TURISMO
El llamativo turismo en India a través de los colores
¿Cuál es el tono del tiempo, el deseo o la muerte? Una forma de contar un lugar que parece, a todas luces, inabarcable, es a través de la exuberante gama de colores que inundan su paisaje y su cultura. El escritor Santiago Gamboa, quien fue uno de los 21 millones de habitantes de Nueva Delhi, armó este ‘caleidoscopio’ de India.
Rojo
¿Qué hay en la mirada de ese hombre que cruza frente al templo Humayún, en Delhi, empujando un carrito? Por dentro tiene botellas de agua aún frías, maní y pistachos picantes; espera, espera. Se mueve despacio entre los senderos rojos de arenisca, los jardines, estanques y canales del templo. Es el trabajo de miles, tal vez millones de personas en India: esperar. Detrás de un carrito de refrescos; detrás de una puerta en un banco, dentro de un automóvil, en el sillón de un rickshaw: esperar. Y a veces, claro, dormir.
India es el país de los durmientes y de los que esperan. Duermen incluso bajo la lluvia, a la intemperie. Los poetas y los sacerdotes dicen que pueden dormir porque son inocentes y están protegidos por sus dioses; los científicos opinan que les falta proteína animal. “Es que en la India el tiempo no avanza en línea recta, como en los países cristianos, sino en extraños círculos”, dicen otros. El tiempo es un sueño de Brahma. Por eso dormir es esperar que la propia vida nos vuelva a encontrar.
La tierra rojiza, frente a la tumba Humayún, reverbera con el sol y se refleja en los muros del templo, que también son rojos, como todos los templos mogoles, aun si la lluvia y la intemperie lo ha transformado en ocre, ese tono que se encuentra tanto en Delhi y que, sobre todas las cosas, hace pensar en un viejo imperio agonizante, en grandezas perdidas. Por esos senderos caminé muchas tardes, imaginando las palabras que pudieran revelar esos extraños silencios. ¿Y qué encontré? Pájaros. Sobre todo pájaros. Porque la rojiza tumba es en realidad el gran hospital y el hogar de los pájaros.
Como si todas las aves del mundo vivieran en sus alminares, en los hoyos de sus muros, en sus bóvedas. Son los dueños del aire y de los antiguos monumentos de Delhi, pero esto no lo digo yo, no podría. Lo dicen los poetas, que saben de estas cosas. Ellos, al igual que los pájaros, desdeñan la historia y no sienten nostalgia. La conocen a su modo. No es un desaire. También los poetas. Más tarde, a la hora de comer, vuelve el rojo en las diversas salsas de ají, que transforman en llamarada el sabor del tandoori o el queso en salsa picante del paneer; los muchos tipos de frijol, el dahl o la harina de trigo del chapati. Por cierto que Hanuman, el mono gramático, el mico inventor de las palabras y la ortografía, también es rojo.
Tendencias
Naranja
Los swamis o sacerdotes se cubren con túnicas naranja. El templo de Sai Baba, cerca de los Jardines Lodi, al sur de Delhi, está siempre cubierto de flores anaranjadas. Las llaman merigold flowers. También crisantemos amarillos. Hay puestos que venden pétalos, guirlandas con capullos enredados para colgar de lado a lado de los corredores, incluso de las calles. Cuando sentía ganas de estar cerca de un santo o de un dios iba ahí, por un rato.
A pesar de que Sai Baba murió, es la devoción de la gente la que santifica a sus sucesores. Luego fui en tren a visitar el Templo de Oro de Amritsar, un enorme edificio de cúpulas que refulgen al sol. Es el lugar sagrado de los sijs, en el Punjab, que a su vez es el granero de la India. De allá salen los trenes cargados con los vegetales y granos que alimentan cada día a la nación. En junio de 1984, el líder sij Jarnail Singh Bhindranwale se refugió con sus seguidores en ese templo y proclamó la independencia del Punjab. Los ferroviarios lo apoyaron, deteniendo los trenes. La comida escaseó y la gente empezó a morir de hambre en el país. Indira Gandhi dio orden al ejército de entrar en acción. Hubo un combate con muchos heridos y 500 muertos. El templo sagrado quedó destruido. Por ese hecho, Indira fue asesinada en octubre de 1984.
Le disparó uno de sus guardaespaldas, que era sij. Hay mucho dolor en ese color azafranado que brilla, en esas paredes y alminares suntuosos que ya fueron reconstruidos, pero no su memoria. El oro y el azafrán es también el color del tigre de Bengala, Shere Khan, el enemigo de Mowgli en El libro de la selva, esa fábula india sobre la amistad, de Rudyard Kipling. O la tela con la que se cubre a los muertos, en Benarés, la ciudad del sagrado río Ganges. Y las llamas que consumen los cuerpos y purifican las vidas antes de seguir por el largo y agotador camino que lleva al cielo hinduista, repleto de dioses, o al discreto paranirvana de los budistas.
Verde
El festivo y ruidoso barrio de Jangpura Extention, donde viví cerca de dos años, está sumergido en una selva de árboles muy altos, abedules y robles. Acacias. También de ashok, el árbol nacional, que parece un pájaro con las alas recogidas. Desde Delhi no se ven los Himalayas, pero a la sombra, en sus estribaciones, está otro de los verdes más bellos de la India: el té de Darjeeling. Las mesetas del té, onduladas como dunas, se llenan de olor con el viento que lo expande. El té llegó a India, dicen, en las alforjas de un monje budista viajero, Bodhidharma, que en el 500 d.C. visitó China y lo trajo de vuelta.
El verde sobre el verde.También en Delhi, en Jangpura. Es asombroso mirar desde el balcón esa idea salvaje de una ciudad que naufraga en la espesura. A veces todas las hojas de un árbol salen volando al tiempo y dejan su tronco desnudo. Es una bandada de loros. Vuelan en círculos, otean el aire, se esconden de los córvidos acechantes. ¡En la jungla cotidiana! La contaminación y los pesados nubarrones de smog no logran borrar el verde, aunque las hojas estén empolvadas. El viento feroz trae ese polvo de los desiertos del Rajastán, y al caer se deposita en los árboles. Sólo la lluvia, muy escasa a partir de marzo, hace que las hojas vuelvan a brillar. Más allá, hacia el parque, está la algarabía de los transeúntes.
Desde mi balcón veo la parada de los rickshaws, vehículos de tres ruedas con la agilidad de un insecto en las calles y callejones. De carpa amarilla y armazón verde, pasan volando con su trino, el ansioso pito que el conductor no suelta. Subir a un rickshaw, negociar el valor de una carrera. Muchos de los conductores son sijs, con turbante y piel no sólo quemada sino curtida por el sol. Siempre pedirán un poco más de lo normal, y uno debe negociar hasta el final; luego subir al sillón trasero y ver el reflejo del alma o del espíritu del conductor. Banderines colgantes, florilegios azafranados, estampas de Sai Baba o calcomanías del Templo de Oro de Amritsar. Alguno vi con un pequeño ventilador, para tiempos de calor, y telones laterales impermeables que arma en dos segundos en caso de aguacero. Zigzaguean, aceleran y frenan con estrépito. El rickshaw es un transporte barato, y la más alta expresión de la motricidad fina indostánica.
Rosado
Jamás había visto a un elefante transitar por una avenida. Mucho menos que alguien lo usara como medio de transporte, o incluso de carga. Lo vi en Jaipur, en mi primer viaje. Esa ciudad inverosímil en medio del desierto de Rajastán, uno de los más áridos. Cuatro personas cómodamente sentadas en su lomo, con expresión ausente. Entonces seguí el andar rítmico del animal, en medio del tráfico, hasta llegar al arco de entrada y las murallas de la parte antigua. Como ingresar a otra época, a un siglo perdido que puede ser muy lejano, pues todo viaje por India es también un viaje por el tiempo y a través de los siglos.
¿Qué vimos? Jaipur es una ciudad rosada, de un tono terracota muy suave que contrasta con el amarillo desértico. Es la gran metrópoli de las piedras secas y la arena, y tal vez por eso cambió su color. El rosado se logró pintando las fachadas con óxido de calcio y, para ellos, simboliza la hospitalidad. Fue invento de un Maharajá, en 1876, para impresionar al príncipe Alberto durante una visita. Luego se volvió ley. Todas las casas deben estar pintadas de rosado, aún si, luego lo supe, es un color que incita a los elefantes a frotarse contra los muros. También la increíble artesanía de Jaipur juega con el rosado: las muñecas de madera o las cometas, las máscaras, los asombrosos bazares de telas estampadas.
Blanco
Durante la noche, larguísimos trenes de divisa blanca atraviesan la India de un lado al otro, en todos los sentidos. Cada convoy es interminable, de más de treinta vagones, y tienen prioridad en las vías sobre los de pasajeros o transporte de carga. Son los trenes de la leche. Los silenciosos y rápidos trenes nocturnos de la leche.
Esta una de las regulaciones más sorprendentes del país, creada para que cada niño, en la mañana, tenga su vaso fresco. Allá donde esté. Un sistema que nació en la provincia de Gujarat, al norte, donde hay pastizales muy aptos para las vacas. Sus excedentes de leche, al principio, fueron repartidos en las provincias vecinas, hasta que la distribución se volvió nacional. Gracias a los ferrocarriles. Y así, en las tibias noches indias, lo que corre por las venas y arterias de la nación es el líquido blanco, recién extraído de la ubre de la gran diosa.Pero el blanco supremo es también el mármol. En la pequeña ciudad de Agra, a tres horas de Delhi, está el Taj Mahal.
Esa gran tumba que proviene de una trágica historia de amor, y que es hoy el monumento más conocido del país. Siempre que fui mantuve alejados a los guías. Ellos, con su buena fe, quieren explicarlo todo, pero ocupan el indispensable silencio con el que uno debe llegar. Acercarse es una especie de rito a través de jardines previos, hasta que, tras la última puerta, lo vemos delante. Una nube de mármol flotando en el aire. Esa visión, casi mística, borra todas las anteriores. Y es realmente la primera vez que lo vemos.
Azul
Es el color de la piel de Krishna, el azul celeste. También el de la diosa Kali; por eso las paredes de algunos templos hinduistas son azules. Hay elefantes dorados sobrepuestos en relieve, o flores o soles que sobre ese color parecen brillar más. Encima del tono celeste todo se ve más intenso y más real, porque así vemos durante el día: con el difuminado azul detrás de las cosas. “Por ti pintan de azul los hospitales”, escribió Neruda, que estuvo en India y tal vez guardó la imagen en su mente. El lento azul en los muros de los templos reproduce la luz y el horizonte. O tal vez la nostalgia de un cielo que casi nunca se ve en las ciudades. Más bien gris o color hueso. Un poco más al norte, en Khajuraho, el azul celeste sí ilumina los más asombrosos templos eróticos.
¿De qué tonalidad es el deseo hinduista? ¿O el amor? No llegué a comprenderlo. Tal vez sea color arena y azul. En Khajuraho hay templos a Brahma, a Vishnú y a Shiva. A la bella Parvati y a Shiva, que se aman y gozan con furia. Por sus fachadas, en relieve, discurre el sexo tántrico. Las figuras talladas en piedra se ofrecen unas a otras, bailan los cuerpos y órganos ansiosos. Las miramos y comprendemos. El placer en estos templos sugiere otra forma de paraíso, más cerca de lo humano; el que existe entre nosotros, bajo el indiferente azul del cielo.
Luego el color se oscurece. Azul oscuro, casi negro. Es el índigo que creció en estas tierras, el tinte más antiguo que se conoce. ¿Y el lapislázuli? En una callejuela perdida del gran mercado de Old Delhi, el Chandni Chowk, negocié durante más de dos horas un gran anillo azul para mi esposa; el vendedor y yo bebimos té, manoteamos, fingí irme al menos tres veces de su tienda, y al final, sudando por la tensión y el calor, lo compré por un precio razonable. Nos dimos un fuerte abrazo de despedida, y me dijo: “Lapislázuli, el color del amor indostánico”.
En marzo, India celebra el color
La primavera se instala en India con el festival Holi, una conmemoración hinduista que baña a todos sus participantes en polvo de vivos colores: un reflejo de la vibrante y visualmente impactante cultura del país. Aunque se celebra a lo largo y ancho del territorio con algunas variaciones, Nueva Delhi tiene uno de los festejos más grandes e internacionales, que incluye al festival musical Holi MOO! Quienes buscan una experiencia más tradicional pueden desplazarse a ciudades como Vrindavan, a tres horas de la capital.
Artículo publicado originalmente en la edición 58 de la revista Avianca