NACIÓN
La segunda vida de San Carlos
Este municipio del oriente de Antioquia fue un pueblo fantasma por cuenta de la guerra. Hoy abre sus puertas al desarrollo agrícola y al turismo.
Al inicio de la década del 2000, el hotel Punchiná, ubicado en pleno corazón de San Carlos, fue centro de mando y epicentro del horror de los paramilitares en este municipio del oriente antioqueño. Ahí, en ese edificio de tres plantas, el bloque Metro, estructura paramilitar de las Accu (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá), hizo lo que quiso desde su llegada en la década del noventa hasta la desmovilización en 2003. Primero habían llegado las guerrillas, entre los años 1970 y 1980, cuando se construyeron cuatro embalses que tienen como base el municipio y que aprovechan cuatro de los cinco ríos que pasan por allí. Sin embargo, la violencia se recrudeció años después, cuando los paramilitares entraron a disputarle el territorio a la insurgencia. De las 33 masacres que enlutan la historia de San Carlos, 23 son atribuidas a las autodefensas. En este periodo, seis de cada diez víctimas mortales del conflicto armado en la zona cayeron en ejecuciones colectivas.
Hoy, el Punchiná es otra cosa. Después de la Ley de Justicia y Paz, sancionada en 2005, las víctimas le dieron a ese lugar un valor más que simbólico y empezaron a buscar los cadáveres de sus familiares desaparecidos entre 2006 y 2007. Ya en 2008 se tomaron la edificación con la intención de transformar el espacio que actualmente ocupan 14 organizaciones sociales y productivas, las que tienen en común, primero, una historia marcada por la guerra y, en el presente, un trabajo por la reparación, la reconciliación colectiva y el desarrollo agrícola del municipio.
El que muchos consideran ahora como templo de las víctimas y símbolo de la resurrección de San Carlos sirve para recordar que por la presencia de las Farc, el ELN, las AUC y agentes del Estado hubo 17 largos años de desplazamiento forzado y de qué forma: ocho de cada diez habitantes abandonaron el municipio. Mientras que 365 personas, casi todas civiles, perdieron sus vidas por cuenta de las acciones de esos actores armados y 78 más fueron víctimas de la práctica de las minas antipersonal. Por eso no resulta en vano que para Pastora Mira, líder de las víctimas en San Carlos, este sea un “lugar referente de memoria y de reconciliación que ahora trabaja el tema de derechos humanos en aras de la no repetición”.
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Los desplazamientos que se presentaron fueron de la zona rural al casco urbano, del casco urbano a zonas cercanas (municipios como San Rafael, Granada o Guatapé). “Cuando la situación de violencia en el oriente antioqueño se recrudeció, la gente decidió irse para la ciudad”, explica Natalia Restrepo Salazar, personera de San Carlos. Pero en 2005, una vez los paramilitares dejaron las armas, se inició el retorno. Gracias a la alianza Medellín-San Carlos, se invirtieron más de 5.000 millones de pesos, se brindó apoyo institucional a las familias y se aportaron 1.000 millones adicionales para el desminado humanitario. Esto permitió que entre 2009 y 2011 muchas familias volvieran y en 2012 el municipio fuera declarado libre de sospecha de minas antipersonal.
En 2017, 30 de las 74 veredas del municipio que fueron abandonadas en su totalidad y otras 20 de manera parcial respiran otros aires. El pueblo, de espesas montañas y riquísimos afluentes, ya no es el fantasma que quedó tras la partida de más de 19.900 personas. La vida volvió gracias al empuje de sus pobladores y al apoyo de las instituciones locales, regionales y nacionales.
No se puede dar una cifra exacta sobre cuántas familias retornaron, dado que algunas lo hicieron de manera espontánea, sin apoyo estatal. Sin embargo, se estima que hasta 2015 unas 14.300 personas habían regresado a San Carlos en busca de una segunda oportunidad en el campo. Por eso, la comunidad sancarlitana ya carga orgullosa su Premio Nacional de Paz, por cuenta de su exitoso proceso de retorno, además de pasar a ser referente en el país de la resistencia civil. Un indicador demuestra la contundencia del cambio: en el 2016 hubo apenas un homicidio y la tendencia se mantiene en lo que va de 2017.
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Un nuevo comienzo
Las maneras en que la vida comienza a reverdecer en estos 700 kilómetros cuadrados son diversas. Y el turismo, la punta de lanza. Lo que se busca es recuperar sus atractivos como destino de descanso, como lo era en el pasado, antes de la guerra, del bloqueo de vías y de los ataques a la infraestructura. La costica dulce del oriente de Antioquia, como se le conoce a San Carlos por sus ríos y más de 70 quebradas, empieza lentamente a saborear esas mieles, las mismas de las que disfruta Guatapé, ubicado apenas a 71 kilómetros de distancia, que además es uno de los sitios más visitados por los turistas en Antioquia. Según Sandra Restrepo, directora de la Oficina de Turismo de San Carlos, esta Semana Santa recibieron entre 1.800 y 2.000 visitantes. Así mismo, se espera la llegada de más de 10.000 personas para superar el número de los visitantes de agosto de 2016, con motivo de las tradicionales Fiestas del Agua.
Es evidente la apuesta municipal por mejorar la infraestructura hotelera y gastronómica para satisfacer esta demanda, pero urge mejorar la carretera Granada-San Carlos. Las vías secundarias y terciarias son el dolor de cabeza para la población sancarlitana. Parte del Plan de Reparación Colectiva de este municipio contempla la pavimentación de los 24 kilómetros de vía que aún hacen falta. Los 28.000 millones de pesos asignados tan solo alcanzarían para mejorar 9 kilómetros. La Secretaría de Gobierno y la Dirección de Paz y Posconflicto municipal hacen un llamado a las instancias nacionales para que los 13 kilómetros restantes no sigan frenando el desarrollo de una región cuyas perspectivas en el futuro son inmensas. Las vías no solo son cruciales para el turismo, sino para la economía campesina que se está recuperando a través de la piscicultura, la ganadería de doble propósito, el café y la apicultura.
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Pero si algo necesita San Carlos es que le quiten el estigma que le ha dejado su dura historia. Al igual que en otros lugares como Trujillo, en el Valle del Cauca, Chaparral, en el sur del Tolima, o el Urabá antioqueño, hombres y mujeres de este lugar no quieren ser referenciados como los de la zona roja para comenzar a superar la era marcada por la violencia que tuvieron que vivir. En la plaza principal de un día cualquiera de la semana, las conversaciones alrededor de un café en el parque, el comercio en efervescencia, los niños que juegan en el atrio de la iglesia, bajo la mirada escrutadora de Simón Bolívar, hacen el nuevo paisaje sancarlitano. Ni el olvido estatal ni la guerra lograron derrumbar la mística de un pueblo que ha decidido volver para quedarse, todo indica que para siempre.
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