Diatriba

Contra el regreso del punk

¡Qué felicidad: el punk ha vuelto! Lo vemos en el Museo Metropolitano de Nueva York y lo vemos en las camisas con taches que de un tiempo para acá a todos nos gusta usar. Pero eso, no hace falta pensarlo mucho, no es más que una gran ridiculez.

Lina Vargas, Bogotá
20 de mayo de 2013
¿Qué pasó entre los New York Dolls, que hace cuarenta años se vestían de travestis, y la sumisa alegría de los disfrazados en la gala del Met?

No se trata de caer en el lugar común –y qué rápido se construye un lugar común en estos días– de decir que las celebridades que asistieron hace un par de semanas a la gala del Museo Metropolitano de Nueva York, a propósito de la apertura de la exposición Punk: Chaos to Couture, no tenían la menor idea de qué es el punk. Porque, cuando uno mira las fotos de la alfombra roja, se da cuenta de que muchas sí parecían saberlo. La ligera malla negra que apenas cubría el comienzo de las piernas de Madonna, la sofisticada semicresta de Anne Hathaway, las botas escocesas de terciopelo de Sarah Jessica Parker, el rojo vampiresco de los labios de Katty Perry, las maxihombreras de Rooney Mara y la minicartera con taches de Sienna Miller son indiscutibles referencias punk. Tampoco se trata de llamar a la moda frívola porque hace mucho tiempo aprendimos que la manera de decorar el cuerpo –así como la industria que se mueve en torno a ello– habla tanto sobre la condición humana como cualquier otra forma de arte. Se trata, entonces, de que una de las manifestaciones culturales más auténticas del siglo XX y quizás la única que fue capaz de mandar todo al demonio, sea reducida a mallas, botas y hombreras. Y con eso, condenada a muerte.

Volvamos al nombre de la exposición: Punk: Chaos to Couture. ¿Qué pasó entre el caos y la alta costura? ¿Qué entre las palizas que la policía propinaba a los punks londinenses durante los años setenta y la cantante pop Miley Cirus con su bellísimo vestido Marc Jacobs y su crestica de salón de belleza? ¿Qué entre las chaquetas con taches que venden como arroz las grandes tiendas que gritan a los cuatro vientos que el punk ha vuelto y los punkeros de Medellín que compraban ropa de segunda en la central de abastos? ¿Qué entre unos tipos como los New York Dolls, que hace cuarenta años se vestían de travestis para hacerse notar en el escenario, y la sumisa alegría de los disfrazados en la gala del Met?

Lo que pasó fue esto. A finales de los años sesenta en Estados Unidos el panorama del rock estaba dominado por una subcultura hippie con sede en California que dejaba poco espacio para cualquier propuesta que desentonara con sus ideales estéticos. Lo que hasta entonces había sido transgresor se estaba volviendo repetitivo: las canciones hablaban de lunas y unicornios y las bandas habían perdido la chispa heredada de la música negra del primer rock and roll. Y como resultado de ese constante pendular de acción y reacción que ha marcado la historia de las manifestaciones culturales, una contracultura hippie, a la que le importaba un comino la armonía cósmica, empezó a surgir en la Costa Este. Eran bandas como The Velvet Underground, The Stooges y MC5 que hablaban abiertamente de sadomasoquismo, prostitución, heroína y del lado oscuro de la vida que tanto quisieron negar los hippies, y cuyos integrantes se movían en los bajos y desamparados mundos de unas Nueva York y Detroit sin ideales. Algunos de ellos tenían intereses intelectuales: la cantante y artista Patti Smith leía a Rimbaud y Lou Reed era frecuente visitante de la factoría de Andy Warhol y lector de los escritores de la generación Beat. Casi todos encontraron su lugar en el CBGB, un bar diminuto que apestaba a orines, ubicado en una zona de Nueva York habitada por vagabundos. Por allí pasaron personajes como Johnny?Thunders, guitarrista de los New York Dolls, el poeta y músico Richard Hell y la líder del grupo Blondie, Debbie Harry. Tiempo después todo esto fue conocido como protopunk –o la semilla del punk– y hay quienes dicen que otra de sus precursoras fue la banda peruana de rock Los Saicos, de 1964.

Diez años después de Los Saicos, se fundó en Nueva York la banda que marcó el inicio oficial del punk: The Ramones. Liderada por el extrañísimo Joey Ramone, un muchacho judío llamado Jeffrey Ross Hyman que medía 1.98 y tenía un trastorno maniaco-depresivo, The Ramones cambió para siempre la historia del rock. Y curiosamente lo hizo volviendo a sus raíces: canciones muy cortas, con letras simples y muchas veces improvisadas que hablaban de la vida cotidiana y decían “quiero ser tu novio” o “quiero estar sedado” o “no quiero crecer” o “solamente quiero conseguir chicas”. Cosas que no se referían a experiencias místicas provocadas por plantas ancestrales, ni a la necesidad de superación espiritual o social y cuya interpretación estaba alejada de cualquier pompa. No eran más que cuatro tipos vestidos con jeans entubados y chaquetas de cuero que ni siquiera compartían intereses: Joey era un vegetariano de tendencia izquierdista, Dee Dee consumía heroína y Johnny,?un judío adinerado y conservador al que Joey bautizó como KKK en clara referencia al Ku Klux Klan.

*

Hoy, el tan anunciado regreso del punk se refiere a su parte estética –musicalmente no ha pasado mucho desde los años noventa– que es, desde luego, tan fundamental como la música. Esa parte nació en Gran Bretaña y su creador fue un muchacho audaz llamado Malcolm McLaren, quizás el único inglés fascinado con lo que sucedía en la Nueva York underground de los setenta. McLaren hacía parte de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial y había crecido en medio de la frustración familiar y social. En 1968 intentó sin éxito participar en las revueltas estudiantiles de París, pasó por varias escuelas de arte, y se unió al Situacionismo, un movimiento internacional fundado en los años cincuenta que unía el marxismo y las vanguardias artísticas con fines anticapitalistas y promovía la creación de situaciones absurdas para lograr cambios sociales. McLaren fue también miembro del Rey Mob, un grupo radical de tendencia anarquista con acciones de tipo artístico.

Y, además, trabajó junto a su novia, la diseñadora Vivienne Westwood, en una tienda de ropa con el nombre Sex. McLaren y Westwood diseñaron la imagen del punk tomando como referencia atuendos sadomasoquistas. Fueron ellos quienes inventaron aquello de “Hazlo tú mismo”. Su sugerencia: ¿te sientes frustrado y no confías en nada, no tienes trabajo y tampoco te interesa alcanzar el éxito? ¿Eres una copia prefabricada de tu generación? Entonces toma una camisa vieja y escribe en letras grandes: ¡Te odio! Toma el abrigo militar de tu padre y ponle ganchos y taches. Toma un micrófono y canta cualquier cosa. ¿No sabes cantar? ¡Aún mejor! Grita: ¡Estoy aquí!

Eso hicieron los Sex Pistols, la banda creada por McLaren en 1977, que dio un remezón a la sociedad inglesa con el lanzamiento de la canción God Save the Queen en la semana del jubileo de plata de la reina Isabel. Durante el aniversario, la Policía arrestó a varios miembros de Sex Pistols que interpretaban la canción en un bote sobre el Támesis frente al Palacio de Westminster. La letra: “Dios salve a la Reina / El régimen fascista / Te convierte en un imbécil / Una potencial bomba H / Dios salve a la Reina / Ella no es un ser humano / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra”, que fue censurada por la BBC, dio un lema al punk: “No hay futuro”.

Todo esto cayó muy bien en la nueva sociedad de Margaret Thatcher. Hasta entonces el país había estado anclado en una crisis económica y social que el Primer Ministro, James Callaghan, del Partido Laborista, pretendía negar. “Nada funcionaba –recuerda el historiador británico Niall Ferguson en una columna para el New York Times en la que, por cierto, habla sobre su adolescencia punk–. Los trenes siempre estaban atrasados y los teléfonos públicos rotos. Y lo peor de todo eran las constantes huelgas”. Y continúa: “Mis amigos y yo estábamos hartos de la postguerra, el postimperio y la Gran Bretaña postBeatles. A finales de los setenta, en realidad no parecía haber futuro en el sueño de Inglaterra”. La tesis de Ferguson –que curiosamente ha encontrado varias réplicas en Internet– es que hubo un estrecho vínculo entre Thatcher y el punk, una especie de relación de mutualismo en la que ambas partes necesitaban de la otra para existir. Las drásticas medidas de Thatcher en cuanto a la inflación, la privatización de las empresas, el cierre de viviendas sociales, el enfrentamiento con los sindicatos y su obsesión por erradicar el comunismo de Europa, los discursos cortos y directos y el uso de la violencia, sirvieron de combustible al movimiento punk.

Y es que, aunque el punk llegó por igual a todas las clases sociales, nunca ha tenido una tendencia política definida. Ha habido tantas como bandas: anarquismo (Crass), activismo político de izquierda (The Clash), movimiento obrero (Sham 69), conservadurismo y ultraderecha (Skrewdriver) y apolíticos (Misfits). La base teórica del punk, si la hay, es una profunda libertad. Su gran aporte fue recordarnos que a veces está bien hacer lo que se nos da la gana.



¿El punk solo puede ocurrir en una sociedad represiva como la de Margaret Thatcher? ¿O en la dictadura militar argentina que vio nacer bandas como Los Violadores? ¿O en la Medellín de los años ochenta que creó su propio estilo musical? Y si es así, ¿qué significa que hoy no haya nuevos grupos? ¿Que hemos llegado a un estado de civilización tal que no necesitamos ningún desenfreno?

No. Lo que significa lo explica la sociología con la dialéctica del centro y la periferia. Toda manifestación que surge en la periferia –como el punk, el hip-hop, las vanguardias artísticas o más recientemente la música indie– es absorbida por el centro para quitarle su carácter transgresor. Eso fue lo que ocurrió en la gala del Met. Las medias de Madonna, la cresta de Anne Hathaway y la cartera de Siena Miller no eran otra cosa sino el punk absorbido, reinterpretado, comercializado y castrado. No eran más que el resultado de lo que el filósofo francés Guy Debord, fundador del Situacionismo, llamó la sociedad del espectáculo: “Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación”.

Hubo una sola invitada que logró capturar su espíritu: Vivienne Westwood, la diseñadora que en los años setenta dio un empujón a la estética punk y que usó un vestido adornado –exclusivamente– con una foto de Bradley Manning, el soldado estadounidense que filtró documentos clasificados a Wikileaks. El de Westwood fue el único statement del evento y, a la vez, un recuerdo solitario de lo que alguna vez pasó. Que el punk haya empezado y terminado con Westwood no habla mal de él. Habla mal de todos nosotros.

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