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El lugar desde el cual Cristina Fernández observa las embarcaciones | Foto: Archivo Personal de Cristina Fernández

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La mujer que ilumina a los barcos para evitar naufragios

Cristina Fernández vive en uno de los puntos más complicados de la geografía española, la Costa da Morte, e ilumina a los barcos para evitar naufragios desde hace más de 40 años. En el faro Vilán ha sido testigo del poder devastador de las tormentas.

Texto: Álex Ayala Ugarte, periodista español. Colabora con El País, El Malpensante, Internazionale, Gatopardo y Esquire, entre otros. Fue Premio Nacional de Periodismo de Bolivia en 2008.
15 de agosto de 2024

El mundo de Cristina Fernández Pasantes —arrugas como un arcoíris cuando sonríe, cabello claro, acento melódico y pegadizo— tiene 250 escalones, una visión panorámica de 360 grados y una luz potentísima que irrumpe en la noche como un disparo de nieve. Fernández vive en lo alto de un risco, en el faro Vilán de Galicia, en la Costa da Morte, en mitad de un entorno adusto, cincelado por el viento y el agua de mar. Lleva más de 40 años inmersa en una rutina para anacoretas y es una de las últimas fareras de España.

El faro Vilán —o Villano— es uno de los pocos que todavía están habitados en la península ibérica y es el faro eléctrico más antiguo en toda su costa. Se encendió por primera vez en 1896 e ilumina un tramo tortuoso y fatídico para los navegantes. Seis años antes de su inauguración, en lo que ahora son sus inmediaciones, naufragó el HMS Serpent, un crucero británico de la Royal Navy con lanzatorpedos. Se recuperaron 142 cadáveres de las 172 víctimas y se erigió una fosa común para enterrarlos: el Cementerio de los Ingleses.

En noviembre de 2002 llegó hasta las orillas del cabo Vilán el derrame de fueloil del Prestige, un petrolero monocasco con unas 77 mil toneladas de carga, que se hundió dejando un rastro de chapapote con alrededor de 200 metros de ancho y 30 kilómetros de largo. Hace algunos años, recuerda Cristina, cayeron cientos de relámpagos en la costa y se fundió la instalación eléctrica. Y ella misma se fijó en el faro por primera vez —cuando era niña— tras una insólita marea de cajas de naranjas provenientes de una embarcación que había naufragado cerca. Cristina bautizó aquel contacto primigenio con el faro como ‘el flash’. Paradójicamente, cuando atisbó su reflejo aquel día, la linterna enorme que solía orientar a los marineros estaba apagada.Antes de convertirse en farera y enfrentarse al mar, Fernández fue taquígrafa.

Para la farera del Cabo Vilán, la mar cuando está tranquila es un bálsamo
Para la farera del Cabo Vilán, la mar cuando está tranquila es un bálsamo | Foto: Archivo personal de Cristina Fernández

Superó los inconvenientes de una época en la que solía encasillarse a la mujer en la figura de ama de casa. Su padre le decía que no quería que se dedicara a un trabajo “de hombres” y, durante su aprendizaje, para ganarse el respeto de sus compañeros tuvo que enfrentarse a varias pruebas de fuerza y demostrar que la soledad no haría mella en su estado anímico. Cristina contaba con una gran baza a favor: era la novia de Antonio Alonso —el hijo del anterior farero del cabo Vilán— y ya conocía algunos secretos de esta profesión apta solo para aventureros; es decir, tenía la predisposición necesaria para dialogar con el mar y la valentía para enfrentarse a sus propios miedos.La farera ha visto crecer a sus hijos —Cristina, Toño y Héctor— en torno a un paisaje tan hipnótico como apocalíptico: cuando eran bebés y había tormenta, arrastraba las cunas de un lugar a otro para esquivar el agua que amagaba con entrar a los cuartos; años más tarde, solía dejarles brincar en la cama para que no desarrollaran un temor exagerado a las tempestades; y aunque los tres ya dejaron el faro, sus habitaciones permanecen intactas.

Cristina ha visto morir a más de un conocido por culpa de la mala mar y la mala suerte. En una ocasión, un buscador de percebes que fue engullido por una ola nunca volvió a recoger la ropa de calle que solía dejar a los pies del faro, mientras trabajaba embutido en un traje de neopreno; y en otra, recibió una noticia terrible: la muerte de dos pescadores a los que había enseñado a escribir y a sumar cuando eran pequeños.A los colegiales, cuando la visitan, Cristina les dice que dentro de un aparato de los de antes hay un bicho que gira y regira y gira de nuevo para producir la corriente eléctrica, que permite iluminar la torre y producir un destello visible cada 15 segundos en 50 kilómetros a la redonda. Cuando las nubes dan tregua, disfruta de la puesta de sol como si no hubiera más horizonte que ese. Cuando hay una tempestad a la vista, se mira los pies, para no asustarse, y le da la espalda: no le gusta ver desaparecer barcos entre el oleaje.

Quizá porque el mar, que todo lo traga, es también un mar que todo lo escupe. En 1905 —dice una leyenda—, lo que escupió fueron decenas de acordeones que empezaron a sonar como si fueran parte de una marcha fúnebre. Años después, también se cuenta, escupió unos botes con una sustancia viscosa y blanca que varios vecinos de una población cercana usaron para pintar las puertas de sus viviendas; al día siguiente, amanecieron asediados por un tropel de moscas, envueltos en un olor tan empalagoso y dulce como un caramelo, reconocible a distancia por cualquier pastelero. Los botes, que habían confundido con pintura fresca, tenían, en realidad, leche condensada.Desde que las nuevas tecnologías se ocupan del funcionamiento automático de las máquinas del faro, la farera solo sube hasta la linterna una vez al día (antes, lo hacía cada seis horas y se enfrentaba manualmente a los desperfectos). Además, se hace cargo de otros ocho faros similares en una ruta que comienza en Laxe y termina en Fisterra, y que se ha convertido en un reclamo turístico de la Galicia costera.

Cristina Fernández sube hasta la linterna por lo menos una vez al día para comprobar que todo funciona correctamente
Cristina Fernández sube hasta la linterna por lo menos una vez al día para comprobar que todo funciona correctamente | Foto: Archivo personal de Cristina Fernández

Para matar el tiempo, Cristina no emplea un reloj: teje a mano. Ha armado una especie de museo con piezas como una de las ópticas antiguas del faro o una mesa que usaron décadas atrás otros fareros. Ha estado cerca de olas de 28 metros. En 2010 murió su esposo e intentó regresar a Camariñas, su pueblo natal. No pudo: “Una fuerza superior la obligó a regresar (...). Ve el faro como si fuera un ser vivo porque no hay momento relevante que no haya sucedido aquí”, escribió Virginia Mendoza en un reportaje. Y no le importa haber echado raíces en una franja marítima que los romanos consideraban el fin del mundo conocido: el fin de la Tierra. Cuando está de buen humor, al mar lo llama “la mar”, en femenino, porque lo siente más cercano e íntimo; y cuando el mar es “el mar” es porque este “se ha puesto bravo” con ella. Su cordón umbilical con el faro es un túnel que conecta la torre con su vivienda. Y el mejor combustible para soportar el tedio, el que sale de la cafetera: En el faro —explica—, “la única bandera es el café, el café y la buena charla y las amistades”.

A veces, Toño, su hijo mediano, que tiene el título de capitán de yate, navega en la embarcación de algún conocido y recita: “Cuando las nubes cubren las estrellas y te hallas en mitad de la penumbra, en la noche, nadie puede imaginar lo que se agradecen los destellos que te van marcando el camino”. Y a continuación, añade: “Ahí detrás está mi madre y la luz no se apagará porque sabe que estamos acá, navegando”. Cuando era un niño, solía subir a lo más alto de la torre en Vilán, con la merienda, y escuchaba con devoción todo lo que decía Cristina. Y entonces, la única luz era ella, y no la del faro.

¿Cómo se llega al faro? Hay autobuses desde la ciudad más cercana, La Coruña, hasta Camariñas, una población a cinco kilómetros del faro.

Texto: Álex Ayala Ugarte, periodista español. Colabora con El País, El Malpensante, Internazionale, Gatopardo y Esquire, entre otros. Fue Premio Nacional de Periodismo de Bolivia en 2008

Artículo originalmente publicado en la edición 63 de la revista Avianca