TURISMO
La cuna del agua: en un lugar, cuatro ríos enormes que van a dos océanos
Aguas, cábalas, especies emblemáticas y la mirada de indígenas yanaconas. Una reserva natural, un útero en la geografía.
Es mediodía en Valencia, una población rural del municipio de San Sebastián, en el sur del departamento del Cauca, en Colombia. Huele a trucha y a papa cocinada. Al horno de leña que se enfrenta al frío de un valle a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Los habitantes de este resguardo indígena, en su mayoría miembros de la etnia Yanacona, miran sonrientes al visitante. Saben lo que hará a la mañana siguiente…—¿Vinieron a hacer llover?La pregunta se repite, con sorna, en la tienda, el restaurante y la posada. La tradición les ha enseñado que la laguna Magdalena recibe con aguaceros a quienes la visitan sin pedirle permiso. La montaña se cierra, como ahuyentando a los malintencionados.
Quizá es tan consciente de su importancia como lo son los yanaconas. Después de todo, es el punto de partida del río más importante del norte de la cordillera de Los Andes —el Magdalena—. Otros tres grandes ríos —el Caquetá, el Cauca y el Patía— también brotan ahí. Y después de cientos, y hasta miles de kilómetros en direcciones disímiles, cruzan incluso por dos países y llegan a dos océanos distintos.“Es donde nace la vida”, dice Faber Jiménez Anacona, taita y uno de los líderes de la comunidad. “Nosotros conocemos su ubicación como el útero de la tierra, el cordón umbilical del macizo colombiano. Es nuestra madre, quien ha alimentado a las anteriores y futuras generaciones”. Son palabras que el taita no cesa de repetir en Papallaqta estéreo, la emisora comunitaria que dirige.
Entre noticias locales, chirimías y lecciones para recuperar el habla del quechua ‘aymara’, Jiménez y los estudiantes de la Institución Educativa Agropecuaria de Valencia insisten en la necesidad de proteger la cuna del Magdalena, y el ecosistema que la rodea. “Así nos convertimos en mensajeros; enseñamos y nos aseguramos de que se respete el legado de nuestros ancestros, que es cuidar esta tierra”. La protegen con el esmero de quien defiende su casa.
El aguaYakuAl alba, la caminata parece más un baile entre piedras dispares y tramos embarrados. Los helechos rozan las piernas mientras que arriba las ramas de los encenillos se enredan con las de los mortiños y los sietecueros, formando un túnel verde y espeso, con poco espacio para la luz. A medio kilómetro de recorrido, Gustavo Papamija, guardaparques del Parque Nacional Natural Puracé, se detiene a abrazar un árbol de mundur copez —cucharo—, “para decirle a la montaña que venimos con buenas intenciones”.
Una hora después, por detrás del cerro, sale un sol que parece venirse encima. El cielo se pasea entre el púrpura, el rosa y el azul y ante los ojos se abre el tapete verde y fangoso de los páramos. Musgos y frailejones anuncian la llegada a los 3.500 metros de altitud y, aunque cada paso es más difícil, dan ganas de seguir. Se dice que el camino es milenario, una ruta construida por indígenas antes de la llegada de los españoles y que, según el guardaparques, va desde Perú hasta Venezuela.A 200 metros, entre las nubes, aparece como de la nada el espejo de agua que da vida al río Magdalena.
Desde ese mirador, y ante la magnitud de las montañas del macizo colombiano, las siete hectáreas de la laguna parecen frágiles. Sus 12 metros de profundidad, imperceptibles. “Antes había un camino que pasaba justo por la orilla, pero eso cambió en 2010 cuando entró en estado crítico”, comenta Gustavo. Lo determinaron estudios de Parques Nacionales Naturales y las corporaciones autónomas regionales de Cauca y Huila: las aguas estaban retrocediendo por el pisoteo de quienes entraban a verla.Lo explica, también, Gustavo Pisso, biólogo encargado de los proyectos de monitoreo e investigación en el parque: “La laguna comprende dos partes, una es el espejo de agua como tal, pero como es un humedal también tiene una zona cenagosa —compuesta en su mayoría por frailejones— que es la que se ha visto afectada por el ingreso de personas a pie y a caballo”.
De ahí la decisión de cuidar, con recelo, que nadie pase en un radio de al menos 30 metros alrededor de la Magdalena, que no está sola. La acompañan el viento, que corre con fuerza, y los frailejones que, con el paso de cada nube, se recargan de agua. Buena parte de ese líquido recorre, después, 1.540 km y 11 departamentos desde una boca de 70 centímetros hasta desembocar en el Caribe colombiano.
Una hora más de caminata lleva al mirador de la laguna de Santiago, que también alimenta al “río de la patria”. Bien podría ser el premio de la montaña. A su izquierda está la Magdalena y su Páramo de las Papas; a la derecha, a un kilómetro, Fuente González, la cascada que da vida al Caquetá en el Páramo del Letrero. Al frente, el nacimiento de la Cordillera Oriental.La postal es artífice de un deseo casi incontrolable de agradecer y pedir perdón. De proteger el ecosistema, como los yanaconas. La imagen llena de sentido el mantra obligado de Papamija, de su pueblo: “Mi cuerpo es tierra, mi sangre es agua, mi aliento es aire, mi espíritu es fuego”.
El oso Ukumary
Un mechón negro cuelga de una rama a pocos metros del sendero. Está rota, como varias que le siguen y que forman un camino alterno aparentemente trazado por un oso de anteojos, aunque bien podría ser obra de una danta de páramo.
Es uno de tantos rastros que Papamija y Pisso buscan permanentemente para conocer los hábitos de ambos animales.Seguirles la pista, aunque sean tan esquivos, es vital para conservar el ecosistema. Los ‘jardineros del bosque’, explica el biólogo, consumen vegetación y semillas que, al pasar por sus tractos digestivos, se dispersan y preparan para germinar. “Su paso sobre otras plantas también abona el terreno para que crezca nueva vegetación”, agrega.El camino baja, roca y barro, hasta los 2.200 metros, flanqueado a un costado por la Cordillera Central y por la Oriental al otro. La corriente del Magdalena se impone sobre otros sonidos del bosque.
Papamija, que conoce la montaña de memoria, sigue atento a otros rastros: huellas, rasguños sobre rocas y árboles, incluso heces.Prepara los sentidos para monitorear ambas especies durante los próximos meses. Es la primera vez que se hace esto luego de cuatro años. “Seleccionamos al azar 30 cuadrantes de 16 kilómetros cuadrados para el oso y de cuatro para la danta. Los recorremos buscando las pistas para determinar dónde se encuentran y en qué condiciones están sus hábitats”, explica Pisso.Los rastros son más escasos con cada paso. El camino, ahora cubierto de flores de mayo y musgos de todos los verdes, indica que la civilización está cerca. Primero San Antonio, luego Quinchana, después San Agustín, Huila. La búsqueda de los íconos del parque —ambos están en la gorra del guardaparques— seguirá con los días, siempre con la bendición de la montaña.
Por: Esteban Dávila Náder / Periodista colombiano. Ha escrito para El Espectador, Cromos, Semana y Diners.
Artículo publicado originalmente en la revista Avianca
Fotografías: Javier Larrota