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La historiadora paisa María Teresa Uribe es una de las intelectuales más importantes del país.

Otras mujeres (Impresa)

Contra el reino de las sombras

Tierras, clases sociales, violencia, ética y poder político han sido algunos de los objetos de estudio de una mujer que ha logrado llevar a cabo una certera radiografía de la historia sociopolítica de Colombia. María Teresa Uribe, una de las sociologas más brillantes del país.

Juan José Hoyos
13 de octubre de 2010

Es una voz que disuena en medio del coro. Su obra es una polifonía gobernada por otros cánones y otros pentagramas. Su vida ha estado consagrada al pensamiento y a la palabra, a nuestras guerras y nuestro destino colectivo; a tejer y destejer, como una Penélope de estos tiempos, el velo de nuestra memoria.

 

María Teresa Uribe es historiadora, socióloga, politóloga, maestra universitaria. Ha pasado más de media vida en los salones de clase, en los archivos de las bibliotecas, leyendo periódicos antiguos; estudiando nuestra constitución como nación, como región y como territorio; las viejas y nuevas guerras civiles; las raíces del poder regional; el desplazamiento forzado provocado por las guerras. Hoy es para muchos la historiadora más lúcida de los procesos de modernización de un país, como el nuestro, de ciudadanías mestizas.

 

Su vida está marcada por la memoria: los paisajes y las historias que vivió de niña en Urabá, la tierra de sus abuelos. Allí viajó desde Pereira, la ciudad donde nació en 1940, para acompañar a su padre Eduardo Uribe al entierro del abuelo Lisandro, un dirigente liberal que tumbó selvas, abrió potreros, montó haciendas y sembró de hijos a Uramita y sus alrededores.

 

Antes del viaje, ella sólo había visto indios en las cajetillas de cigarrillos Pielroja. La travesía por las selvas fue algo misterioso, entre el terror y la fascinación: montañas que parecían subir hasta el cielo, hondonadas, ríos, selvas. Entonces no había carretera para ir hasta Uramita. Un negro de dos metros la llevaba sobre sus hombros. Después, la vista del pueblo, un caserío perdido en la manigua. El abuelo muerto, en un ataúd, alumbrado por las llamas de cuatro cirios. La casa llena de indios y campesinos pobres con banderas rojas que gritaban: “¡Viva el partido liberal!”. Una mujer vestida de negro: Adela Ruiz, su abuela. Los indios y los campesinos lloraban como huérfanos. Acababa de empezar la última guerra entre conservadores y liberales del siglo XX.

 

Ella recuerda los rostros de la gente y las banderas rojas en alto. Querían que su padre las recibiera y gritaban: “¡Necesitamos armas! ¡Nos van a matar!”. María Teresa, sentada en sus piernas, repetía, movida por el miedo: “¡Papá, los van a matar!”. Él le contestaba: “Mija, las armas no son la solución”. Al abuelo lo entregaron a la tierra en campo abierto, en un monte, fuera del cementerio, porque era ateo y esa fue su última voluntad.

 

Su padre también marcó su memoria. Él nació en Uramita. Cuando era joven, se fue a estudiar medicina en la Universidad de Barcelona. Luego se especializó en París en el tratamiento de enfermedades como la lepra y la sífilis. A su regreso se fue a trabajar en el hospital de Pereira. María Teresa lo acompañaba en su ronda diaria por el pabellón de las mujeres. Mientras miraban los cuerpos demacrados y las caras pálidas que aguardaban la muerte bajo las sábanas blancas, él le decía: “Este es el dolor de la humanidad”. Ella le ayudaba con los heridos que llegaban a la sección de urgencias como si fuera una enfermera. Eran las primeras víctimas de la violencia de los años cincuenta. Cuando volvían a la casa, la mamá los desinfectaba a los dos.

 

La guerra arreció pronto. Eduardo Uribe compró una casa en Pereira con la ayuda de otros dirigentes liberales. Las puertas y las paredes las pintaron de rojo. Allí llegaban los heridos y los campesinos que huían de las matanzas. El doctor Uribe los atendía. La casa se volvió un refugio y un hospital. En sueños, María Teresa ha vuelto a esa casa y toca su puerta. Su padre, ya muerto, la abre y, apenas ve su cara, le dice: “¡Cuidado, hija! ¡No se meta en esto que es muy peligroso!”.

 

El resto de su vida está gobernada por esa obsesión: después de estudiar primaria y bachillerato en el Liceo de Pereira y en el Colegio del Sagrado Corazón, en Manizales, regresó a Antioquia, se casó con el ingeniero Guillermo Hincapié Orozco y formaron una familia. Tuvieron tres hijos. Él se dedicó a la ingeniería y a la política y fue alcalde de Medellín. Ella estudió sociología en la Universidad Pontificia Bolivariana y planeación urbana en la Nacional. En 1973, se vinculó como profesora en la Universidad de Antioquia. Se volvió una mujer de bluyines, mochila y sandalias. Que sus hijos recuerden, sólo abandonaba ese atuendo cuando acompañaba a su esposo en los actos protocolarios de la Alcaldía. En la universidad, María Teresa emprendió una larga y apasionante tarea intelectual en el campo de la sociología, los estudios regionales y las ciencias políticas. Fruto de esa labor son sus libros Poderes y regiones. Problemas en la constitución de la nación colombiana; Nación, ciudadano y soberano; Las raíces del poder regional. El caso Antioqueño; Las palabras de la guerra y cinco títulos más. También, 23 capítulos de libros colectivos y cerca de 40 artículos.

 

Con ellos, nos ha mostrado que los procesos de construcción de una nación no pueden prescindir de la dimensión histórica ni de la dimensión narrativa; que no hay historia sin memoria, ni memoria sin narración; que las palabras no son meras figuras literarias, adornos estilísticos o ficciones jurídicas, sino que modifican las sociedades en las cuales se pronuncian. Que cambian vidas, como la suya, como las de todos nosotros.

 

¿Por qué es historiadora? Marta Hincapié, su hija, dice: “Porque quería saber las raíces hondas de los conflictos que vio cuando su padre la trajo a Antioquia al entierro de su abuelo”. María Teresa lo cuenta de viva voz en el documental “Los demonios desatados” dirigido por Marta, el primero de la serie “Maestros” de la Universidad de Antioquia.

 

Para María Teresa, hallar esas raíces hondas de nuestros conflictos ha sido una lucha por ver en la oscuridad, como en el mito de la caverna narrado por Platón: dejar atrás el reino de las sombras, arriesgarse en el universo de lo desconocido, abandonando las certezas, para optar, de acuerdo con sus palabras, por “esa lenta y difícil travesía en soledad, sin mapa, sin brújula, con unos ojos que acostumbrados a la oscuridad, se deslumbran con la intensidad de la luz solar y un cuerpo condenado a la inacción que se resiste a caminar para subir a la cima de la montaña”. La cima donde moran las ideas y “donde es posible encontrar, por fin, el fundamento del bien o, si se quiere, la causa de todo lo justo, de todo lo bello y recto que hay en las cosas”.

 

Hablando de su lucha por ver en la oscuridad, Fabio Humberto Giraldo, director del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, donde ella se jubiló como profesora, compara la tarea de María Teresa con la de Penélope: deshacer cada mañana lo que acabó la víspera; tejer y destejer lo tejido. Y dice de ella: “Ha sido una académica dedicada no sólo a pensar, a tejer, sino al arte de pensar, destejer. Durante toda su vida intelectual realizó ese trabajo, tratando de descubrir en lo tejido aquello que sirviera para destejerlo, mediante un artificio metodológico consistente en descubrir terribles verdades, difíciles de ver porque lo impide un artificio contrario que consiste en guardar las apariencias”. 

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