Home

Turismo

Artículo

Morondava (Madagascar ) / Árboles de baobab
Morondava (Madagascar ) / Árboles de baobab | Foto: Getty Images

TURISMO

La isla que tiene el tamaño de media Colombia y en la que se puede conocer al rey Julien de la película Madagascar

Pocos países superan en endemismos a esta especie de Arca de Noé. Aquí, conviven auténticas rarezas, como seis de los siete tipos de baobab del planeta y, por supuesto, los famosos lémures.

Texto: Elena del Amo, periodista española. Colabora con las revistas VIAJAR y Gente Viajera, y con el diario El Mundo. Reside en Madrid
24 de septiembre de 2024

Un nuevo tipo de lémur, de camaleón o de insecto, una planta o un árbol nunca antes vistos por la humanidad… Las raras veces que la cuarta isla más grande del planeta se asoma a las portadas, suele ser por el hallazgo de alguna criatura que se suma a su biodiversidad, digna del Guinness.

Solo en la primera década del siglo XXI los científicos localizaron en su geografía unas 600 especies hasta entonces desconocidas, incluidos 40 mamíferos y muchos más reptiles. Cual descomunal laboratorio al aire libre, el aislamiento de Madagascar explica tanto endemismo por sus sabanas, sus selvas primarias y bosques tropicales. Su territorio ya se había separado de África más de 100 millones de años atrás y luego se desprendería de lo que hoy es India. Solitaria en mitad del Índico, su fauna evolucionó sin influencias del exterior.

El catta, también conocido como el lémur de cola anillada, vive en grupos de hasta 30 individuos.
El catta, también conocido como el lémur de cola anillada, vive en grupos de hasta 30 individuos. | Foto: iStock

Los expertos aseguran que los antepasados de los lémures llegaron en balsas naturales desde África continental cuando su distancia con la isla era aún reducida. A un lado, estos primates estrepsirrinos acabaron extinguiéndose, pero en Madagascar —el único lugar del globo donde pueden admirarse— se multiplicaron a mansalva gracias, en buena medida, a la ausencia de predadores.

Otra de las singularidades más desconcertantes de esta isla, que tiene el tamaño de media Colombia y unas dos veces el de Ecuador, es que, a pesar de quedar a solo 400 kilómetros de las costas de Mozambique, sus primeros habitantes llegaron de Indonesia, Malasia e incluso de algunas islas del Pacífico. Hace unos 12 siglos, estos fenomenales navegantes se instalaron en este territorio por el que los bantús africanos no asomarían hasta mucho después. De ahí que, entre la veintena de etnias principales que conforman el rompecabezas malgache, muchas tengan rasgos orientales.

Puede que la mayoría de viajeros no encuentren grandes alicientes por llegar a la capital, Antananarivo, salvo el Palacio de la Reina Ranavalona, restaurado por la Unesco; o retazos coloniales, como la preciosa estación de tren que a principios del siglo XX concibió el equipo de Gustave Eiffel. Sin embargo, Tana, como le dicen sus pobladores, no es una de esas ciudades que apenas se distinguen. Antananarivo solo se parece a sí misma. Su personalidad se expresa en la vivacidad de sus mercados y barrios comerciales, o al contemplar sus caserones de teja roja, desperdigados a la horizontal por unas colinas verdísimas, entre las que —de improviso— se abren sembrados y sorprendentes escenas rurales. La capital, además, es el punto de partida para salir en busca del lémur.

Hasta que la ciencia no dé aviso de algún nuevo descubrimiento, se estima que hay algo más de un centenar de especies de estos prosimios, muy anteriores al chimpancé, el gorila, el orangután y al propio ser humano. Según la diversidad de familias, pueden oscilar entre los treinta gramos y los nueve kilos; algunos tienen más el aire de un roedor, mientras que otros dirían que son un extraño cruce entre comadreja y macaco o gato. Incluso algunas especies como el aye-aye podría directamente confundirse con un gremlin.

La Avenida de los Baobabs (Madagascar), a las afueras de Morondava, conserva cerca de 25 ejemplares de este árbol endémico.
La Avenida de los Baobabs (Madagascar), a las afueras de Morondava, conserva cerca de 25 ejemplares de este árbol endémico. | Foto: Getty Images/iStockphoto

Son generalmente sociales, suelen vivir en grupos matriarcales y, a pesar de que moran por muchos parques nacionales de Madagascar, todos correrán un serio peligro de extinción por la caza y la tala de los bosques que constituyen su hábitat, mientras la empobrecida población malgache no perciba el beneficio de conservarlos. Esencialmente, a través del ecoturismo. Dado que ni siquiera un par de semanas bastarán para recorrer entera esta enorme isla-continente, se podrá elegir por cuáles de sus espacios protegidos salir al encuentro de estas criaturas cuyo nombre hace alusión a los fantasmas de la mitología romana debido a sus ojos brillantes y los hábitos noctívagos de muchos de ellos.

Si en las tierras altas el protagonista de la Reserva de Anja es el lémur de cola anillada —¡el rey Julien de la película Madagascar!—, hacia el Este, las selvas del Parque Nacional de Andasibe sirven de hogar a 14 especies, incluido el sifaca diadema y el indri-indri, el más grande de todos. En los trekkings por los impresionantes paisajes de Isalo, hacia el Sur, podrán, con algo de suerte, admirarse los graciosos saltos de los sifaca de Verreaux cuando bajan de los árboles.

Desde la ciudad costera de Morondava, tras franquear la famosa Avenida de los baobabs y cruzar en un transbordador local el río Tsiribihina, en una agotadora jornada se llega al poblado de Bekopaka, a las puertas del Parque Nacional Tsingy de Bemaraha. Que el 4x4 tarde no menos de hora y media en cubrir los últimos 17 kilómetros que conducen a su entrada da una idea del estado de la pista para acceder a su universo pétreo, Patrimonio de la Humanidad. Abrirse paso por este mar de pináculos kársticos, galerías subterráneas y aristas afiladas como una navaja, es una de las recompensas de llegar hasta tan lejos.

Será precisa una razonable forma física para, en compañía de un guía y asegurados siempre por una línea de vida, treparse por las escalinatas y puentes colgantes que vadean sus erizados picachos entre desfiladeros que cortan la respiración. Auténticas catedrales de piedra, dominadas por miradores se recorren en cerca de cuatro horas de caminata. Allí donde la roca concede una tregua empieza por fin el bosque, por el que es posible admirar, saltando de copa en copa, a los lémures que lo habitan.

Artículo publicado originalmente en la edición 51 de la revista Avianca

Noticias Destacadas