Otras mujeres (Impresa)
¿Por qué las mujeres no son chistosas?
Cuando una mujer dice que un hombre es chistoso, dice Fran Lebowitz, está diciendo lo mismo que cuando un hombre dice que una mujer es bonita. El devastador ensayista inglés Christopher Hitchens pone en su sitio tanto a los que hacen reír como a las que ríen. Traducción de Juan Manuel Pombo.
Sea usted hombre o mujer, con seguridad habrá escuchado un intercambio como el que sigue cuando una amiga suya enumera los encantos de su nuevo amor: “Es muy lindo, muy querido con mis amigos, sabe una cantidad de cosas y es tan chistoso…”. (Ahora, si usted, lector, es hombre y por pura casualidad conoce al tipo en cuestión, se habrá preguntado también: “¿Chistoso? Pero si el tipo no entiende un chiste aunque se lo expliquen”). Sea lo que sea, igual hay algo que jamás oiríamos de boca de un amigo ensalzando las virtudes de su última bienamada: “La mujer es un encanto, independiente… [interludio para atributos que aquí no conciernen] y, hombre, no se imagina cómo me hace reír”.
Ahora, ¿por qué ocurre esto, por qué es este el caso? Quiero decir, ¿por qué las mujeres, que tienen al mundo masculino a sus pies, no son chistosas? Y por favor, no se haga el que no entiende de qué estoy hablando. Está bien, pongámoslo al revés (como cuentan que el obispo le preguntó a la mesera): ¿por qué los hombres, en promedio y en general, son más chistosos que las mujeres? Bueno, para empezar, porque más les vale que lo sean. La tarea más importante que un hombre debe realizar en esta vida es causarle buena impresión al sexo opuesto, y Madre Natura (como algunas veces le decimos con sorna), no es muy generosa con los hombres. De hecho, son muchos los tipos bien mal dotados para la susodicha lucha. El hombre promedio tiene una y solo una remota oportunidad: más le vale, por tanto, aprovecharla y ser capaz de hacer reír a la dama. En efecto, hacerlas reír ha sido una de las mayores preocupaciones de mi vida. Si logramos hacerlas reír –y estoy hablando de provocar verdadero alborozo, ese que logra hacerles inclinar la cabeza hacia atrás y abrir la boca para exhibir en pleno sus hermosas dentaduras con genuina sorpresa y un ligero (no, cambiemos lo anterior por un vigoroso) repicar de gozo– pues bien, entonces, al menos hemos logrado relajarlas un poco y cambiarles por una rato la expresión. Me niego a elaborar más.
Las mujeres no tienen una necesidad correspondiente para caerles en gracia a los hombres. De facto, le caen en gracia a los hombres, si ven por dónde van mis tiros. En fin, ahora contamos con un estudio científico que ilustra bien la diferencia. En la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford (lugar en el que, dicho sea de paso, me sometí a un procedimiento comiquísimo con un sigmoidoscopio para examinar mi colon), los ceñudos investigadores les mostraron a diez hombres y diez mujeres una muestra de 70 caricaturas en blanco y negro para que las midieran en una escala que iba de “la menos a la más chistosa”. Veamos brevemente el lenguaje, como para morirse de la risa, que utiliza el informe tal y como se publicó resumido en Biotech Week:
Los investigadores encontraron que tanto hombres como mujeres comparten buena parte del sistema que responde al humor; ambos usan, hasta cierto punto de manera similar, la parte del cerebro responsable del conocimiento semántico y la yuxtaposición, además de la parte implicada al procesar el lenguaje. Pero también encontraron que algunas regiones del cerebro se activaban más en las mujeres. Entre ellas, la corteza prefrontal izquierda, lo que sugiere un mayor énfasis en los procesos lingüísticos y ejecutivos de las mujeres, y en el núcleo acumbeo (o accumbens)… que hace parte del centro de recompensa mesolímbico.
Lo anterior tiene tanta gracia como la que tiene el doctísimo profesor Scully en su intento por definir la sonrisa tal y como lo cita Richard Usborne en su tratado sobre P. G. Wodehouse: "…ese estirar atrás y alzar ligeramente las comisuras de los labios para descubrir, en parte, los dientes; ese curvar de los surcos nasolabiales…”. Pero no se me asusten, según el estudio la cosa se pone peor:
“Al parecer, las mujeres no estaban tan predispuestas a ser gratificadas, en este caso por lo que sería el remate de la leyenda de la caricatura”, dijo el autor del informe, el doctor Allan Reiss. "De manera que, cuando llegaban al remate del chiste, sentían mayor placer". El informe también encontró que “las mujeres eran más rápidas para identificar aquello que definitivamente no encontraban gracioso”.
En resumen: más tardas para entender las caricaturas, más satisfechas cuando lo hacen y prestas para ubicar lo que no tiene gracia… ¿acaso necesitábamos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Standford para eso? Y recuerden, esto es las mujeres cuando se ven ante el humor… ¿sorprendería, por tanto, que funcionaran en reversa al generarlo?
No quiero decir con esto que las mujeres no tengan sentido del humor o que les falte chispa e ingenio para poder llegar a ser grandes comediantes. Si no estuvieran en sintonía con el humor, pues entonces apenas si valdría la pena casi matarnos en nuestro intento por desternillarlas de la risa. El ingenio y la chispa, después de todo, son síntoma indefectible de inteligencia. Los hombres, sin embargo, se ríen de casi cualquier cosa, con frecuencia precisamente porque tales cosas –o ellos mismos– son terriblemente estúpidos. Las mujeres no son así. Y los grandes talentos entre las mujeres que han trabajado como cómicas son formidables y casi sin parangón: Dorothy Parker, Nora Ephron, Fran Lebowitz, Ellen DeGeneres. (Aunque preguntémonos, ¿Dorothy Parker si fue alguna vez realmente chistosa?). En extremo osado –o por lo menos eso pensé– tomé la decisión de llamar a las señoritas Lebowitz y Ephron para poner a prueba mis teorías. Fran contestó lo siguiente: “Los valores culturales son masculinos; cuando una mujer dice que un hombre es chistoso, está diciendo lo mismo que cuando un hombre dice que una mujer es bonita. Además, el humor es muy agresivo y ventajoso… ¿se le ocurre algo más masculino que eso?”. La señorita Ephron no dijo lo contrario. Sin embargo, sí me acusó, de manera que me pareció ligeramente felina, de estar plagiando una perorata de Jerry Lewis en la que decía más o menos la misma cosa. (Sólo he visto a Jerry Lewis una vez en acción, en The King of Comedy, donde en verdad quien me pareció chistosa fue Sandra Bernhard).
De cualquier forma, no arguyo que no haya buenas comediantes mujeres. Solo que sí hay más espantosas comediantes mujeres que espantosos comediantes hombres… por lo demás, en efecto hay algunas damas tremendamente buenas por ahí. La mayoría, sin embargo, si examinamos bien la cuestión, son corpulentas o machorras y areperas o judías… o un combo de las anteriores. Cuando Roseanne se pone de pie y empieza a soltar sus chistes de motociclistas invitando a quienes no les gustan sus trucos a que le mamen la polla –cierto, la facción sáfica bien puede tener sus razones para querer lo mismo que yo quiero– sobreviene la dulce rendición de la carcajada femenina. Y en cuanto al humor judío, hirviendo como hierve de angustia y autodesaprobación (self-deprecation en inglés), se podría decir que es casi masculino por definición.
Bastaría sustituir el término self-deprecation por "self-defecation" (cosa que alguna vez en efecto oí inadvertidamente) y todos los hombres se reirán de inmediato, aunque solo sea por pasar el rato. Hurguemos, sin embargo, un poco más profundo y veremos lo que Nietzsche quiso decir cuando aseveró que una ocurrencia genial no era más que el epitafio a la muerte de un sentimiento o una emoción. El humor masculino prefiere reírse a costa de alguien y además comprende que muy probablemente la vida es, para empezar, una broma… con frecuencia una broma de pésimo gusto. Así, el humor se constituye en una parte del blindaje necesario para resistir aquello que de por sí ya es suficientemente ridículo. (Quizá no sea mera coincidencia que los hombres, aporreados como son por la puta madre naturaleza, tienden a aludir a la vida como la puta vida). Las mujeres, por el contrario, benditos sean sus tiernos corazones, preferirían que la vida fuera justa, incluso dulce, antes que la sórdida mierda que en efecto es. Chistes sobre calamitosas visitas al médico o al loquero o al baño o sobre el desahogo de frustraciones sexuales con peludos animalitos domésticos, son una provincia masculina. Debió ser un hombre a quién se le ocurrió por primera vez la frase “tan chistoso como un ataque cardiaco”. Entre las millones de caricaturas que presentan a un paciente apesadumbrado escuchando a un galeno (“Caballero, usted no tiene cura… y lo peor es que ni siquiera la están buscando…”), ¿recuerdan siquiera una en el que paciente fuera una mujer? Yo no.
Precisamente porque el humor es un indicio de inteligencia (y muchas mujeres creen, o se los enseñaron sus madres, que si se muestran muy inteligentes se convierten en una amenaza para los hombres), puede ser que, de alguna manera, los hombres no quieran que las mujeres sean chistosas. Las quieren como audiencia, no como rivales. Y el embalse de desasosiego masculino no solo es enorme sino que está a rebosar, cosa que les sería muy fácil a las mujeres explotar. (Los hombres pueden contar chistes sobre lo que le ocurrió a John Wayne Bobbitt, cuya esposa Lorena se hizo famosa mundialmente por cortarle el pene a su marido mientras dormía, pero no que las mujeres los cuenten). Los hombres tienen próstata y, como para desternillarse de la risa, ésta, igual que el corazón y que sus pollas, hay que decirlo, tiende a postrarse. Esto resulta chistoso solo en compañía masculina. Por alguna razón, las mujeres no encuentran su propio deterioro físico tan furiosamente cómico, razón por la cual admiramos a Lucille Ball y Helen Fielding, que sí alcanzan a ver el lado gracioso del asunto. Sin embargo, esto último es tan raro como una caricatura de una mujer predicándole a un perro que baila en dos patas: lo que sorprende es que sea posible.
El hecho escueto es que la estructura fisiológica del ser humano es un chiste en sí: una contundente, cruda e incontestable contraprueba de cualquier tontería sobre una inteligencia superior o diseñador inteligente. Las funciones reproductivas y de evacuación (cuya cercanía da origen a toda obscenidad) obviamente fueron interconectados en el infierno por un subcomité que no dejó de sonreír cruel y socarronamente mientras estaban en ello: ("¿Crees que se pondrán esto? Bueno, pues no tendrán más remedio”.) La confusión resultante de dicho cableado es la fuente de quizás el 50% de todo el humor. La cochinada. La guarrería. Eso es lo que los clientes quieren, como sabemos todos los ocasionales cómicos de salón. Guarrerías. Y a rodos. Y hay otro principio que ayuda a excluir al sexo débil. “Es obvio que a los hombres les gusta lo soez”, dice Fran Lebowitz. "¿Por qué? Porque es infantil”. Ojo con esta última palabra. El apetito de las mujeres por hablar de ese refinado producto mejor conocido como dependencia es muy limitado. Así como también lo es su entusiasmo por chistecitos sobre la eyaculación precoz. (Con todo, como me pregunta indignado un amigo mío, “¿precoz para quién?”). Pero “niño”, “criatura”, son las palabras clave. Para la mujer, la reproducción es, si no la única cosa, ciertamente sí la más importante. Fuera de que les genera una actitud muy distinta ante la porquería y la vergüenza, también las imbuye de un tipo de seriedad y solemnidad ante las que los hombres apenas si pueden mirar desconcertados. Esta seriedad mujeril la captó bien Rudyard Kipling en su poema "La hembra de la especie”. Tras señalar con agudo ingenio que con el macho el júbilo obsceno desvía su ira, cosa que resulta cierta para casi todo el trabajo que subyace a ese gran equivalente masculino al parto, la guerra, Kipling insiste:
But the Woman that God gave him,
every fibre of her frame
Proves her launched for one sole issue,
armed and engined for the same,
And to serve that single issue,
lest the generations fail,
The female of the species must be
deadlier than the male.
[Pero la mujer que Dios le dio, cada fibra de su cuerpo,
la muestra destinada para un solo fin, armada y motivada para lo mismo;
y para servir esa sola misión, para que no terminen las generaciones,
la hembra de las especies debe ser mas mortífera que el macho.]
La palabra clave aquí es "issue", que tan tristemente mal usamos, y allí, en los versos de Kipling, la palabra se restablece en su auténtico significado como parto, alumbramiento, emisión. Como continúa Kipling:
She who faces Death by torture for
each life beneath her breast
May not deal in doubt or pity—must
not swerve for fact or jest.
[Ella que enfrenta la muerte por tortura para cada vida bajo su seno,
no puede lidiar con la duda n la piedad, ni virar con brusquedad de hecho o en broma.]
A los hombres los intimida, por no decir que los aterroriza, la capacidad de las mujeres para producir bebés. (Cuando una mujer intelectual le pidió a otro obispo que resumiera las diferencias entre los dos sexos, el primero respondió: “Mi señora, no (lo) puedo concebir”). Dicha capacidad le otorga a la mujer una autoridad incuestionable. Y una de las primeras fuentes de humor que conozcamos reside justamente en su papel en tanto burla de la autoridad. No en vano la ironía misma ha sido llamada la “gloria de los esclavos”. De manera que podríamos alegar que, cuando los hombres se reúnen para hacerse los graciosos y no esperan que haya mujeres por ahí o en los chistes, en realidad lo que están haciendo es capando clase, implícitamente aceptando quién está en realidad al mando.
Las antiguas festividades anuales conocidas como las Saturnales, en las que los esclavos hacían de amos, eran una liberación temporal del cacicazgo. Del mismo modo, buena parte del humor masculino, en lo que esto tiene de subversivo, depende de la noción de que las mujeres no son en realidad quienes mandan sino meros objetos y víctimas. Kipling lo vio claro:
So it comes that Man, the coward,
when he gathers to confer
With his fellow-braves in council,
dare not leave a place for her.
[Así que cuando ese hombre, el cobarde, cuando se reúne a discutir
con sus valientes camaradas en consejo, no se atreven a dejarle un puesto a ella]
En otras palabras, para las mujeres el asunto de lo chistoso es en esencia uno secundario. De manera innata están conscientes de un llamado más alto que no es motivo de risa alguno. Mientras que, entre hombres, bien podemos decir de otro que es un mal polvo o que maneja mal o que es un inepto, igual lo estaríamos hiriendo menos hondo que si le dijéramos que carece de sentido del humor.
Si estoy en lo cierto, y lo estoy, entonces la explicación del superior sentido del humor del hombre es la misma que explicaría la inferioridad del de la mujer. Los hombres tienen que aparentar, tanto ante sí mismos como ante las mujeres, que no son sirvientes ni suplicantes. Las mujeres, astutas pícaras que son, tiene que aparentar que no son las que llevan la batuta. Tal la tácita y muda concesión. H. L. Mencken describió como "el más grande descubrimiento jamás hecho por el hombre”, aquello de comprender que “los bebés tienen padres de carne y hueso y que no son los dioses los que los ponen en los cuerpos de sus mamás”. Quizá nos preguntemos qué demonios pensaba la gente antes de darse cuenta de lo anterior, pero sabemos de una sociedad en la Melanesia donde solo hasta muy poco hicieron la conexión. Supongo que el razonamiento sería algo de este tenor: todo el mundo hace esa cosa todo el tiempo (habiendo tan poco más por hacer) y sin embargo no todas las mujeres quedan embarazadas. Sea lo que sea, después de cierto tiempo, las mujeres debieron a llegar a la conclusión de que los hombres eran en efecto necesarios, y el viejo matriarcado llegó a su fin. (Mencken especula que esto explica por qué los primeros reyes ascendían al trono aferrados a sus bastones y cetros como si la vida y la muerte les fueran en ello). A una persona en semejante situación tan precaria no le gustaría que se burlaran de ella, y por tanto no debió tomarle mucho tiempo a las mujeres comprender que el humor femenino sería terriblemente perturbador.
Parir y criar son la doble raíz de todo esto, como sospechara Kipling. Como todo padre sabe, la placenta está hecha de neuronas que emigran al sur durante el embarazo y llevan con ellas el sentido del humor. Y cuando el bulto por fin es dado a la luz, la parte chistosa no siempre resulta obvia de inmediato. ¿Hay algo menos provisto del menor sentido del humor que una madre hablando de su nuevo bebé? Son francamente insoportables al respecto. Incluso las madres de otros renacuajos se clavan las uñas en las palmas de las manos y juegan con los dedos de los pies para no desmayarse del puro tedio. Y bien, a medida que las criaturitas florecen y prosperan, entonces, ¿encontramos que sus mamás por fin disfrutan bromas a su costa? Yo creo que no.
El humor, si somos serios al respecto, surge del ineluctable hecho de que todos nacemos a una lucha perdida. Y quienes toman el riesgo de asumir el dolor, la agonía y la muerte para traer criaturas a este fiasco, simplemente no pueden darse el lujo de ser demasiado frívolas. (Y la verdad es que no hay demasiados chistes sobre la episiotomía, ni siquiera en el repertorio masculino). Estoy seguro que lo anterior se debe en parte a que, en todas las culturas, son las hembras las quienes constituyen las bases y pilar de la continuidad de la religión imperante, a su vez, ésta última, enemiga oficial de todo humor. Un ligero resfriado que se convierte en una neumonía, una diminuta herida que se convierte en una septicemia… y el universo de esa mujer queda convertido en ruinas y cenizas. Intentemos ser chistosos ante eso, si es que nos da por ahí. Oscar Wilde fue la única persona que jamás hizo un chiste decoroso sobre la muerte de una criatura, pero dicha criatura era imaginaria y además Wilde, a pesar de haber sido padre dos veces, era marica. Y dado que el miedo es madre de la superstición, y dado que de cualquier modo todos somos regidos por la luna y las mareas, las mujeres se inclinan con mayor intensidad por supuestas fechas significativas como cumpleaños y aniversarios, por el amor romántico, por cristales y piedras, rizos y reliquias y otras tantas cosas que los hombres saben que solo sirven para hacer chistes o versitos verdes y sin sentido. ¡Por Dios! ¿Hay algo menso chistoso que una mujer contando un sueño que acaba de tener? ("Y entonces Quentin de alguna manera estaba ahí. Y tú también, de alguna extraña manera. Y todo tan tranquilo”. ¿Tranquilo?).
Para los hombres es una tragedia que las dos cosas que más valoran, a saber, las mujeres y el humor, sean tan antitéticas. Pero sin tragedia no habría comedia. Mi bienamada me dijo, cuando le conté que iba a tratar sobre este tan melancólico tema, que me debiera alegrar un poco, ya que las mujeres “se hacían más chistosas con el paso de los años”.
La experiencia me sugiere que quizá lo anterior sea cierto, pero, perdónenme, ¿no resulta eso demasiado para esperar?