PORTADA
'Fahrenheit 9/11'
Michael Moore, el creador de la película 'Farenheit 9/11', tiene en jaque al hombre más poderoso del mundo.
El día que Michael Moore recibió el premio Oscar a mejor documental por Bowling for Columbine, aprovechó su cuarto de hora para atacar a George W. Bush: "Vivimos una farsa. Vivimos en una época en que tenemos resultados electorales ficticios que eligen a un presidente por razones ficticias... Qué vergüenza, señor Bush. Debería avergonzarse".
Su perorata contra el Presidente de Estados Unidos, cinco días después de haber declarado la guerra contra Irak, cayó muy mal entre los patrióticos estadounidenses, convencidos como estaban de la urgencia y conveniencia de la guerra contra el tiránico Saddam. Michael Moore fue percibido por el gran público como un traidor.
Pero en realidad estaba siendo fiel a sí mismo. Moore, que, pese a ser un hombre millonario gracias a los éxitos de sus documentales y sus libros, se ve como un David en constante lucha contra los Goliat de los conglomerados económicos y los políticos ambiciosos de derecha, lejos de amilanarse con los insultos y amenazas de muerte provocadas por su discurso, se empeñó en justificarlo con otro documental. El resultado fue Fahrenheit 9/11.
Hace dos semanas se estrenó y en ese corto lapso ya es considerado un fenómeno mundial no sólo cinematográfico sino político. Se trata de una venenosa y entretenida sátira sobre las falacias de la guerra contra el terrorismo de Bush, a quien presenta como un hombre perezoso, dubitativo y por encima de todo, enceguecido por los vínculos económicos y petroleros de su familia con multimillonarios empresarios saudíes y la familia real del país natal de Osama Ben Laden.
En el primer fin de semana en los teatros de Estados Unidos, Fahrenheit 9/11 ganó 23,9 millones de dólares, rompiendo en tan solo dos días el récord de taquilla para un documental logrado por el mismo Moore en nueve meses con su anterior película Bowling for Columbine sobre la obsesión de los estadounidenses por las armas. Incluso superó en taquilla a todas las superproducciones de acción que se estrenaron simultáneamente. Los expertos predicen que antes de tres semanas habrá alcanzado la astronómica cifra de los 100 millones de dólares.
Pero no será por su éxito económico ni por haber sido premiada en el Festival de Cine de Cannes con la Palma de Oro a mejor película.
Las ambiciones de este documentalista de 50 años que rara vez se quita su cachucha de beisbolista, sus jeans abombados y sus tenis sucios son tan grandes como su voluptuosa presencia. Él no sueña con ganar un nuevo Oscar ni mucho menos con entrar a las grandes ligas de Hollywood. Él va por la cabeza del Presidente más poderoso del mundo. ¿Lo logrará?
El provocador
Moore, nacido en 1954 en Davidson, un suburbio de Flint, Michigan, es el Antonio Caballero de los norteamericanos. Es el editorialista provocador e irreverente, sin pelos en la lengua, cuyas diatribas -con más pasión que rigor- expresan lo que muchos piensan en privado. Incomodar al establecimiento es su mantra y lo ha logrado a cabalidad.
Los blancos de sus venenosos dardos han sido muchos. A los 18 años, al ser elegido miembro del Consejo de Educación de Flint se convirtió en uno de los funcionarios públicos más jóvenes de Estados Unidos y en la pesadilla de los rectores de las escuelas del condado.
Luego con su cortometraje Roger and me se fue lanza en ristre contra Roger Smith, el presidente de General Motors, por cerrar la planta automotriz en Flint, donde trabajaron su papá y su abuelo toda la vida. Este aclamado documental, que se ganó múltiples premios, lo volvió famoso y le dio suficientes recursos para realizar Canadian Bacon, una comedia sobre un presidente de Estados Unidos ineficiente empeñado en fabricar una guerra fría contra Canadá. A la película le fue más o menos bien, pero Moore se convenció de que su fuerte no era la ficción sino la política. Entonces creó TV Nation, un programa de sátira política en televisión, que levantó ampolla por la poca ortodoxia de Moore. Por ejemplo iba con su cámara en un vehículo -bautizado 'sodomobil'- atestado de travestis y de gays a los estados donde aún existen leyes contra la sodomía a desafiar la homofobia de las autoridades. Aunque recibió varios premios no logró la audiencia esperada por el canal y tuvo que dedicarse más bien a realizar Columbine, en el que destrozó al actor Charlton Heston, presidente de la Asociación Nacional de Rifles.
Sus libros también han sido explosivos. El primero, Downsize This: Random Threats from an Unarmed American (Reduzca esto: amenazas aleatorias de un estadounidense desarmado), sobre las desigualdades económicas en Estados Unidos, sorprendió a la industria editorial por su inusitado éxito, superado con creces por su best seller Stupid White Men (Hombres blancos estúpidos), un ataque frontal contra el presidente Bush. Este libro ocupó el puesto número uno en la lista del New York Times de libros de no ficción más vendidos durante buena parte de 2002, con lo que quedó demostrado que el público norteamericano -y el extranjero, por supuesto- estaba ávido de nuevas evidencias sobre la supuesta ineptitud y falsedad del mandatario estadounidense. Fahrenheit 9/11 es un gran banquete en ese sentido.
El dedo en la llaga
El documental comienza con tomas de George W. Bush ensayando su discurso minutos antes de declararle la guerra a Irak. Mientras una maquilladora le despunta el pelo y le espolvorea base en la cara, Bush improvisa sonrisas y fruncidas del ceño y mueve los ojos de arriba abajo como un niño jugando mímica. Para Bush la guerra es una aventura divertida, parece insinuar Moore desde que comienzan a rodar los créditos de esta película, cuya distribución fue bloqueada por Walt Disney.
De ahí en adelante, utilizando insólitas imágenes de archivo, testimonios en vivo y opiniones personales en off, no ahorra esfuerzos para ridiculizar la imagen del mandatario, que se ha vendido a los norteamericanos como el 'Presidente de la Guerra'. Esto, cuando Moore se siente magnánimo. Cuando no, lo acusa sin compasión de haber puesto en peligro la seguridad de los estadounidenses con sus decisiones erradas, y sobre todo motivadas por cuidar los intereses económicos de la familia Bush y de sus amigos.
Comenzando con su polémica elección en 2000, Moore sigue los pasos del Presidente en su ascenso de hijo de papi presidente y petrolero tejano fracasado a cruzado del mundo libre. Documenta la amistad entre el presidente Bush y James R. Bath, un asesor financiero de un miembro del clan Ben Laden, que aportó capital semilla para la empresa de energía Arbusto creada en la década de los 80 por el joven George W. Afirma que los sauditas invirtieron la extravagante suma de 1.400 millones de dólares en firmas relacionadas con familiares y amigos de los Bush, y especula si quizás estas relaciones llevaron al Presidente a hacerse el de la vista gorda sobre la posible complicidad de Arabia Saudita en el ataque del 11 de septiembre.
Como prueba muestra las imágenes de la familia Ben Laden abandonando Estados Unidos con la autorización del gobierno Bush -y sin haber sido debidamente interrogados- tras los ataques del 11 de septiembre, cuando los demás pasajeros estaban atrapados en los aeropuertos de Estados Unidos. (El cantante latino Ricky Martín aparece frustrado por no volar). También aporta el escandaloso testimonio de un militar que participó en la invasión a Afganistán, quien afirma que el gobierno se demoró un mes en autorizar la entrada de los soldados al cuartel de Osama porque carecían de suficiente tropa.
Moore denuncia las inconsistencias de la política de seguridad nacional entrevistando a los pobres rangers encargados de patrullar las fronteras sin recursos ni apoyo de ninguna clase, mientras que detectives de las agencias de inteligencia, amparados en el estatuto antiterrorista, se infiltran en grupos de activistas tan poco intimidantes como los pacifistas de Fresno, California. Apelando a los trucos histriónicos que lo caracterizan, Moore alquila un carrito de helados para darle vueltas al Capitolio mientras les lee a los congresistas el Patriot Act, que muchos firmaron sin leer -según admiten en el documental algunos senadores-, a pesar de que restringe ampliamente las libertades de los ciudadanos en aras de combatir el terrorismo.
La segunda parte del documental, quizás la más poderosa y la más letal para las aspiraciones reeleccionistas de Bush frente a un electorado cada vez más desilusionado con su conducción de la guerra, se centra en destacar las mentiras de Bush respecto a Irak. No la más grande de las armas nucleares, sino aquellas que más les pueden doler a los norteamericanos. Contrasta el terror de una familia iraquí cuando llegan los soldados estadounidenses a allanar su casa, la ira de una mujer cuya vivienda acaba de ser destruida en Bagdad y los devastadores testimonios de marines en el terreno que cuestionan el sentido de su labor con los discursos de Bush y Rumsfeld sobre la liberación de los iraquíes; cuando el Presidente habla del honor de morir por la patria, Moore muestra a oficiales del Ejército reclutando como proxenetas a jóvenes negros de los barrios más pobres con ofertas de futuros luminosos.
Moore se presenta como un aliado de los soldados, idiotas útiles de un presidente que escogió una guerra que no era necesaria. Pero sí lucrativa. Una de las escenas más indignantes es cuando Bush, rodeado de empresarios multimillonarios, les confiesa que ellos "son su base social" y un empresario del sector de defensa admite que la "guerra es buena para los negocios pero mala para la gente". Para enfatizar el punto,
Fahrenheit 9/11 muestra cientos de ataúdes de soldados muertos y entrevista a militares mutilados, imágenes que hasta el momento habían sido censuradas en los medios por el efecto bumerán que tuvieron durante la guerra de Vietnam.
La mayoría de estas 'revelaciones' ya han salido en el último año en la prensa, pero el logro de Moore es refrescar con imágenes reales la memoria de los estadounidenses cuatro meses antes de las elecciones. Los analistas no se atreven a predecir todavía el impacto que tendrá el documental entre los votantes, pero desde ya han acuñado el término de poli-tainment, para describir la tendencia que Moore inaugura de llevar la política al terreno del entretenimiento, donde los estadounidenses se sienten más a gusto. Incluso los apáticos de la política se verán forzados a enterarse de los argumentos del documental puesto que ya es carátula de las principales revistas y ha sido tema incluso del famoso Show de David Letterman.
Más allá de si Fahrenheit pesará más que los demás factores (ver siguiente artículo), el documental se ha convertido en un arma letal para la imagen de Bush y sus asesores. Entre las escenas más memorables está la de Paul Wolfovitz, el cerebro del concepto de guerra preventiva en el Departamento de Defensa, quien chupa su peinilla para alisar su cabellera antes de conceder una entrevista, y la de Bush cuando recibe la noticia sobre el ataque terrorista a las Torres Gemelas. Un asesor le cuenta al oído la trágica noticia. Éste no se inmuta. Como si su nación no se encontrara bajo el ataque más devastador de la historia, continúa leyéndoles a los niños de una escuela de Florida Mi pequeña cabra.
El impacto sobre el público es impresionante. En el Lincoln Cinema, de Nueva York el fin de semana de estreno se agotaron las boletas de las cinco funciones. El lunes, en la función de las 11 de la noche, la taquilla estaba vendida desde las 7:30. Pero más impresionante que el lleno total era la actitud de la audiencia. Más parecido al estreno de una película de acción en la Costa Atlántica, los cinéfilos -normalmente propensos a irritarse ante el más mínimo ruido- resoplaban ante cada escena, comentaban cada revelación, aplaudían, se reían o vociferaban. Y una vez terminada la filmación, por lo menos medio teatro se paró a aplaudir al fantasma de Moore durante varios minutos, como si estuvieran en la ópera.
Se podría decir que dado que la mayoría de neoyorquinos son demócratas, su respuesta es predecible. Pero lo insólito es que la misma reacción se está presentando en los teatros de los estados más conservadores, y sobre todo en las salas de cine de los condados militares, donde según han divulgado los diarios de Estados Unidos, familiares de los soldados en Irak salen enfurecidos o entristecidos con el gobierno que mandó a sus hijos a la guerra. Y no menos sorprendente es que el fenómeno se repite en cuanto país se estrena. En París la semana pasada hubo ovación cerrada en los teatros donde se presentó. Esto no es tanto una muestra de admiración por Moore, como una prueba del rechazo generalizado a la guerra preventiva de Bush.
El contraataque
La Casa Blanca se limitó a decir que la película está "tan plagada de falsedades que no vale la pena comentarla". Pero los ataques a Moore no se hicieron esperar.
Grupos de presión conservadores financiaron el documental Michael Moore Hates America y está a punto de salir el libro Michael Moore is a big fat stupid white man, en el que lo tachan de antipatriota. Varios medios como Time también han salido a la palestra a mostrar las "mentiras de Moore". Han señalado tres: la primera es la que tiene que ver con la salida de la familia Ben Laden. La comisión que investigó los hechos de septiembre 11 reveló recientemente que en efecto, los saudíes movieron sus influencias con el gobierno Bush para salir tras el ataque terrorista de su compatriota, pero que solo un avión fue autorizado a despegar antes de que se abriera el espacio aéreo el 13 de septiembre. Los demás salieron después de que el FBI interrogó a 30 de los 142 saudíes que abandonaron Estados Unidos. La segunda tiene que ver con los nexos comerciales entre la familia Bush y los saudíes. Time confirmó que los saudíes sí pagaron 1,18 billones de dólares a la contratista de defensa BDM, filial del grupo Carlyle, por entrenar el ejército saudí. La mentira está en que el ex presidente Bush entró a la junta directiva de Carlyle cinco meses después de que vendió BDM. La última es que Moore insinúa que Bush en un principio favoreció al régimen Talibán porque estaba interesado en la construcción de un oleoducto en Afganistán. La verdad es que el proyecto fue idea de Clinton y que no existe evidencia de que cuando los líderes talibanes, acusados luego de albergar a Osama Ben Laden, estuvieron de viaje de negocios en Houston en 1997 se hayan reunido con Bush, que en ese momento era gobernador de Texas.
Las rectificaciones son tan puntuales que en cierta forma ayudan a Moore. Él ya anunció que creó un equipo de reacción inmediata para contrarrestar cualquier acusación y que está dispuesto a denunciar por difamación a cualquiera que ataque su película sin justa causa. Como zanahoria, ofrece 10.000 dólares al que encuentre algún error fáctico en su película.
Lo cierto, como lo anotó Chrispher Hitchens en una columna en la revista online Slate, es que a pesar de que todos los datos sean ciertos, Moore los conecta de tal forma que un espectador desprevenido puede terminar creyendo que Bush mandó explotar las Torres Gemelas. Esto es porque Fahrenheit 9/11, más que una obra de periodismo, es el discurso de un activista empeñado en convencer a sus seguidores de salir a votar en contra de Bush. Tocará ver si lo logra. Ya por lo menos logró divertirse y divertir al mundo a costa del Presidente más temido de Estados Unidos.