un esfuerzo conjunto del Grupo para la Política Pública de Víctimas del Conflicto Armado del Ministerio del Interior y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Los pueblos del Cauca parecen balcones ubicados en los filos de las cumbres. Esas montañas recias, que comunican a este departamento con el Tolima y el Valle, sirvieron por décadas a los grupos ilegales como un corredor de armas y drogas. Antes del acuerdo de paz, las Farc se disputaban esa selva inexplorada con el Ejército y los paramilitares. Ahora, los líderes sociales luchan por preservar su vida y la de las comunidades. Este ambiente montuoso también ha hecho que sus habitantes sean hombres y mujeres aguerridos. Los pueblos indígenas y afrodescendientes han resistido los vejámenes de la guerra y se han movilizado para hacer respetar sus tierras como pocas poblaciones del país. Hoy, cuando los turistas pasean con más frecuencia por el departamento, el pasado de la guerra parece difuso. A pesar de eso, los habitantes del Cauca suelen andar con cuidado. Mirándose a los ojos, como diciendo que de su territorio nadie los saca.

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Hace 12 años, Cauca constituyó formalmente su último municipio: Guachené, un pueblo de 20.000 habitantes, con 98 % de su población afrodescendiente y 2 % indígena, productor de plátano y caña de azúcar. Pero, sobre todo, cuna de futbolistas. Hace 19 años llegó a la única cancha del pueblo un niño llamado Yerry Mina. Iba colgado del brazo de María Nella, su mamá; iba con ganas de ser aquero, como su papá. Sin embargo, no tenía los reflejos de José Eulises Mina, portero en las inferiores del Deportivo Cali. Seifar Aponzá, primer entrenador de Yerry, cuenta que tomó una decisión que cambiaría su vida: aprovechando su lomo (1,95 de estatura), lo puso a liderar la defensa.

Lo que vino después es una historia ya contada: a los 18 años debutó en el Deportivo Pasto. Un año más tarde, en 2014, saltó a Independiente Santa Fe, en el que fue titular indiscutido en el plantel que alzó la Copa Suramericana 2015. Luego arribó al Palmeiras, de Brasil, y el año pasado al Barcelona, de España. El mismo hombre que en la infancia hacía domicilios en bicicleta por 500 pesos y pateaba pelotas descalzo se convirtió, a los 23 años, en uno de los defensas colombianos más caros de la historia: 11,8 millones de euros costó su pase.

Pero el fenómeno social que desató Mina en su pueblo ocurrió antes de su llegaba al club catalán. Y esta es la parte menos mediática de su historia. Cuando jugaba en Palmeiras decidió materializar uno de sus sueños: construir una fundación que formara niños futbolistas en Guachené, un lugar donde no existe siquiera un escenario deportivo. Hoy, la Fundación Yerry Mina atiende a cerca de 200 niños, entre 8 y 15 años, y planea expandir su proyecto a municipios como Caloto, Padilla y Puerto Tejada. La fundación no solo está en la cancha: sirve además de comedor comunitario y fomenta el cuidado del medioambiente a través de la siembra de árboles. Para Brayan Mina, primo del futbolista y coordinador de la entidad, el objetivo principal es lograr que los niños se convenzan del valor del aguante del espíritu a pesar de la pobreza; cambiar la cultura de la escasez, en sus palabras.

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Las cantadoras del Cauca no solo les cantan a sus muertos. Cuando el futbolista visita su pueblo, el nombre de Yerry Mina se escucha en los coros como un himno. También el de Yeison Gordillo, un volante de 25 años nacido en Miranda, a 50 minutos de Guachené, que Independiente Santa Fe acaba de transferir a Puebla, en México. Ambos jugadores han tenido un crecimiento vertiginoso –no han durado más de tres temporadas en sus anteriores equipos porque son fichados por mejores clubes– y son referentes para las nuevas generaciones de caucanos. No solo por su éxito deportivo, sino porque representan cantos de esperanza, estandartes para quienes nunca han tenido ningún talento particular: la demostración de que todos, como sea, podemos. Ni Mina ni Gordillo son cracks propiamente. Eso lo tenían claro sus primeros entrenadores. Al primero no le va bien jugando a ras del césped y suele estar en aprietos cuando lo encaran; al segundo le falta marca y lo tarjetean rápido. Sin embargo, a punta de disciplina, de correr con tres pulmones los 90 minutos y de explotar sus biotipos robustos han sido piezas necesarias en sus equipos.

En su adolescencia, Gordillo viajaba casi todos los días de la semana a Cali, donde entrenaba por las tardes. María Janeth, su madre, cuenta que costeaba los transportes con su criadero de pollos. Cuando el negocio no daba lo suficiente, convencía a los conductores de los buses para que dejaran subir a su hijo por la puerta de atrás. Él, por su lado, organizaba rifas. Un balón. Un pollo. Lo que fuera para seguir entrenando. Tanto Gordillo como Mina tuvieron siempre el espaldarazo de sus madres. Cuando no podían adaptarse al fútbol profesional, cuando los ahogaba la altura (Pasto, en el caso de Mina; Boyacá, en el de Gordillo), sus madres les pidieron lo mismo: no volver a sus tierras, no soltar la bandera de lucha. El futuro estaba en otra parte.

*Periodista

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