TURISMO
La Guajira, un lugar mágico para el kitesurf: échese la pasada y sienta el placer de ‘volar’ encima de las olas
Zigzaguear entre las olas con la fuerza de una cometa es una pasión que encuentra su lugar en la península de La Guajira, en el norte de Colombia, bendecida por poderosos vientos alisios y alucinantes paisajes; un destino preferido para la práctica del kitesurf.
Cada vez que Adalberto Gómez recibe la fresca bendición del dios Joutai, sabe que otra vez podrá caminar sobre el mar. No se trata de un milagro bíblico: este joven se encomienda a ese implacable señor de los vientos de la cosmogonía guajira antes de pararse en una tabla de poliuretano, y lanzarse a las aguas del cabo de la Vela —en el extremo norte de Suramérica— enlazado a una cometa que tiene forma de alas de gaviota.
Aquella deidad ha resultado ser bastante eficiente en sus prodigios. A sus 18 años, Gómez está a punto de clasificarse para los próximos Juegos Olímpicos de la Juventud de Buenos Aires 2018, que se realizarán en octubre, y convertirse en un campeón de kitesurf de la etnia wayú, gracias a los entrenamientos que cumple —religiosamente— en el Caribe.
“Por ser el punto más al norte del continente, la península de La Guajira cuenta con fuertes vientos constantes que convierten a este lugar tan inhóspito y olvidado en uno perfecto para practicar este deporte”, explica su entrenador, Martín Vega, quien abrió hace seis años una escuela de formación en pleno trópico en la que ha preparado a cinco generaciones de indígenas.
Vega ha acariciado las olas casi desde que nació, en Puerto Colombia, al lado de Barranquilla, hace 33 años. En el 2006 le dio la fiebre del kitesurf, en el lago Calima, cerca de Cali, pero quizás su mayor acrobacia fue haberse enamorado, gracias a ese deporte, de una chica que lo sacudió con la repentina marea del amor: Sophie Jackl, una alemana nacida en Freilassing, Bavaria, que llegó a Colombia en 2010. En pleno romance, ambos crearon la escuela Kite Addict en el Cabo de la Vela —ahora trasladada a Riohacha—, lo mismo que la Fundación Joutai, dedicada a lograr que los niños wayú aprendan a ser unos buenos corredores del viento sobre una tabla de surf.
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“A la escuela llega un promedio de 60 turistas, casi todos extranjeros, a aprender kitesurf. Es un deporte de buena vibra —dice la alemana, que es instructora y, a la vez, gerente de la empresa— y la idea es ayudar a la economía del lugar y sacar a los niños adelante. También, queremos fomentar el deporte en los pequeños wayú de la región”. En julio de 2016, ella y su esposo organizaron el Campeonato Kite Addict, que reunió a 75 competidores entre colombianos, australianos, suizos y alemanes, y tuvo como invitada de honor a la ‘diez veces’ campeona del mundo en freestyle, la española Gisela Pulido.
Y este año, si los dioses lo permiten, esta pareja recibirá un regalo que llega a sus vidas como una ola: Sophie está embarazada, y todo indica que, en pocos meses, Riohacha tendrá otro hijo del viento.
La escuela seguirá enseñando este deporte en las playas blancas de La Guajira, al ritmo de la cadenciosa música de Bob Marley, como también lo hacen otras instituciones como Kite Center Eoletto, en donde otra pareja, la de Paula San Martin y Etto Martin —conocido como el ‘alemán del Cabo de la Vela’—, se dedican desde hace más de 20 años a dar lecciones sobre cómo domesticar el mar.
“Aprendí kitesurf en la localidad costera de Mûi Né, en el sur de Vietnam, y ahora vine a Colombia a seguir estudiando”, dice el estadounidense John James, que ahora vive en Cartagena pero que cada vez que quiere practicar el deporte en la esquina más alta y venteada de Colombia se monta en su Toyota Hilux. “Es la experiencia más maravillosa de mi vida”, advierte.
Se iba a quedar un par de semanas pero ya lleva ocho meses totalmente enamorado de la costa Caribe. “Este país me robó el corazón”, explica. A sus 34 años, este joven nacido en Michigan y dueño de una empresa de la industria automotriz confiesa que vivir acá se le ha convertido en una seductora adicción tropical. “He estado en varias partes del mundo como China, Australia, Dubái, Vietnam y Tailandia, y he visto kitesurf en muchos lugares, pero aquí es adictivo: cuando empiezas, no puedes parar”, añade.
Y cada día conquista más adeptos. Mateo Lehner y Valentina Ricci iban de paseo al Cabo de la Vela en cuatrimotos hace un par de años, y cuando llegaron a Punta Gallinas quedaron atrapados en el universo de las olas y las cometas. “El viento es brutal, muy fuerte y parejo comparado con el lago Calima, que es donde navegamos constantemente. Saltar y volar en La Guajira es otra sensación”, señala este joven de 27 años, diseñador industrial y propietario de una empresa que genera contenido audiovisual con drones. Su novia, Valentina tiene 22 años, está terminando la carrera de Comunicación y actualmente trabaja en la empresa familiar Cuatreros, que ofrece experiencias en carros 4x4 y cuatrimotos.
En 2014, ambos aprendieron las alegrías y los miedos del kitesurf. Hace poco, él vivió su mayor aventura acuática. “Una vez, luego de una tormenta —cuenta—, el viento se ‘cayó’ y las cometas se vinieron al agua. En ese momento recordé que un instructor nativo me había comentado que en una de las clases le había tocado espantar a un caimán (aunque según él, no hacen nada y se asustan), de modo que empecé a nadar hasta la orilla. Logré subir un acantilado y caminé hasta una ranchería donde las dos mujeres y dos niños que me recibieron me prestaron una moto para devolverme: nunca esperé que esto me fuera a suceder en un lugar desierto y lejano”, relata.
La filosofía de vida de quien practica el kitesurf parece basarse en que lo que sucede es como una ola que llega: toda una sorpresa. Como si la existencia fuera una tabla arrastrada por el mar, al rumbo que marque la rosa de los vientos.
Artículo publicado originalmente en la edición 59 de la revista Avianca