Exposición sobre Uruk

La ciudad desaparecida

Irak no es solo sinónimo de tragedia. Se cumplen cien años del descubrimiento de Uruk, la primera metrópolis de la historia, y el museo de Pérgamo en Berlín nos invita a imaginar el pasado.

Hernán D. Caro* Berlín
17 de mayo de 2013
Reconstrucción virtual de la ciudad de Uruk

En el desierto de Mesopotamia, entre los proverbiales ríos Tigris y Éufrates, a trescientos kilómetros al sur de la actual Bagdad, la capital de Irak, yace un mundo oculto entre la arena: Uruk, la primera gran ciudad de la historia. Para hacerse una idea de su importancia basta una comparación: cuando los arqueólogos del futuro excaven en mil, dos mil años, los restos de la Estatua de la Libertad, cuando hagan conjeturas sobre cuál era el tamaño de la descomunal torre del Centro de Comercio Internacional, cuando intenten calcular cuántas personas cabían sentadas en el Estadio Azteca, hablarán de las ciudades que alguna vez acogieron aquellas construcciones, de Nueva York, de Hong Kong, de Ciudad de México, y de su importancia social e industrial para su tiempo, del modo como hoy debemos hablar sobre Uruk.

La historia de Uruk, a la cual el Museo de Pérgamo en Berlín dedica hasta inicios de septiembre la fascinante exposición “Uruk: 5000 años de la megaciudad”, se remonta hasta el cuarto milenio antes de Cristo. En ese entonces, varios asentamientos de campesinos y comerciantes sumerios del Éufrates se reunieron en un pequeño centro urbano que, con el paso de los siglos, se convertiría en el núcleo económico, religioso y cultural más importante de toda la región. En el año 3000 a.C., la cima de su florecimiento, Uruk ya tenía una superficie de 5.5 kilómetros cuadrados, estaba rodeada por una muralla de nueve kilómetros y contaba con una población de mínimo cincuenta mil personas, un número impresionante para una época en que Roma –que solo cientos de años más tarde llegaría a ser conocida como “La ciudad eterna”– era si acaso un tugurio de pescadores a orillas del río Tíber.

Las excavaciones en Uruk fueron iniciadas por la Sociedad Oriental Alemana hace justo cien años, en 1913. La exposición berlinesa conmemora este aniversario. A raíz de la difícil situación de seguridad en Irak tras la ocupación estadounidense en el 2003 y la caída de Saddam Hussein, las excavaciones están actualmente interrumpidas. Pero las ruinas de Uruk no han sufrido más daño que el causado por el paso de los milenios.

Es costumbre entre los habitantes de las grandes ciudades –y esto quizá desde que existen las ciudades– renegar de la vida urbana. En el siglo xviii el filósofo francés Rousseau escribió que la ciudad es “el abismo de la especie humana”. Y en el siglo pasado el célebre arquitecto Le Corbusier sostenía que las calles de las ciudades eran “impuras”, por lo que proponía echar abajo gran parte del centro de París. ¿Y, en fin, quién no ha soñado, después de pasar una hora de pie en un bus repleto de gente, con tener una “casita en el campo”?

Y sin embargo, para bien o para mal, y a pesar de sus ratas, su ruido, su sobrepoblación, su mal aire, su criminalidad, su vida anónima, fue en las ciudades, y más aún, gracias a las ciudades, que muchas de las estructuras sociales y económicas, los desarrollos arquitectónicos y gran parte de la vida cultural que hoy conocemos, surgieron por primera vez. Uruk es un buen ejemplo de ello.

La exposición en Berlín muestra cómo en la ciudad nacieron las estructuras que corresponden a un estado industrial moderno: jerarquías sociales, empleo masivo y producción en serie. La construcción de la muralla, del templo al dios del cielo An o de un gigantesco “zigurat”, monumento en forma de pirámide con escaleras, dedicado a la diosa sumeria del amor y la guerra, Inanna (y que inspiraría la leyenda bíblica de la Torre de Babel), hizo necesario inventar formas de mantener a miles de trabajadores. El trueque de cereales y lana por maderas de Siria, piedras preciosas de Arabia o cobre de los montes Zagros, entre los actuales Irán e Irak, obligó a los comerciantes de Uruk a marcar los productos y controlar cantidades. Así aparecieron sellos de piedra que dieron luego origen al uso de tablas de arcilla sobre las que se hacían marcas con un punzón: la escritura cuneiforme, acaso el primer sistema de escritura de la historia.

Justamente aquí se percibe con mayor claridad la importancia de la cultura sumeria. Hay tablas de arcilla cocida, halladas en Uruk, que registran raciones de cerveza para los trabajadores y cuánto cereal correspondía a los empleados de los templos. En una de ellas, del año 3000 a.C., están anotados a modo de diccionario cincuenta y ocho nombres usados para los cerdos. Las primeras palabras escritas no se referían a las hazañas de héroes ni cantaban himnos a los dioses. Eran inventarios sobre el comercio que tenía lugar en la ciudad.

Pero las cosas no terminan allí. Es también de esta ciudad antiquísima que surgió la famosa epopeya de Gilgamesh, una de las primeras manifestaciones literarias de que se tenga noticia, y que narra las aventuras de Gilgamesh, rey de Uruk, y su amigo Enkidu. Las primeras noticias de la existencia del poema provienen del año 2000 a.C., pero la versión estándar fue compuesta entre los años 1300 y 1000 a.C., cuando ya el florecimiento de Uruk pertenecía al pasado. Y sin embargo, en el poema resuenan la gloria y la dimensión cultural de la ciudad: en los viajes de Gilgamesh y Enkidu a la actual región del Líbano, correspondientes a las rutas comerciales de Uruk, en los intentos de la diosa Ishtar por seducir al rey y en el regreso de este a la ciudad tras la muerte de su amigo y tras su infructuosa búsqueda de la inmortalidad. Al ver de nuevo Uruk, Gilgamesh alaba el “trabajo duradero” con el que fue construido el gigantesco muro.

De la gran ciudad de Uruk hoy solo quedan ruinas que nos recuerdan, como supo Gilgamesh al final de sus viajes, que la única eternidad concedida a los hombres es la de crear murallas y templos impresionantes que contemplarán con asombro los arqueólogos del futuro.

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