JULIO ANDRÉS ROZO GRISALES
¿Por qué se pierden y se desperdician los alimentos en Colombia?
La respuesta a esta pregunta ya está documentada por parte de universidades y organizaciones expertas en el tema como la FAO o el Departamento Nacional de Planeación. Las cifras dicen que en Colombia se producen entre 28 y 32 millones de toneladas de alimentos al año (aproximadamente), pero se pierde o desperdicia casi 30%-34% de esta cantidad (entre 9 y 10 millones de toneladas).
Esta cifra suena gigantesca y la verdad que sí lo es. No obstante, lo que a mí más me impacta sobre esta cifra no es ni siquiera la cifra per-se, es más bien el reconocer que vivo en un país con (en teoría) vocación agrícola, en donde aún así se mueran niños desnutridos como en la Guajira, u otros que tengan que ir a buscarla entre la basura como en el Vichada.
Si bien el análisis de las causas sobre la pérdida y desperdicio de alimentos indica fenómenos y causas en todas las etapas de la cadena de valor (siembra, transporte, bodegaje, comercio, cocina y mesa), me quiero detener en aquellos ámbitos en donde usted y yo tenemos incidencia: la compra, la cocina y la mesa.
¿Cómo compramos?
Ir a un supermercado o a un restaurante en Colombia se ha convertido en una oda a la estética. De esta no se escapa nadie y aquí me incluyo igualmente. El sábado pasado me hice a la tarea de idearme una ensalada para mi novia que acompañara un plato de camarones para la cena. Recorrí los pasillos del supermercado al que fui y al ver las frutas y las verduras, todas ellas tenían una apariencia estética impresionante. Tomates redondos y rojos, naranjas y aguacates apetitosos, bananos con un intenso amarillo y pepinos con una forma cilíndrica perfecta. Hice mi selección y me dirigí a la caja a pagar. Estando allá, vi una canasta con dos bananos con pecas, una papaya con un pequeño costado magullado y una berenjena con un par de chichones que se encontraban ahí, todas estas frutas y verduras totalmente descartadas.
Luego de haberle preguntado a la señorita de la caja comprendí que la imagen anteriormente descrita es la constante. Los supermercados no se pueden permitir que los alimentos tengan una que otra imperfección estética (sea cual sea, así lo que realmente importa es que sus calidades nutricionales y sabor se mantengan intactas). Los de mi generación hemos vivido la transición de la estética alimenticia sin darnos cuenta. Y para los más jóvenes que yo y los niños, es normal e incluso inconcebible comprender que un alimento no se vea como hoy en día se ve. Aquí el sabor y su función son lo de menos, lo que importa para activar la venta es la apariencia.
Hoy que escribo la columna me encuentro en Chiquinquirá-Boyacá y me dirigí a un supermercado en donde estaban descargando frutas y verduras. De nuevo vi la carga y la apariencia de las frutas era muy similar a las del supermercado del pasado sábado. Me quedé unos minutos con el responsable (un cultivador y a la vez conductor) y me dio la respuesta que reforzó la escritura de la columna: “Entre el 20% y el 30% de la producción en nuestra vereda no sería comprada por el supermercado por no tener la forma, color o el estado de perfección que ellos exigen (supermercado y consumidores)”.
La pérdida y el desperdicio de alimentos sucede en otros ámbitos en los cuales nos hemos encontrado ustedes y yo igualmente: ir a un restaurante es a veces una pantomima para conservar costumbres atribuidas a las buenas costumbres de Carreño de dejar un poco en el plato; pero al mismo tiempo, logramos contradecir a Carreño cuando asumimos el rol de turistas y terminamos llenando el plato como hambrientos acudiendo a la justificación de que hemos pagado por el “all inclusive” (me impresiona incluso cuando veo a niños de 6-7 años con platos abarrotados por sus padres como si fueran adultos de 1.80 cm y 90 kilos de peso). En resumen, no nos sabemos medir, ni comportar; el concepto de suficiencia está opacado por los de estética, apariencia y propiedad.
La pérdida y el desperdicio de alimentos es uno de esos retos ambientales ocultos que le hacen daño a nuestro país y en el mundo. Una gran amiga ex-FAO me dijo para esta columna que cerca de 1.500 millones de alimentos se pierden en el mundo anualmente y generan casi 3.400 millones de toneladas de gases de efecto invernadero (haga la regla de tres para calcular el promedio generado en Colombia). La huella de carbono debido al transporte de los alimentos es alta y no lo consideramos cuando vamos al supermercado. Por ejemplo, suceden cosas inauditas al respecto que parecieran irrisorias pero que pertenecen a la vida real: Por ejemplo, el departamento del Meta, el cual es una gran despensa de alimentos que los envía a Bogotá, conocí el caso de productos como algunos volúmenes de plátano (cultivado en municipios del departamento), que una vez llegan a la capital, regresan a Villavicencio para ser vendidos en su central de abastos. Un evidente caso de ineficiencia irracional del cual ni usted ni yo nos damos por enterados.
Seguiré investigando sobre este tema por tributo a la comida, al medio ambiente y por aquellos que la cultivan. El agua no nace de la llave, ni el chocolate sale del paquete. En un país convulsionado por problemas estructurales, debería hacer de su alimentación el reto estructural más prioritario, no obstante, poca atención le estamos dedicando a ello.