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En la obra 'Victus' por primera vez comparten escenario exguerrilleros de las FARC, exparamilitares, sociedad civil y exmiembros de la fuerza pública.

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‘Victus’ o la palabra necesaria

Una conversación sobre cultura y reconciliación con Ferley Ruiz, excombatiente de las autodefensas y actor de la obra ‘Victus’, un proyecto de Casa E en el que por primera vez comparten escenario exguerrilleros de las FARC y el ELN, exparamilitares, sociedad civil y exmiembros de la fuerza pública.

José Luis Mondragón*
16 de septiembre de 2019

La fuerza de Victus viene desde la conformación, porque es un proceso que nunca se había dado: ¿cómo pueden estar todos los actores del conflicto en un mismo escenario para crear una obra?

Eso me dice Ferley Ruiz mientras entramos a un corrientazo en La Candelaria, al que nos llevan el hambre y la lluvia. Nos sentamos en un patio techado del fondo, cerca de unos oficinistas que conversan entre risas y gritos. El ruido de sus voces y el aguacero me obliga a prestar mucha atención a las palabras de Ferley.

Yo soy excombatiente de las autodefensas. Hice todo mi proceso de reintegración en la ARN. A nosotros nos asignan una psicóloga que está pendiente y ella fue la que me comentó de la convocatoria. Yo no sabía que era en Casa Ensamble hasta que llegué ahí y vi a Alejandra Borrero, que estaba haciendo las entrevistas. Fueron varias, pero la primera fue la más larga. Yo me sentí muy tranquilo, mi historia la he contado en otros espacios y para mí esa fue una narrativa más. Después dijeron que estuviera pendiente, hasta que me llamaron y me preguntaron si estaba de acuerdo en iniciar el proceso.

Ferley no solo es exparamilitar (para usar el término más crudo); también es estudiante de la maestría en Construcción de Paz de la Universidad de los Andes y actor de la obra Victusen la que por primera vez comparten escenario exguerrilleros de las FARC y el ELN, exparamilitares, sociedad civil y exmiembros de la fuerza pública. Esa es la razón por la que lo he buscado. Pero eso no lo sabe el oficinista más próximo, que desde que empezamos a hablar nos ha clavado una mirada mal disimulada. Ferley no parece darse cuenta y continúa.

El primer día nos colocaron a todos en una sala y no sabíamos de dónde veníamos ni quiénes éramos. Yo era muy callado, pero yo pensaba: “Este debe ser víctima, este debe ser guerrillero”. Uno los identifica en el parado, en la forma de peluquiarse; las mujeres tienen unos rasgos muy duros, son como bravas.

Entonces vino el primer ejercicio, que fue “El círculo de la palabra”. Colocábamos un velón en toda la mitad y nos hacíamos alrededor. La pregunta era: ¿con qué viene hoy? Unos decían “Vengo con miedo”, otros “Vengo con muchas expectativas”. Al inicio era difícil controlar el círculo porque el uno interrumpía al otro. Pero a medida que fuimos avanzando aprendimos a respetar: el que está hablando habla hasta que termine y ahí sí le da la palabra al otro. El círculo también se utilizaba cuando había peleas, porque dentro del grupo había discusiones por tontadas, como en una familia.

El mesero viene a darnos las opciones del día. Ferley se decide por una frijolada y le dirige una sonrisa satisfecha al oficinista, que se endereza bruscamente y mira hacia otro lado; yo opto por un ajiaco. Cuando el mesero se va, Ferley continúa y el oficinista vuelve su atención a nosotros.

Después hicimos un mapa de Colombia en el piso. Cada quien se paraba en su región y ahí decía quién era. El “Yo soy” permitía encontrarnos con similitudes: muchos venían del campo; eso permitía de que cuando alguien decía su “Yo soy”, uno iba y le decía: “Oiga, a mí me pasó lo mismo, yo también vengo de una familia así”. Ahí empezaba uno identificar cómo llegar a las personas y cuál es la transformación ahorita, cómo hacer una relación desde lo humano.

Ahí ya viene “El acontecimiento” de lo que le pasó a cada quien. Cada uno trae su relato de vida, que en mi caso fue la muerte de mi hermana. Y de pronto a otros compañeros también les pasó lo mismo: contar cómo mataron a su hermano, cómo mataron a su familia, cómo los sacaron del pueblo o el acontecimiento de un atentado. Eso lo pretendían hacer en dos sesiones, pero nos demoramos unas seis porque no salían como tenían planeado. Cuando entrábamos en crisis, los del equipo terapéutico utilizaban lo que habían escuchado del “Yo soy” para tranquilizarlo a uno. 

Me pregunto qué piensa el oficinista, que no ha dejado de mirarnos. Me pregunto también por qué me incomoda tanto su mirada: después de todo no estoy haciendo nada ilícito. Ferley ya pasó por un proceso de reintegración, así que estoy hablando con un ciudadano como cualquier otro. Sin embargo, los ojos del oficinista se me clavan como un par de alfileres, a los que Ferley parece ser inmune.

Luego, uno escribía su “Yo soy” y se lo pasaba a otra persona que tenía que relatarlo. Ese ejercicio me ayudó a ponerme en los zapatos del otro. A mí me tocó a Yulitza, la negrita, y el relato de ella es la victimización de las autodefensas. Yulitza y yo nos hicimos amigos desde que llegamos, yo creo que fue con la primera persona que intercambié palabras. Cuando nos dimos cuenta de dónde veníamos fue duro porque ella decía no poder relacionarse con el grupo armado que le hizo daño.

Pero cuando escuchó mi historia, eso ayudó a que ella pudiera relacionar de que sí, uno perteneció a eso pero no de forma voluntaria, hubo unos acontecimientos anteriores. Fue duro porque ahí comienza uno a reconocer cómo la guerra transformó a las personas para hacer todo ese daño. Pero eso ayudó un poquito como a reconocerme en el otro, como a aterrizar esas historias.

Y también escuchando que otra persona está diciendo la historia de uno es significante porque uno no tiende a escucharse uno mismo. En cambio, de esa forma ya uno entendía cuál era el significado del relato. Yo creo que dolía menos en ese instante, las personas como que soltaron. Y por eso en las obras cada quien cuenta su historia de una forma no digo que libreteada, sino que la transmite, no la sufre. Y eso es lo que ha permitido la conexión: que las historias trascienden a las personas, pero no lo sufre uno.

De pronto a otros les cuesta más, pero de alguna u otra forma todos hemos podido solucionar eso. Yo digo que la transformación ahí fue que uno primero contaba la historia con resentimiento y muchas veces no terminaba porque la rabia no lo dejaba. Entonces el proceso era de que usté la cuente sin sentir la rabia: “Sienta el sentimiento pero no la rabia, cuéntela pero no insulte y verá que lo transmite mejor”.

Llega la comida. A esas alturas la lluvia ha cesado pero el hambre no, así que Ferley y yo hacemos un breve pacto de silencio mientras nos embutimos los primeros bocados. A quien parece disgustarle la interrupción es al oficinista, que se ha ido quedando solo en la mesa. Cuando ha devorado la mitad de sus fríjoles, Ferley continúa.

Después vino cómo expresar nuestro acontecimiento con el teatro: “¿Cómo lo va a contar usté? ¿Cantando, bailando, como un monólogo?”. Y de ahí comienzan a construirse las partituras de la obra. Hay historias personales, como el relato mío o el de Antonio, el soldado que secuestraron. También hay historias de abortos y las mujeres que sufrieron esos hechos no eran capaces de contarlas, por eso usté ve que los contamos los hombres. 

Yo admiro de la directora es esa forma de escuchar a cada uno y decir en qué momento iba: “Usté fue víctima siendo niña, entonces hágase a este lado; usté siendo víctima ya mayor, hágase a este lado; usté siendo víctima de desplazamiento, hágase a este lado”. Entonces los de reclutamiento nos hicimos a un lado y usté ve que somos tres: Alejandra, la que canta, y Alexandra, la que dice que en un consejo de guerra le mataron al hermano y a ella le tocó cuidarlo.

El oficinista retrasa los últimos sorbos de la limonada, como esperando que profundicemos en los horrores de la guerra. Pero para su desilusión, le pregunto a Ferley por la presentación que hicieron en la XVI Cumbre Mundial de los Premios Nobel de Paz.

Para mí fue un hecho significativo, creo que apalancó todo lo que yo quería hacer. Yo dije: “Algo estamos haciendo bien”. También una vez que nos presentamos para oficiales del Ejército fue importante porque no creíamos que esta obra los tocara a ellos, que siempre son cerrados. Y no, vea que fue muy bonita, los tocó; los que hablaron daban el agradecimiento por estar ahí. Y otra vez que nos presentamos a más de mil estudiantes, ver a estos muchachos pendientes de la obra y de lo que íbamos a hacer, eso era muy gratificante.

Yo tenía una acción de cuando comenzaba un combate y buscaba meterme debajo de la cama. Entonces mucha gente se acercaba y me decía: “Vea que cuando mi papá llegaba borracho, yo me metía debajo de la cama. Y cuando usté lo decía, me hizo recordar eso y yo se lo agradezco porque yo también sentí ese miedo”. Era bonito porque eso como que tiene un significado, esa metida debajo de la cama como si fuera un búnker.

Por eso el mensaje más claro de la obra es que, a pesar de las dificultades que pasó cada uno, somos capaces de convivir bajo un mismo escenario con diferentes pensamientos. Yo era un ultraderechista a morir, lo que tuviera que ver con ideología izquierdista para mí era un insulto. Cuando llegué a Victus venía con ese mismo pensamiento y me costaba relacionarme con personas que vinieran de grupos de guerrilla. Pero a mí el poder ver sus historias me hizo cambiar ese chip. 

El oficinista ya no puede darle más largas a su limonada y se la acaba de un trago. Luego se levanta y se va, como quien sale decepcionado de un espectáculo. Mientras lo veo alejarse recuerdo la primera vez que salí de Victus. Recuerdo sentir cierto escepticismo, pues no estaba tan seguro de haber presenciado un acto de reconciliación. Como si respondiera a mis pensamientos, Ferley continúa.

Para mí ha sido transformador conectarme con otras personas relatando mi historia de forma constructiva. Antes yo decía: “Me voy a vengar”; ahorita digo: “Me pasó eso, pero tengo que seguir adelante”, me salen otros sentimientos. Creo que cuando contaba la historia desde la rabia me saltaba pasos. Por ejemplo, nunca contaba cómo veía a mi hermana cuando la mataron. Y cuando ya pude soltar ese resentimiento, lo pude contar: yo la vi tirada y me fui encima de ella, me quité la camisa y le limpiaba la carita porque estaba sangrando. Le decía: “Hermanita, ¿qué le pasó? ¡Levántese, levántese!”.

Cuando yo contaba mi historia no contaba esas cosas, que para poder conectar con la otra persona son importantes. Y digamos poder también vivir eso, porque yo nunca lo había sentido, lo tenía ahí pero no lo decía porque de pronto la rabia o la decepción no me permitían. Y después de contar los relatos, lo que encuentro es que fue grave, sí, pero pude estar los últimos minutos con ella. Y también pude recordar otras cosas que disfrutábamos con ella: cuando nos bañábamos, cuando nos íbamos a ordeñar las vacas, cuando nos poníamos a comer mango o guayaba. Cada vez que uno contaba, se acordaba de cosas que ayudaban a transformarlo: yo esas imágenes no las tenía y las pude recordar porque hice esa catarsis, si no me hubiera quedado solo con el hecho de que la mataron.

También es importante el acompañamiento de los otros porque uno muchas veces dice: “Mi historia es la más dura”, pero mentiras que la historia más dura es de ella, y ella va a mirar y la historia más dura es de otra. Cuando miraba a esa persona contar su historia de forma tranquila, uno decía: “Si ella puede, yo también”. De pronto si yo no hubiera pasado por ese proceso, no sería capaz de transmitírselo y ya me había ido. Aunque todavía uno lo siente porque está ahí, uno dice: “Ya dimos ese paso, sigamos adelante”.

Me dan ganas de ir a buscar al oficinista y pedirle que escuche las últimas palabras de Ferley. No tanto por lo conmovedoras, sino por esa posibilidad que muestran de recuperar los lugares más valiosos de la memoria y comprender los más difíciles.

Fue como primero buscar esa reconciliación interna mía, yo tenía que reconciliarme conmigo mismo para poder entender a los otros. Yo pude hacer ese trabajo de quitarme eso de encima y poder sentarme con alguien de izquierda y escucharlo. Si no estaba de acuerdo con algo, se lo decía de una vez, pero de una forma constructiva, no destructiva.

El trabajo de Victus, aunque no ha sido fácil, nos deja un aprendizaje de que todos los días tenemos que reconciliarnos. Creo que el problema de dejar pasar las cosas es lo que nos ha ahondado en el conflicto. Nosotros todos los días llegábamos con problemas de todo tipo, pero hacíamos el “Círculo de la palabra” y despejábamos esas dudas, buscábamos una solución concertada. Nosotros se lo decimos a la gente en los conversatorios de que si nosotros tenemos una forma flexible de buscar esa reconciliación, pues los conflictos no se desbordan.

Yo llegué a Bogotá a los diecisiete años y aquí la única familia es mi esposa y mi hijo. Y llegar a Victus es lo más grandioso que a mí me ha pasado porque nosotros tenemos comunicación, tenemos un grupo, nos llamamos, hay un respaldo. La mayoría de los participantes que están en Victus tienen esa problemática: que son solos aquí en la ciudá, no tienen familia. Y poder uno al menos contar con la familia Victus, eso es como rescatar cosas que uno creía que ya no volvería a tener.

Vea aquí un adelanto de Victus:

*Magíster en Construcción de Paz. Escríbale a José Luis por aquí: jolmondragonga@gmail.com