El psicólogo Kris Kelvin y la proyección fantasmática de Hari, su esposa, los protagonistas de la película Solaris (1972), basada en la novela homónima de Stanislaw Lem.

Literatura

Entrelíneas del futuro

La literatura debe ser capaz de suspender la ideología para proponer no lo constatable ni lo verosímil, sino lo posible. En este ensayo, el autor propone un camino para apoderarse del recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro, apelando al lenguaje y alejándose de una tradición en la que reina el realismo.

Juan Cárdenas* Bogotá
18 de julio de 2015

Me piden que construya un discurso sobre las distopías, pero solo puedo vagar por internet como quien deambula entre ruinas, hasta que doy con una escena vista muchas veces: el científico le advierte a Kelvin que dentro de poco se suspenderá el campo gravitacional artificial de la estación espacial por un lapso de treinta segundos. “No lo olvides, 30 segundos”, grita cuando Kelvin se ha echado a correr por el pasillo tubular. Al llegar a la puerta del estudio se encuentra con la espalda serena de Hari, su esposa, absorta delante de un cuadro de Brueghel. Kelvin se acerca con delicadeza, no quiere perturbarla. La mujer aprecia los detalles de la pintura, la nieve sobre los tejados, las nervaduras negras de un árbol sin hojas, un pájaro, una jauría, más nieve, los cazadores que vuelven del bosque. A estas alturas es preciso aclarar que Hari no es en realidad la mujer de Kelvin sino una proyección fantasmática producida por Solaris, el planeta alrededor del cual orbita la estación espacial y cuya proximidad hace que las personas revivan sus deseos, temores y culpas más profundas. La Hari real ha muerto años atrás. Lo que Kelvin tiene delante no es más que una recreación exacta y material de la esposa muerta, de modo que esta mujer carece de una conciencia propia, de una sustancia propia: el fantasma de carne y hueso lleva todo ese rato contemplando el cuadro de Brueghel sumido en una extraña actividad suplantada. La evocación de un niño jugando con una fogata en la nieve es ajena, no es de Hari, que solo posee una conciencia sustituta de la de Kelvin, cuyos recuerdos son los que se asocian a la contemplación de la pintura. De ahí que, al reparar en la presencia de su marido, las palabras de la mujer sean tanto más inquietantes: “Lo siento, querido, estaba perdida en mis pensamientos”, dice. A continuación se suspende la gravedad, tal como lo había anunciado el científico. El candelabro con las velas se eleva suavemente en el espacio. En su viaje vertical, hace estremecer una lámpara de cuentas de cristal que pende del techo. Un ejemplar de Don Quijote flota abierto de par en par junto a los cuerpos de Hari y Kelvin. Se trata de un momento especialmente cargado de significados. En los confines de alguna galaxia remota, bajo los efectos de la órbita de Solaris –el planeta que materializa los deseos reprimidos, los recuerdos olvidados– la frágil memoria de un hombre pierde todo su peso y queda suspendida en el vacío del tiempo junto a unos pocos remanentes de la civilización a la que pertenece: una biblioteca, algunas reproducciones de pinturas célebres, objetos que están allí para representar lo que podríamos llamar “la cultura”, casi como un pequeño museo de lo humano lanzado al espacio exterior, donde, como sabemos por otros clásicos de la ciencia ficción, lo que nos aguarda siempre es el encuentro con el espacio interior. La ausencia de gravedad provoca una especie de equivalencia entre los fragmentos. Nada parece ocupar un lugar, o mejor, la lógica de los lugares (topos), el orden que daba sentido a los recuerdos privados o colectivos, queda abolido. Se produce entonces una atopía, un lugar donde se cancelan todos los lugares, un lugar donde la potencia del olvido es a la vez la potencia de la memoria. Ese átopos es el espacio de la revolución donde, durante treinta segundos, nos es dado soñar con otro sistema de ordenamiento de los lugares; donde, durante treinta segundos, podemos incluso disfrutar a plenitud del amor perdido. Y allí, donde la historia parece haber dado una voltereta, se abre simultáneamente la posibilidad del futuro, la zona del horror o la promesa de la felicidad.

Este cruce de motivos entre amor/utopía–desamor/distopía, que podemos observar en Solaris (1972), la película de Andrei Tarkovsky, no es ni mucho menos una casualidad. En la cultura contemporánea, el amor y la política forman parte de una historia secreta de las redes libidinales de la ideología. Vivimos en el mundo de las ficciones que nos alertan sobre el fracaso de las utopías políticas, y vivimos también en el mundo donde lo que se publicita como una alternativa al amor patriarcal, es en realidad una nueva gama de ofertas en el supermercado de los sentimientos; un espacio de consumo que ha conseguido normalizar lo que hasta hace poco se consideraba desviado o incluso, subversivo. Todo indica que la búsqueda del amor y la búsqueda de la política son inseparables. De ahí que en estos tiempos la ficción distópica tenga en muchos casos un signo conservador, y funcione casi como una admonición o una fábula doctrinaria que nos impide siquiera imaginar cualquier forma de vida que no responda a la lógica imperante. En Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Roland Barthes nos avisa de entrada que “el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?), pero que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes: o ignorado, o despreciado, o escarnecido por ellos, separado no solamente del poder sino también de sus mecanismos (ciencias, conocimientos, artes)”. ¿A qué se debe ese abandono, cuando no ese desprecio intelectual por el discurso amoroso? ¿Por qué no podemos decir el amor sino a través de fórmulas que, en el mejor de los casos, resultan elusivas o crípticas? ¿Existe un paralelismo entre este empobrecimiento del discurso amoroso y una cierta crisis de los discursos políticos emancipatorios? En este punto voy a lanzar, a manera de detritos culturales que flotan en el vacío, algunas hipótesis: el amor es el espacio utópico por excelencia. Su aparición, casi diríamos, su advenimiento, parece clausurar la historia. Todo amor parece el primer amor. Todo amor se muestra a sí mismo como una singularidad, como una cosa única, nunca como una variante de otro amor. No obstante, el amor es también una máquina de la memoria. El amor nos pone en contacto con las imágenes reprimidas, borradas; el amor hace relumbrar aquello que creíamos sepultado en el tiempo; el amor es un dispositivo arqueológico para exhumar pasados posibles, niveles de la historia que habíamos ignorado y que, en un golpe revolucionario, empiezan a configurar nuestro presente. El amor, podemos decirlo ya, abre pliegues conjeturales en el espacio-tiempo, desentierra un tipo particular de capas, que el artista Robert Smithson describía como niveles inferiores de futuridad. ¿Y no es eso precisamente lo que hace la literatura, o al menos cierta literatura, que es capaz de suspender el campo gravitacional de la ideología para proponer, no lo constatable ni lo verosímil, sino lo posible? Una pregunta que por fuerza nos conduce a otra: ¿qué puede hacer la literatura hoy, en el actual régimen del deseo, si su propósito ha de ir más allá de reforzar las narrativas impuestas por la tiranía de la actualidad? Creo que la respuesta se encuentra en el pasado, o mejor, en nuestra capacidad de apropiarnos de un pasado. Lo explica mejor Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia: “articular históricamente el pasado” significa “apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro”, pues “en cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla”. En ese sentido quisiera tratar de leer el presente (y vislumbrar un nivel de futuridad) de la literatura a través de un ejemplo exhumado de la tradición. Me refiero a Una triste aventura de catorce sabios, de José Félix Fuenmayor, una novela corta escrita en 1928 (con edición reciente de Laguna Libros).

La pobreza del discurso crítico en Colombia ha querido que Fuenmayor pase a la historia, en el mejor de los casos, como un simple precursor de las figuras más visibles del famoso Grupo de Barranquilla (García Márquez o Cepeda Samudio, quien alguna vez dijo que “todos venimos del viejo Fuenmayor”). Lo cierto es que el equívoco lugar que ocupa Fuenmayor, casi como una curiosidad microscópica en las letras colombianas, se debe a la radicalidad de sus planteamientos. Cercana por igual a las experiencias de las vanguardias y a la tradición castellana del Siglo de Oro, la obra de Fuenmayor funciona como un mapa de navegación por la modernidad, que muy pocos pudieron leer y mucho menos seguir.

Una triste aventura de catorce sabios es una de las primeras piezas de literatura fantástica escritas en Colombia, pero, contrario a lo que pudiera pensarse, sus procedimientos están muy lejos de ser ingenuos. Un hombre llega una tarde a un club social barranquillero y, delante de un público heterogéneo, lee la aventura de un grupo de sabios que emprende un viaje a bordo de una nave espacial. El texto va alternando lo que sucede en el relato, con las interrupciones y comentarios que suscita entre el público de la lectura en el club. Fervoroso lector del Quijote, Fuenmayor presenta su historia bajo la forma de una ficción dentro de una ficción, aunque el recurso aparece con naturalidad y sencillez. Sin duda, el tiempo se ha encargado de mostrar como una virtud cualquier elemento que los críticos chambones pudieran haber señalado como un defecto técnico, desde las disparatadas digresiones –que emparentan este texto con las disquisiciones paródicas de Macedonio Fernández o Witold Gombrowicz–, hasta el carácter estático de los sucesos descritos –que pone el peso del relato no en la “acción” sino en el vaivén de los conceptos entre los niveles narrativos–. A pesar de los numerosos torneos de ideas que aparecen en la novela, todos los discursos aparecen sutilmente parodiados. Fuenmayor trata los conceptos como una materia plástica, sin ninguna intención de producir tesis, y el lenguaje se desplaza sucesivamente respecto de su objeto inmediato, siempre a punto de decir algo más. La descripción de la manera en que habla el filósofo Dormón, uno de los catorce sabios, puede aplicarse a los procedimientos de todo el relato: “pariendo de los criaderos de sus circunvoluciones cerebrales salían frecuentemente por sus labios serenas estructuras ideológicas, como seres vivos que en la boca del sabio iban rompiendo el cascarón de la palabra y en seguida emprendían vuelo hacia desconocidos lugares del espacio”. El discurso aquí carece de un lugar que le sea propio. Al igual que los viajeros del relato –que, debido a una fatalidad de las leyes físicas, quedan reducidos a un tamaño microscópico, ignorados por el resto de los humanos, lo que hace aún más irrisoria su petulancia intelectual–, al igual que los contertulios del club de esa ciudad periférica, las palabras aquí no constituyen un centro del sentido, sino las entrelíneas de una literatura futura, es decir, una tradición dormida que es preciso despertar en el presente, en esta escombrera cultural en la que, por fortuna, digo, nos tocó vivir.

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