TURISMO
Interceptado por guardacostas, a punto de ser engullido por un remolino, el hombre que recorrió las islas británicas a nado
Un día de 1996 Roger Deakin decidió recorrer las islas británicas a nado. Su diario se convirtió en un clásico de culto e inauguró la natación en aguas abiertas en el país. Fue interceptado por guardacostas, confundido con un suicida y estuvo a punto de ser engullido por un remolino. Este es el comienzo de aquel viaje.
El foso
La lluvia tibia caía por el canalón en uno de esos típicos chaparrones de mediados de verano mientras cruzaba a toda prisa el jardín trasero de mi casa de Suffolk para cobijarme en el foso. Empecé a nadar lentamente, recorriendo a braza los casi treinta metros de agua verde y clara, con los ojos al nivel de la superficie.
Era magnífico ver la lluvia cayendo sobre el foso desde el punto de vista de una rana. La lluvia calma el agua, la refresca, hundiendo el polen, los abejorros muertos y demás partículas flotantes. Cada gota creaba una fuente efímera al caer, una fuente que se convertía en una burbuja y estallaba. Pero lo mejor era cuando la lluvia arreciaba, ahogando el canto de los pájaros, y se levantaba una especie de neblina desde el agua, como si el propio foso se elevara para unirse al cielo encapotado. Luego amainaba, y el reflejo del cielo quedaba repleto de bailarines minúsculos: espíritus del agua, como alfileres brillantes, de puntillas sobre la superficie. Llovían espíritus del agua.Fue en el punto álgido de aquel aguacero de verano de 1996 cuando empezó a tomar forma la idea de recorrer Gran Bretaña en un largo viaje a nado.
Quería seguir el sinuoso itinerario que realizaba la lluvia por nuestra tierra hasta reunirse con el mar, para evadirme de la frustración de haber pasado toda mi vida haciendo largos, volviendo infinitamente sobre mis brazadas como un tigre en su jaula. Empecé a soñar con pozas secretas, con hacer un viaje de descubrimiento por lo que William Morris, en el título de una de sus novelas, llamaba “Las aguas de las islas encantadas”.
Me había inspirado en El nadador, el clásico relato de John Cheever, donde el protagonista, Ned Merrill, decide recorrer los trece kilómetros que separan una fiesta en Long Island de su casa nadando por las piscinas de sus vecinos. Se me había quedado grabada una frase del relato que estimulaba mi imaginación: “Parecía ver, con ojos de cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que atravesaba el condado”.Yo vivía solo, y triste, pues acababa de salir de una larga relación, y, como era escritor y director autónomo, tenía cierta libertad para emprender un viaje si me apetecía. Mi hijo, Rufus, también estaba de aventura por Australia, trabajando de camarero y surfeando en Byron Bay, y lo añoraba. Al menos, en el agua podría unirme espiritualmente a él.
Al igual que el ciclo infinito de la lluvia, empezaría y acabaría el viaje en mi foso, partiendo en primavera y nadando durante todas las estaciones del año, y escribiría un diario con mis impresiones y peripecias.[...]Cuando nadas, sientes tu cuerpo como lo que principalmente es, agua, y esta se empieza a mover con el agua que te rodea. No es de extrañar que las ballenas varadas nos den tanta lástima: también nosotros quedamos varados al nacer. Nadar equivale a experimentar lo que sentíamos antes de nuestro nacimiento.
Al entrar en el agua, nos sumergimos en un mundo profundamente privado, como si estuviésemos en el útero. Esas aguas amnióticas son seguras y a la vez aterradoras, porque todo puede torcerse en el parto, y te encuentras a merced de fuerzas ignotas sobre las que no ejerces ningún control. Esto podría explicar la ansiedad que cualquier nadador ha sentido alguna vez en alta mar. Lanzarse de cabeza al vacío desde un trampolín es una imagen que aúna todas las contradicciones del nacimiento.
El nadador experimenta el terror y la felicidad de nacer. Así pues, nadar es un rito de iniciación, el cruce de una frontera: la orilla del mar, el margen del río, el borde de la piscina, la propia superficie del agua. Cuando te zambulles se produce una especie de metamorfosis. Al atravesar el espejo acuático, dejas atrás la tierra y entras en un mundo nuevo, donde la supervivencia, y no la ambición o el deseo, es el objetivo principal.
Los socorristas de la piscina o de la playa nos recuerdan la fina línea que existe entre chapotear alegremente y ahogarse. Al nadar, lo vemos y lo percibimos todo de un modo que no se parece en nada a ningún otro. Estás en la naturaleza, formas parte integral de ella, de una forma mucho más plena e intensa que en tierra firme, y la percepción del presente resulta abrumadora. En las aguas salvajes te encuentras en igualdad de condiciones respecto al mundo animal que te rodea: al mismo nivel, en todos los sentidos.
Mientras nado, puedo toparme con una rana en el agua, y mostrará más curiosidad que miedo. Los caballitos del diablo y las libélulas que pululan por la superficie de mi foso pasan olímpicamente de mí: se limitan a elevarse un momento para no estorbar y vuelven a posarse en mi estela.
El agua natural siempre ha tenido un poder sanador mágico; y, quién sabe cómo, transmite su capacidad autorregeneradora al nadador. Puedo zambullirme con la cara larga y un aparente cuadro de depresión terminal y salir silbando como un idiota. La liberación pura de la desnudez y la ingravidez en el agua nos hace sentir una libertad absoluta, y nos lleva a establecer un profundo vínculo con el sitio en el que nos estamos bañando.Casi todos vivimos en un mundo donde hay cada vez más cosas y lugares señalados, etiquetados e “interpretados” oficialmente.
Eso convierte la realidad de las cosas en una realidad virtual, como quien dice; y por eso caminar, montar en bici y nadar siempre serán actividades subversivas: nos permiten volver a sentir la esencia antigua y salvaje de estas islas, porque nos sacan de las rutas establecidas y nos liberan de la versión oficial de las cosas.
Un viaje a nado me daría acceso a esa parte de nuestro mundo que, como la oscuridad, la neblina, los bosques o las montañas más altas, aún conserva casi todo su misterio. Me daría un punto de vista diferente desde el que observar al resto de la humanidad, encerrada en la tierra.[...]Llevo años nadando en el foso, casi siempre a braza, mi estilo preferido. No soy un as, solo un nadador competente con bastante resistencia. Una de mis intenciones al emprender el viaje no era realizar hazañas espectaculares, sino intentar aprender algo del misterio al que se refiere D. H. Lawrence en su poema “El tercer elemento”: El agua es H2O, dos partes de hidrógeno, una de oxígeno, pero también hay un tercer elemento, que la convierte en agua, y nadie sabe cuál es.
Cheever escribe que, a Ned Merrill, estar en el agua «no le parecía tanto un placer cuanto un regreso a un estado natural». Mi intención era volver a un estado salvaje similar. Durante buena parte de un año, el agua sería mi hábitat natural. A veces las nutrias atraviesan el campo en busca de nuevos territorios de agua dulce, y llegan a desplazarse hasta veinte kilómetros en una noche. Me imagino que, quien más, quien menos, todos envidiamos a la nutria, al delfín y a la ballena, nuestros parientes mamíferos que están mucho más adaptados al agua, y que también parecen disfrutar de la vida mucho más que nosotros.
Si lograba aprender la mitad de la mitad de lo que ellos sabían, el viaje me habría compensado con creces. Mientras preparaba la maleta, la noche antes de emprender el viaje, creí sentir el mismo temor y la misma euforia que imagino sentirá la nutria cuando se lanza a lo desconocido. Pero, como le ocurre a Ned Merrill en El nadador, el impulso de ponerme en marcha estaba demasiado arraigado: “Hacía un día precioso y le pareció que un buen baño podría aumentar y celebrar su belleza”.
Por:
Roger Deakin, escritor y documentalista inglés (1943-2006). En 1999 publicó Diarios del agua, en el que relata su viaje por ríos y mares
Artículo publicado originalmente en la edición 77 de la revista Avianca