Sí hay guerra, señor presidente
Álvaro Uribe sostiene que en Colombia no hay conflicto armado sino amenaza terrorista. ¿Cuál es la diferencia y por qué es tan importante la controversia?
El lunes 31 de enero el presidente Álvaro Uribe se reunió con todo el cuerpo diplomático acreditado en Colombia en el Palacio de Nariño. En el majestuoso Salón Bolívar, el Presidente tomó la palabra y en un tono pausado pero firme se dirigió a una treintena de embajadores. Después de agradecer las palabras del nuncio apostólico y hacer un completo diagnóstico sobre la problemática nacional, Uribe remató su discurso advirtiendo que en Colombia no había un conflicto armado sino una amenaza terrorista. Palabras que repitió tres días después en Cartagena, durante la reunión de los 24 países y las organizaciones multilaterales que conforman la mesa de donantes (G24). No es la primera vez que Uribe lo dice. Pero sí es cada vez más evidente que no se trata de un capricho lingüístico del primer mandatario sino de una concepción de cómo enfrentar el tema de la violencia que azota el país.
A esa misma hora, a 800 kilómetros de distancia del solemne ambiente diplomático, en medio de la selva húmeda de las costas pacíficas se estaba gestando lo que sería uno de los ataques militares más sangrientos de la guerrilla contra el gobierno de Uribe. A las 2:10 de la madrugada del día siguiente, cerca de un centenar de hombres de las Farc atacaron a Iscuandé, un pequeño puerto incrustado en las costas de Nariño que ha sido estratégico para el tráfico de drogas. Mimetizados en el espeso follaje de la selva y ayudados por una lluvia pertinaz, los guerrilleros abrieron fuego contra la base donde dormían 60 militares, la mitad de los cuales eran soldados campesinos. La guerrilla no escatimó en su artillería de fuego: pipetas de gas, ametralladoras, fusiles... "En ese momento la noche se volvió día y todo se cubrió de un rojo intenso", dijo a El Tiempo uno de los pobladores que vive al frente de la base. Al despuntar el día, y después de cuatro horas de intenso fuego cruzado, la escena no podía ser más dantesca: hombres calcinados, cadáveres ensangrentados, gritos de ayuda, hierros retorcidos, y lo que había sido la noche anterior la base militar de Iscuandé no era más que unas ruinas humeantes con olor a pólvora y muerte. El saldo final: 15 infantes muertos y 26 heridos.
Esa mañana la noticia sonó como de otra época. La mayoría de los colombianos ya no recordaba cómo era levantarse, prender el radio y encontrar el relato de una toma violenta a un pueblo como ocurría con tanta frecuencia hace unos años. Sobre todo cuando aún estaban frescos los recuerdos de unas vacaciones decembrinas en que los colombianos salieron a disfrutar el país de manera tranquila, cuando el flujo vehicular en carretera aumentó 30 por ciento, y cuando en 2004 los homicidios se redujeron en 15 por ciento, los secuestros en 42 por ciento y el desplazamiento forzado en 37 por ciento.
Después de los hechos de Iscuandé se alzaron voces diciendo que era el fin del repliegue de las Farc. Y es que el ataque en Nariño cerró un enero negro que empezó con una masacre de 16 campesinos de Tame (Arauca), la muerte de siete soldados en un campo minado en Tolima y la fuga masiva de 20 guerrilleros en la cárcel Picaleña de Ibagué, luego de un ataque con dinamita a esa prisión que dejó seis muertos y cuatro heridos. Y febrero empezó con la emboscada a una caravana militar en Putumayo con un saldo de siete soldados y un civil muertos.
Estos ataques le corroboraban a la comunidad internacional, a las ONG, a la Iglesia y los gremios económicos reunidos en Cartagena que, a pesar de los avances en seguridad, en Colombia hay un conflicto armado interno y que de él se desprende una crisis humanitaria. En una declaración histórica por la pluralidad de organizaciones que la firman, dijeron que "observamos con preocupación la persistencia de la crisis humanitaria, graves violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario" y que "la solución política negociada es el instrumento idóneo para terminar con el conflicto armado interno". Pero los mismos hechos le dieron a Uribe el argumento contrario: este no es un conflicto ni una guerra interna sino una lucha antiterrorista.
A pesar de que para el colombiano de a pie esta discusión no pasa de ser una disyuntiva semántica sin efectos prácticos, lo cierto es que caracterizar la realidad colombiana como un conflicto armado interno o como un desafío terrorista tiene enormes implicaciones sobre la población civil, los combatientes, la comunidad internacional, la ayuda humanitaria o la mediación política, todos aspectos fundamentales para ponerle punto final a la violencia que desde hace tantos años viene flagelando al país.
La doctrina Uribe
¿Por qué Uribe insiste con tanta vehemencia en que no hay conflicto interno armado ni guerra en Colombia? José Obdulio Gaviria, el hombre más cercano a Uribe que hace las veces de ideólogo y asesor político, acaba de publicar un libro de 284 páginas para explicar por qué no hay una guerra. El libro titulado Sofismas del terrorismo en Colombia se extiende en los mismos argumentos que ha expresado el Presidente en diversos foros. El primero es que no existe un conflicto porque Colombia es una democracia legítima y no una dictadura ni un régimen opresivo. Por lo tanto no hay justificación para que un puñado de violentos continúen en armas. Segundo, porque después de la caída del muro de Berlín la guerrillas colombianas ya no luchan por un ideal político sino que actúan como mafias vinculadas al narcotráfico y a la captura de rentas como la gasolina, la coca y el oro. En consecuencia, más que revolucionarios en busca de un nuevo régimen son bandas criminales con poderosos aparatos militares. Y por último, porque en su lógica criminal la principal víctima son los civiles. En síntesis, son simples terroristas que no respetan las normas humanitarias.
Uribe usa este artilugio del lenguaje como un arma para devaluar políticamente a las Farc y al ELN y quitarles toda aura de romanticismo frente a la comunidad internacional y toda pretensión de legitimidad a sus acciones armadas. Quiere mostrarlos como un Pablo Escobar que pone bombas y no como un Che Guevara que reivindica con su fusil al hombro causas sociales. Uribe se apoya en el nuevo paradigma del pos 11 de septiembre y alínea su discurso con la cruzada antiterrorista del presidente George W. Bush, que aunque con menos furor también ha calado en algunos países de la Unión Europea.
En esta dirección, el gobierno ha manifestado su interés en que la ayuda humanitaria de organismos internacionales como la ONU no se destine solamente a aliviar la crisis humanitaria -si no hay guerra no hay crisis humanitaria- sino que también se apoye la reinserción de los desmovilizados.
Y con este giro Uribe busca romper con la idea de que la población debe ser neutral frente a las acciones de la guerrilla. "En las sociedades democráticas no hay neutralidad de los ciudadanos frente al delito", ha dicho en varios discursos. "No hay distinción entre policías y ciudadanos". Desde su posesión Uribe ha insistido en que dado que los civiles son las principales víctimas de las guerrillas ellos deben tomar partido y una posición activa contra los grupos armados. Por ejemplo, sirviendo como cooperantes o informantes.
Este discurso fue recibido con recelo por delegados de varios países en Cartagena y de hecho fue el punto más difícil de conciliar para la declaración final. La comunidad internacional no ve las cosas de manera tan simple. Ver la problemática colombiana como una simple lucha antiterrorista puede tener preocupantes implicaciones en el mediano y largo plazo.
En el plano jurídico, la consecuencia práctica de que no haya un conflicto armado interno sino una amenaza terrorista es que dejaría de regir el Protocolo II de Ginebra. Si no hay guerra sino la persecución de criminales, no se aplicaría el Derecho Internacional Humanitario que la regula y que busca humanizarla. Es decir, se diluye la obligación de respetarle la vida al enemigo cuando se rinde, de proteger los bienes y la vida de los civiles, de respetar las misiones médicas, de diferenciar entre civiles y combatientes. Esto último significaría que el Estado no reconoce la distinción entre combatientes y civiles y por esa vía podría ponerles a los ciudadanos mayores obligaciones respecto de la política de seguridad democrática que a la postre los podría convertir en objetivo militar.
En el terreno diplomático podría significar el retiro de varios organismos humanitarios. Estos por un lado son los ojos del mundo en Colombia y supervisan al gobierno en temas como el cumplimiento de los derechos humanos -por ejemplo, la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos- . Pero a la vez cumplen una misión humanitaria imprescindible para las víctimas de la guerra. Organizaciones como Acnur, cuya misión es prestar ayuda de emergencia a los desplazados, y el Comité Internacional de la Cruz Roja, cuya misión en Colombia es la tercera más grande del mundo, bien podrían empacar sus maletas e irse a otros lugares del planeta igual de necesitados. ¿Para qué continuar con las brigadas médicas en los Montes de María si el gobierno tiene acceso a todos los rincones del país? ¿Cómo llevarles cartas a los secuestrados de la guerrilla si se les niega la posibilidad de que busquen contacto con los grupos armados?
En el terreno político, significaría cerrar el margen de maniobra para una negociación política con los grupos armados. Con terroristas no se negocia. Se les somete por la fuerza. No obstante, Uribe deja abierta la posibilidad de llevar a cabo procesos de desmovilización con la condición de un cese del fuego. Procesos que, como en el caso del que se sigue en Santa Fe de Ralito con los paramilitares, no incluyan ninguna agenda política.
¿Tiene razón Uribe?
El Presidente tiene razón en que las guerrillas y los paramilitares carecen de justificación para su lucha armada y sus coletazos sangrientos. Es cierto que la guerrilla comete a diario actos terroristas y arremete contra los civiles, vive del narcotráfico y además no representa a casi nadie. Sin embargo, la falta de legitimidad de los grupos armados no niega la existencia del conflicto.
Es más, la definición de si existe un conflicto no depende del capricho o de la apreciación del presidente de turno sino de unas condiciones objetivas. El Protocolo II de Ginebra se aplica cuando en un territorio las Fuerzas Armadas se enfrentan a "fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas y aplicar el presente Protocolo". En Colombia es difícil negar -aunque José Obdulio Gaviria lo intenta- que las Farc tienen un mando responsable como es el Secretariado. También es indudable que aún ejercen control sobre fracciones del territorio. Lejano, a veces ocasional, pero lo ejercen. ¿Cómo explicar de otra manera que puedan tener campos de concentración donde llevan secuestrados soldados y policías más de cinco años? Aunque el gobierno de Uribe ha avanzado muchísimo en arrebatarles su retaguardia en el sur del país, conservan todavía la capacidad para realizar operaciones militares como lo demostró el ataque a Iscuandé.
Por todo lo anterior, la Corte Constitucional ha reconocido en sus sentencias que existe un conflicto armado, el Congreso de la República ha desarrollado leyes como la de los desplazados a raíz del conflicto y la gran mayoría de colombianos cree que en Colombia existe una guerra. Es más, eligieron a Álvaro Uribe porque fue el único candidato que prometió ganarla. Más aún: las Fuerzas Armadas piensan, se preparan y actúan para la guerra. "Estamos en guerra y vamos ganando", entonan al unísono los soldados al formar.
En conclusión, es entendible que el Presidente utilice el eslogan de la lucha antiterrorista para deslegitimar políticamente a la guerrilla y a los paramilitares. Y ojalá ese discurso de criminalizar la lucha armada logre cerrarle los pocos espacios políticos que todavía le quedan a la guerrilla colombiana en la comunidad internacional. Lo que sería muy grave es que este discurso trascienda el terreno simbólico y termine orientando la estrategia de seguridad del gobierno. Porque si bien los guerrilleros y los paramilitares son terroristas, no se circunscriben a eso. También es cierto que ambos grupos son narcotraficantes. Y tienen motivaciones políticas. Las Farc, cuyo origen es sin duda político, insisten en que quieren tomarse el poder y enarbolan una agenda de 10 reformas para el país. Los paramilitares cuentan con una sólida base social en ciertas regiones del país, tienen representación indirecta en el Congreso e hicieron una verdadera 'operación avispa armada' para controlar por medio del terror y la intimidación gran parte de los gobiernos locales en regiones como la Costa y los Llanos Orientales, entre otras.
En el terreno militar la confusión es aún mayor. "No reconocer el trasfondo político de la confrontación puede llevar a un error de mayores consecuencias: menospreciar y subestimar al oponente", dice el coronel retirado Carlos Alfonso Velásquez. "Si nos atenemos a la posición del gobierno, las Fuerzas Militares estarían ubicando el centro de gravedad donde no está". En el libro On Strategy, el coronel Harry G. Summers Jr. demuestra que por ubicar mal ese 'centro de gravedad', Estados Unidos perdió la guerra en Vietnam. Mientras que los norvietnamitas y sus apoyados, los vietcong, acertaron en identificar el centro de gravedad de Estados Unidos en "la personalidad de sus líderes políticos sensibilizada por la opinión pública, lo que además obstaculizaba la alianza con el gobierno de Vietnam del Sur", la potencia mundial creyó que el centro de gravedad eran las guerrillas del vietcong en sí mismas.
Si el gobierno realmente piensa que las guerrillas son esencialmente terroristas, entonces la única acción realmente consecuente sería reforzar la Policía, que es la encargada de capturar a los delincuentes; reforzar la persecución de los bienes y dineros de guerrilleros y paramilitares, y crear un servicio de inteligencia exterior o por lo menos enviar a Interpol la lista de los terroristas para evitar situaciones tipo Granda.
Pero si reconoce que las guerrillas y los paramilitares, además de cometer acciones terroristas, tienen motivaciones políticas y controlan territorios quizá pondría su centro de gravedad en reforzar la legitimidad del Estado en el país marginal, donde transcurre la mayor parte del conflicto armado. Así está redactado en la Política de Seguridad elaborada por el Ministerio de Defensa al comienzo de este gobierno. Se haría entonces menos énfasis en la política de capturas masivas, que ha alienado a la población en contra de las Fuerzas Armadas en muchos pueblos, y se haría más énfasis, por ejemplo, en cortar todo vínculo entre militares y autodefensas. Pero, sobre todo, se esforzaría menos por atacar en sus discursos -y ahora en sus libros- a sus opositores políticos, incluidos los defensores de los derechos humanos, y más por llevar al Estado a las regiones abandonadas de país. Llevar jueces, fiscales, colegios y alternativas económicas a las zonas donde los soldados están peleando con tanto esfuerzo y sacrificio el Plan Patriota. Detrás del fusil tiene que venir la legitimidad.
Porque si bien José Obdulio tiene razón en que en Colombia existe un Estado legítimo y que después de la Constitución del 91 hay una democracia mucho más plural e incluyente, es una realidad que se vive sobre todo en el país de los centros urbanos. Ahí funciona el Estado, se mueve la economía, la vida es cosmopolita y los colombianos viven en el siglo XXI. Pero a medida que se alejan de ese país urbano se entra a otro país. Un país marginal, rural, abandonado, anclado en el siglo XVII y controlado por los señores de la guerra.
En varias regiones hay decenas de municipios donde el Estado está controlado por los paramilitares. Tampoco se conoce mucho del Estado legítimo en Cartagena del Chairá o Calamar, en el Guaviare. Tiene razón el ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos cuando dice que la guerra en Colombia se ha prolongado por décadas no tanto porque la guerrilla sea fuerte, sino por la debilidad del Estado. El verdadero desafío del gobierno es comprender que esta es una guerra con muchas caras. Simplificarla sólo es un ejercicio de propaganda y haría bien el Presidente en encomendarle esa labor sólo a José Obdulio.