TURISMO
Dejaron Colombia, Uruguay, México y Brasil para vivir en Longyearbyen (Noruega), el pueblo más al norte del mundo
Son 20 latinoamericanos, entre cerca de 2 mil habitantes, a 1.316 kilómetros del Polo Norte y a 2.037 de Oslo. Añoran mucho del pasado, pero disfrutan un mundo impensado.
La llovizna era débil, pero constante, larga durante horas y venía acompañada por un viento gélido que, a inicios de septiembre, alcanza los 17,64 kilómetros por hora. Tatiana Ibarra, en ese instante, pensó que todos sus esfuerzos para organizar una clase de rumba latina en las puertas del Ártico habían sido en vano, pero ante su asombro, la gente salió de sus casas a torear la helada con abrigos y sombrillas. Al mal tiempo todos le hicieron buena cara y ella, especialista en lúdica y recreación, se encargó del resto: bailaron Despacito, Macarena, Aserejé, El meneíto, salsa, merengue y reguetón. Estuvieron “matados” de la felicidad. Quizá la coordinación no fue perfecta. A veces, incluso, “se ahogaban” un poco.
“Pero le pusieron mucha voluntad”, indica Tatiana, quien, nueve meses después de llegar a este pueblo de 2.144 habitantes, es guía turística y profesora de español. Ahora, en la calle, le preguntan cuándo será la próxima sesión y hasta le hicieron una entrevista en el periódico local. Su clase de baile es una de las tantas actividades sociales y culturales que se programan en el último tramo del año y durante los meses de invierno con el fin de entretener a este par de miles de hombres y mujeres para que no se depriman, pues alrededor del 13 noviembre inicia una noche que se extiende por cuatro meses. “Será mi primera noche polar, mi novatada”, comenta Gabriela Zendejas, mexicana, quien vive en este asentamiento de las islas Svalbard desde marzo y labora en una empresa de turismo. Lo dice durante una noche de octubre, cuando cada día representa 20 minutos menos de luz solar.
Damas Polares, al rescate
Durante las horas oscuras, las Damas Polares hacen todo lo posible para reunirse más a menudo y darse entre ellas una luz de felicidad. En el grupo de WhatsApp que recibe dicho nombre se dan cita, además de las latinas, una francesa, una rusa y una suiza. Ana Souza, brasileña que lleva dos años en el lugar y asiste a unos profesores del Centro Universitario de Svalbard acompañando la ejecución de los exámenes de maestría y doctorado, resalta la importancia del grupo como un espacio de apoyo emocional. “A veces, el lugar es propicio para que te baje el ánimo y añores tu país”.
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Algunas veces una amiga llama, dice que no está bien, que quiere irse… intentamos reunirnos, escucharla, mientras nos tomamos un vino, un café o un té. Al otro día, esa persona se encuentra un poco mejor”, indica Ana con su voz tranquila, segura y pausada, que encaja a la perfección con su profesión de psicóloga. Entre semana, después de la cena de las cinco y media de la tarde, las mujeres intentan encontrarse en un café, un bar o en el gimnasio, donde usan una piscina climatizada. Luego, se da la reunión más importante en el fin de semana: se citan a las siete u ocho de la noche y conversan, cocinan, escuchan música y bailan hasta las dos o tres de la madrugada. “Nuestros esposos no vienen, ¡se aburren con estas latinas tan ruidosas!”, indica Claudia Antonsen (hermana de Tatiana), quien trabaja en el supermercado y ya ajusta cuatro años en la ciudad.
Aburrida de comer salmón
Una nota de melancolía se siente en la voz de Claudia, Ana y Gabriela cuando hablan de la cocina de sus países.
La música, al fin y al cabo, la encuentran en YouTube, y por más que el frío de 30 grados bajo cero en el invierno les haga sacudir hasta el espíritu, nunca dejarán de bailar; sin embargo, en Svalbard resulta insólito ver las frutas y las verduras que le dan sazón a los platos latinoamericanos.
“¡Híjole!, es lo que más extraño, después de mi familia. Aquí me como los tacos más tristes”, sentencia Gabriela.
“Extraño mucho la comida del norte de Brasil, los pescados del río Amazonas… ¡Nunca pensé que comer salmón me aburriera!”, afirma Ana, entre risas.
“Cuando me visita mi mamá, viene con dos maletas llenas de café, panela, chocolatinas, arequipe, hojas de guasca para hacer ajiaco y chocolate”, agrega Claudia.
“Se come mucho pescado, ballena y guisado de reno. En las primeras semanas estuve en un curso con un cocinero noruego y me sorprendió ver cómo, tras hacer combinaciones patas arriba, todo le salía muy bueno”, remarca, por otro lado, Carlos Daniel Gerez, chef uruguayo, quien ya lleva 11 años en Svalbard, trabajando de día en el supermercado y en la madrugada produciendo 300 panes para la única panadería de la ciudad. Pero todo, al final, es cuestión de costumbre.
A pesar de algunos momentos de nostalgia, todos coinciden en que son muy felices en Longyearbyen, un lugar en el que disfrutan, al máximo, las maravillas de la naturaleza.
Monumentos del Ártico
John Muñoz, colombiano, quien residió un mes en Longyearbyen mientras estudiaba cómo el movimiento de las fallas geológicas afecta el curso de los ríos y del mar, tuvo la fortuna de observar, por primera vez en su vida, una aurora boreal, la “compensación” que se recibe durante la larga noche de invierno.
“Era domingo. Me faltaban dos días de estadía. Ya conocía a Claudia, y ella me preguntó si quería ir con ellos a ver el espectáculo. Dije que por supuesto. Era medianoche, estaba helando… llegamos al lugar y comencé a ver cómo danzaban las luces. Fue como tocar a Dios. Se me aguaron los ojos, se me cortó la voz”, relata John con mucha pasión y emoción.
El geólogo estuvo diez días en Pyramiden, una ciudad fantasma ubicada a 52 kilómetros de Longyearbyen y que le perteneció a la Unión Soviética; ahora, cinco rusos, muy amables, que adoran a Lenin –para nada a Stalin–, viven allí. En aquel viaje contempló la fauna del lugar: focas, peces, perdices, un tipo de reno que solo habita en la región y zorros polares. Sin embargo, no se encontró con los reyes de las islas: los osos polares. A veces, desde Longyearbyen es posible verlos con binoculares.
“Hace poco vi a una mamá osa con dos bebés”, dice Claudia. Eso sí, todos coinciden en que lo mejor es observarlos de lejos, sin invadir su hábitat, pues de lo contrario vendrán los problemas: por ley, quien salga del pueblo tiene que portar un rifle, en caso de que se presente un ataque mortal; luego, las autoridades investigarán el episodio y quien mate al oso se expone a una severa multa económica si se comprueba que hubo imprudencia o no era urgente disparar; la prioridad siempre será proteger la vida de una especie en vías de extinción.
Tranquilidad
En la ciudad más septentrional del mundo, donde nadie teme robos ni asesinatos y los carros se dejan en la calle sin seguro, con las llaves adentro, los habitantes son algo fríos y distantes, aunque eso no quiere decir que sean malas personas ni poco solidarios. “Ante el terremoto de México del 19 de septiembre, la gente se involucró con las donaciones y me escribía constantemente”, indica Gabriela.
En el lugar, además, conviven 40 nacionalidades. La mayoría habla noruego e inglés y hasta algunos se han interesado por el español. “A los que quieren viajar a España, les enseño lo básico: cómo obtener indicaciones y cómo pedir cerveza”, señala Tatiana, riéndose.
“Acá se viaja por el mundo sin salir de casa. Se vive un ambiente de diversidad y tolerancia”, apunta, por su parte, Carlos. El pueblo siempre invita a disfrutar de los pequeños detalles, algo que no sucede en las grandes ciudades.
“Me gusta la seguridad, que no sea necesario tener un carro ni ir por la vida con mucha prisa… eso es lo más precioso”, dice Ana.
“Acá me fijo en la forma de los copos de nieve, en las nubes, los colores, cuando va bajando la neblina y se asienta en la ciudad”, complementa Ana.
Se trata de un pueblo que nunca dejará de presentar sorpresas. “Siempre será una aventura salir a trabajar a 30 grados bajo cero, con un viento que te congela las lágrimas”, concluye Claudia.
Por lo pronto, la vida transcurre muy tranquila en Longyearbyen. Es de noche, pero el sol no demorará en asomarse otra vez; desde abril, brillará por cuatro meses seguidos.
Por: Juan F. Molina Moncada, periodista colombiano. Ha colaborado con publicaciones como SEMANA y Avianca en temas internacionales y de cultura.
*Artículo publicado originalmente en la edición 54 de la revista Avianca.