GEOGRAFÍAS SENTIMENTALES: UN ESPECIAL DE VACACIONES
El Japón de Mishima y Dazai
Un programa grabado en Betamax y un libro prestado por un hombre moribundo afianzaron en Álvaro Robledo una pasión por Japón que, años más tarde, desembocó en un viaje cuyo itinerario incluyó tumbas, cuarteles militares y dojos de ninjas. Recorrido por un país inexistente.
Siempre es bueno leer a Oscar Wilde: “¿De veras piensas que el pueblo japonés, tal como nos lo presentan en el arte, existe? Si lo piensas es que nunca has entendido el arte japonés. El pueblo japonés es la creación consciente y deliberada de determinados artistas. (…) Las gentes que realmente viven en el Japón no se distinguen del común de las gentes inglesas; es decir, son extremadamente vulgares, y no tienen nada de curioso ni de extraño. A decir verdad, todo el Japón es un puro invento. No existe tal país, no existen tales gentes”.
A Wilde lo comencé a leer de niño a través de mi hermano Juan Felipe y de un amigo de él, Manuel, quienes se convertirían en los tutores literarios de mis primero años. Manuel fue también mi amigo y su muerte fue la primera que me impactó verdaderamente: fue también la primera persona que vi morir de sida y la primera que me dijo de corazón que gozaba de mi compañía. Todavía lo recuerdo cada vez que leo a Wilde.
Fui a visitar su tumba art déco en el cementerio Père Lachaise de París en compañía de mi madre cuando yo vivía en Oxford tras acabar el colegio (había decidido vivir allá porque allí habían estudiado Wilde y Lewis Carrol y, sí, porque también allí había dado clases Tolkien y se encontraba enterrado). También visité las tumbas de Marcel Proust, de Edith Piaf, de Samuel Hahnemann, el fundador de la homeopatía que estudió y practica, entre otras cosas, mi padre, y cómo no, la de Jim Morrison. Tenía 18 años y en verdad me importaban más las tumbas de este último y la de Wilde que las del resto, pero con el tiempo me he dado cuenta de que todas vendrían a tener un significado importante dentro de mi vida. Este también fue el inicio de una costumbre que no es solo mía y que es común a muchas personas sensibles a este tipo de cosas (conozco al menos el bello libro de Cees Nooteboom, Tumbas, que es un largo recuerdo poético y fotográfico con esta idea en mente): el inicio de mi turismo fúnebre o la búsqueda de los lugares en los que se encuentran enterrados ciertos artistas y pensadores que quiero y admiro.
Cuando regresé de Inglaterra fui a visitar a Manuel, quien yacía moribundo en su cama de acero. Fue confuso ver el cuerpo macilento y consumido de una persona que había sido saludable y atractiva, ver cómo se le iba la vida a una persona de quien había aprendido tanto y a quien tanto había querido. Sus átomos y moléculas se aprestaban para saltar a otra forma que ya nunca me sería familiar. Recuerdo que en su mesita de noche, al lado de las Memorias de Adriano, tenía otro libro que también le había visto a mi hermano: El pabellón de oro, de Yukio Mishima. “Volvió a la soledad sin impaciencia. Cada día que moría tenía su encanto”. Se lo pedí prestado (o se lo quité sin más), lo leí muy rápido y fue como si se abriera una ventana que dejara entrar el aire: desde ese momento ni mi mundo ni mi comprensión de la belleza fueron los mismos. Tal cual había dejado de serlo cuando leí a Wilde y como lo fue años después con varios otros artistas y pensadores que comparten el mismo lugar de los místicos: nos abren los ojos a otras realidades que hasta ese momento pensábamos imposibles. Quitan el velo.
Desde muy pequeño sentí una fascinación particular por el Japón, una fascinación que partía de un programa de televisión que tenía grabado en Betamax y que veía una y otra vez con mi padre y que se llamaba Los tesoros vivientes del Japón. Era un programa de la antigua cadena 3 que contaba la vida de algunos personajes importantes del archipiélago: la señora Chiba, encargada de preservar el antiguo arte del teñido con índigo de los kimonos; Soyozo Arakawa, el forjador de espadas que vivía como un monje; Yamada-san, el recreador de la naturaleza dentro de las bandejas en las que van los bonsáis.
Por las vueltas y revueltas que da la materia dentro, fuera y alrededor nuestro (hay quienes lo llaman destino) terminé yendo, dos años después de la muerte de mi madre, a conocer un tesoro viviente del Japón: al soke Masaaki Hatsumi, a su dojo de la ciudad de Kashiwa, cerca de Tokio. Él es el preservador de las antiguas artes de los ninja, los guerreros de las sombras, heredero de nueve escuelas marciales distintas de corte samurái y ninja, que él engloba bajo el nombre genérico de Budo Taijutsu, un arte marcial que practiqué (y que tal vez practique) durante un tiempo.
Había llegado a Japón a finales de septiembre, cuando todavía hacía calor. Iba con mi profesor y otros dos compañeros colombianos con quienes nos une una amistad muy especial: somos buyu, hermanos en las artes marciales. Cualquiera que haya practicado algún arte marcial sabrá de lo que estoy hablando. Es una amistad que tiene que ver más con el dolor, la risa, el sudor y la sangre que con las palabras, por decir algo. Cuando entré al Honbu-dojo, que es como se llama la sede principal donde entrenan los miembros de la Bujin-kan, la escuela del soke Hatsumi, me dieron ganas de llorar (aunque ahora casi todas las cosas me dan ganas de llorar, vaya dios a saber por qué): allí estaba todo lo que me había enamorado de ese país desde que era un niño y que encontraba tan distinto del mío: el silencio, el respeto, la sobria belleza.
Luego llegaron las hordas de estudiantes que rompieron el encanto con sus gritos, sus abrazos sonoros y su exceso de masculinidad forzada (incluso entre ciertas mujeres). De ellos recuerdo vívidamente a un albino langaruto con unas gafas con lentes pardas del grosor de los culos de las botellas, a su novia, una gordita con la espalda más peluda que le haya visto a mujer alguna, un homosexual israelí muy preocupado por parecer viril, una japonesa de cierta belleza que le servía de traductora a una montaña que se llama Darren, uno de los antiguos alumnos del soke, un australiano multimillonario que lleva viviendo muchos años en el Japón al lado de su maestro y que bien podría ser el centro de un equipo de rugby, quien me llevaba por lo menos tres cabezas y cuya muñeca bien podría ser mi muslo.
Todos nos pusimos en posición de seiza (la forma tradicional de sentarse de rodillas) y esperamos a la aparición del soke. Cuando llegó, sentí algo en el estómago y sí, también me dieron ganas de llorar, ganas que por lo general sé cómo contener. Ya lo había visto en fotos, pero ver en persona a ese viejito de más de 80 años, con no más de un metro sesenta, siempre sonriente, con una camiseta con un alien en el pecho y la palabra SOKE detrás, como un jugador de fútbol y el pelo pintado de púrpura, fue algo que me hizo estremecer. Saludó al templete donde habitan los kami, los dioses de la religión shinto pero también de todas las religiones nuevas y antiguas, nos saludó a todos y gritó en inglés: Play! Para él su arte es un juego.
Tengo grabadas cuatro frases que dijo entre las muchas que le oí durante esos días: “Una persona tiene que tener un corazón sincero para alcanzar algo verdadero”. “Yo no soy Japón, no soy ningún país, soy un ovni”. “No sean seres humanos, solo sean seres vivos”. Y Keep going! (que en su inglés suena quipu góin) que oído de su boca resonaba con algo muy distinto a la aparente obviedad de esa frase. Un hombre que ha ido del cielo al infierno y de vuelta y que, como muchas de las personas que han alcanzado una verdadera maestría en algo y consiguen adeptos, no tiene la culpa de muchos de los desadaptados que lo siguen. Y los desadaptados que persiguen las artes marciales son muchos. Entre ellos se encontraba también Mishima, quien conoció al soke cuando todavía era un muchacho y acababa de heredar toda esa responsabilidad de su maestro, Toshitsugu Takamatsu, el tigre de Mongolia. Pero esa es otra historia. Del soke Hatsumi dijo Mishima: “La gente adora la belleza y la dignidad de las tradiciones japonesas. Las personas que dominan estas tradiciones son cada vez más raras y están desapareciendo. Solo existe una persona en todo Japón y probablemente en todo el mundo que pueda ser llamado maestro del tesoro cultural del Ninpo Budo. Señor Hatsumi: por favor guárdelo y atesórelo”. Al soke probablemente no le hicieran falta esas palabras de Mishima (o sí); el hecho es que ha seguido su consejo, no por un país, no necesariamente por una cultura, sino por el arte mismo.
Mis buyu regresaron a Colombia y yo me quedé unos días más en Tokio antes de ir a visitar a un amigo japonés al norte de la isla a quien no veía hacía más de 15 años. Quería quipu góin, esta vez sin el peso de esa hombría tan pesada y de todo el ruido que hacemos los colombianos. Necesitaba un poco de silencio y recogimiento, quería llorar a mi madre en algún jardín japonés con el que hubiera querido estar con ella y, por supuesto, hacer algunas rondas de mi turismo fúnebre. Ya había estado en Kamakura, la ciudad en la que vivió Yasunari Kawabata, frente al mar de Hayama. El “maestro de funerales”, como le decían por haber quedado totalmente huérfano a la edad de 15 años (padre, madre, abuelos, abuelas, tíos y tías, hermana), había tenido pesadillas con Mishima, su amigo, discípulo que supera al maestro, quien se había abierto el vientre dos años atrás y quien venía a buscarlo en sueños a decirle que se estaba mejor allá donde él estaba. El premio nobel del 68 se suicidó con monóxido de carbono sin dejar una nota de adiós.
Por alguna razón no fui al cementerio de Tama donde está enterrado Mishima. Pero sí pasé enfrente del cuartel general de las Fuerzas de Defensa donde el 25 de noviembre de 1970 se abrió las entrañas mediante el ritual del seppuku junto a su amante, otro miembro de su Ejército de los escudos, el Tatenokai, Masakatsu Morita, un muchacho de 21 años que había caído bajo el embrujo patriótico, erótico, ético y estético de Mishima. Otros dos muchachos los acompañaron ese día, muchachos que no podían morir por órdenes expresas del autor, quien les dijo que alguien tenía que permanecer y dar testimonio. Al parecer, uno de ellos, quien le cortó la cabeza a Mishima, se convirtió en un sacerdote shinto, sus moléculas jugando un nuevo juego. Play!
Cuando pasé por el cuartel de Ichigaya imaginé a ese hombre de 45 años obsesionado con la noche, la sangre y la muerte, uno de los mejores escritores de nuestro tiempo a pesar de su aparente nacionalismo y de su machismo sin sentido, quien horas antes de abrirse las tripas pasó frente al colegio de su hija y cantó un himno marcial con esos muchachos mórbidos y fieles a quienes tenía encantados con el regreso a los valores del antiguo Japón, bien lejanos de la fiebre y la náusea que venían con la ocupación espiritual y material de los gringos. Tenía escrito en mi cuadernito de apuntes el jisei no ku de Mishima, su poema fúnebre (al menos uno de ellos o el que más me gusta), una tradición que se remonta a los tiempos de los samurái, escribir un último poema antes de morir:
Una leve tormenta nocturna se desgaja
y nos dice: “Caer es la esencia de la flor”
precede a todos los que dudan.
Atravesé la guarnición de Ichigaya con helicópteros inexistentes que sonaban dentro de mi cabeza, los mismos que lo acompañaron ese día en el que lo abuchearon los soldados que él esperaba convencer. Lo vi con mi imaginación gritar tres veces en dirección al palacio imperial: “Tenno heika, banzai!” (¡Larga vida al emperador!) e ir a encontrarse con el destino para el que se había preparado desde que era un muchacho con el cuerpo y con la pluma. Es evidente que me salieron unas lagrimitas.
Sí estuve en el cementerio del templo Jigen-ji, donde se encuentra enterrado el erotómano y otrora dandi reconvertido al culto por lo japonés Junichiro Tanizaki, autor del famoso Elogio de la sombra, un ensayo que da cuenta del corazón de eso que llamamos lo japonés. Unas filas más allá y dentro del mismo camposanto, se encuentra Ryunosuke Akutagawa: se quedó dormido a los 35 años con una sobredosis de veronal que quiso ocultarle a su esposa, quien lo encontró al día siguiente. Su suicidio se dio por la presencia de “una vaga desazón” de “ese pathos que sentimos quienes continuamos viviendo de la única manera que podemos”. Ese muchacho fue el autor de Rashomon, En la maleza de un bosque, La nariz y otros cuentos magníficos que dan cuenta de una búsqueda que respeta por encima de cualquier otra cosa la libertad del espíritu.
Y finalmente, tras haber comprado unos cigarrillos, una botellita de sake y unas cerezas, llegué al cementerio del templo de Zenrin, en el barrio tokiota de Mitaka, donde se encuentra enterrado Osamu Dazai, el gran suicida, el libertino, el eterno rebelde contra lo ortodoxo y el conformismo. Tuvo cuatro intentos de suicidio, la mayoría acompañado por geishas o mujeres de quienes se enamoraba por un rato y con quienes decidía pasar al otro barrio una noche de borrachera, dos de ellos antes de cumplir los 20 años. Había sido el décimo de once hijos. Su madre, cansada de parir, le decía que era feo. Fue criado por una nana y por su tía, quien pensó que era su madre hasta que ya era bastante mayor. Ella le dijo, cuando Dazai tenía tres años, en la muerte del emperador Meiji, que el emperador se había recluido, porque los dioses vivientes no mueren. Su padre era un senador que venía del norte, de las provincias del País de nieve de las que habla Kawabata, a quien no le importaba mucho este hijo que solo traía problemas y no contaba para nada dentro de la línea de sucesión, único tema que en verdad le afectaba. Siempre despreció lo que representaba la idea de familia: “La felicidad familiar es la raíz de todo mal”. Y estaba contento cuando el resto del mundo estaba triste: su momento de mayor plenitud, el tiempo en el que fue buen padre y esposo, escritor prolífico, fue durante la Segunda Guerra Mundial. “Los necios dirán que me he convertido en un tipo corriente”, escribiría por ese entonces. Cuando la guerra terminó supo que tenía que cantar muy bello para poder morir pronto. Y si no cantaba, igual iba a matarse. Pero sí cantó.
Recuerdo otra frase que le oí al soke por esos días: “Todo es su contrario”, sinónimo del como es arriba es abajo de los alquimistas. Empecé a leer los libros de Dazai porque representaban todo lo que Mishima despreciaba. Él mismo lo dijo: “Por supuesto que reconozco el talento único de Dazai; era el tipo de escritor que se dejaba la piel por mostrar precisamente todo aquello que yo mismo pretendía ocultar”. Dazai era un tipo sensible, afectado, drogadicto, perdió los dientes por la morfina y el alcohol, tuberculoso, que en medio de unas borracheras terroríficas tenía momentos de una extraña lucidez y de una felicidad casi infantil. Por encajonarlo lo conminaron dentro del grupo de la Burai-ha, o Escuela del Decadentismo, un grupo de autores (4) independientes y con experiencias y tendencias literarias afines. Un poco como lo que algunos han querido hacer con Bukowski cuando lo meten dentro de los escritores Beat. Compartían una angustia existencial y un asco por los valores establecidos por la sociedad, repugnancia que ahogaban en alcohol y escribiendo cosas no del todo malas. En el caso de Dazai existen para mí, dentro de sus cuentos, unas tres o cuatro obras maestras inmortales. O al menos hasta que se acabe la humanidad.
Un 13 de junio se lanzó al río Tama con una peluquera. La quinta es la vencida. Su cuerpo inerte fue encontrado el 19, día en el que cumpliría 39 años, la edad con la que escribo estas líneas. Me comí las cerezas que había traído, su fruta preferida, y tomé un poco de sake. Pensé derramar unas gotas sobre la tumba pero me pareció de muy mal gusto. “Todo es su contrario”, volvía a decir, entre risas, el soke. Me fumé un cigarrillo y todo el tiempo pensé en la muerte. No en la mía. En la muerte en general, en por qué me gusta tanto ver lápidas y pensar en el pasado. Luego recordé a Oscar Wilde y supe que el Japón no existía. No existen tales gentes.
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*Escritor. Su novela más reciente es Que venga la gorda muerte (Seix Barral, 2015).